sábado, 6 de febrero de 2016

Eduardo D'Anna, Mi Jorge Riestra



MI JORGE RIESTRA

Cuándo me avisan que murió Jorge Riestra, rememoro —sin querer, como algo casi inevitable—, lo joven que era él cuando yo lo conocí, en la casa de Arroyito donde vivía con su familia.


Sammy Wolpin, quien fuera su alumno de Literatura en el Politécnico, le había hecho un reportaje telegráfico. Demasiado telegráfico, en realidad. Era para una revista que sacábamos, a los dieciséis años, una revista que quería ser literaria. La entrevista era tan, pero tan escueta, que no me quedó más remedio —yo era el director— que ir hasta la casa de Riestra y ampliarla. 


Yo siempre había encontrado a los escritores de Rosario en bares. Llegar hasta su domicilio y/o sus familias era muy difícil en una ciudad que preservaba su individualismo en todos los campos que hubiera. Me extrañó que él me citara en su casa.


Pero Jorge no usaba los bares como lugares de trabajo. Los bares eran la vida, su fuente de inspiración; en casa, trabajaba, y hablaba de trabajo. En una habitación que daba al Bulevar Avellaneda, que yo creí que era su lugar de escritura, me recibió y rehicimos la nota. En aquel momento, no había muchos en Rosario que se ocuparan de su obra. Acercarse a un escritor, de hecho, significaba siempre tener a alguien conocido que hiciera el contacto: no había ningún aparato crítico, ninguna instancia de análisis, se dejaba que la tradición —como ahora, todo caso— se evaporara.


Entonces, lo que más me sorprendió en él, fue que me hablara de Rosario, de escribir en Rosario, como algo perfectamente posible, como algo natural. ¿Por qué este hombre que, como yo me enteraría después, había viajado por Europa intensamente, y había podido quedarse allí o, lo que era más habitual, en Buenos Aires, había decidido desarrollar su carrera de escritor aquí, desde esa casa de barrio? ¿Por qué había hecho una apuesta tan difícil?


Posiblemente era porque Jorge, sencillamente, no podía inspirarse en otra parte. Y, deduzco, tampoco podía utilizar el recuerdo o la imaginación para suplir la cercanía de su ciudad. Necesitaba renovar permanentemente ese espectáculo extraño del habla de una ciudad ni demasiado grande ni demasiado chica, que no existía en ningún otro lado.


Así que él escribía aquí, y cuando tenía listo un trabajo, lo metía en una carpeta, y se iba a Buenos Aires a publicarlo. Llegaba hasta una editorial, hablaba con el dueño, que era en ese entonces también el que aceptaba o rechazaba los originales, y lo dejaba, hasta que conseguía que alguien lo aceptara.


¿Cómo consiguió esa seguridad? Como él me lo contaría alguna vez, no fue, desde luego, de una sola vez. Hicieron falta muchos reveses para conseguirla. Pero un día, después de concluir su primera novela, subió al altillo donde escribía (sí, no escribía en la salita ésa que daba a la calle), la leyó concienzudamente, bajó, abrazó a su mujer y le dijo: “Es bueno, Dolly, es bueno”.


Y esa fe nunca lo abandonó.


Jorge Riestra (Rosario, 4 de enero de 1926 – 3 de febrero de 2016).
Eduardo D'Anna (Rosario, 1948).
Foto: Sebastián Suárez Meccia / diario La Capital, Rosario.

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