A UN PERRO HERIDO EN LA CALLE
Soy yo
mismo,
y no la pobre bestia que aúlla de
dolor
en mitad de la calle
lo que
me hace volver en mí con el
sobresalto de la explosión de una
bomba,
una bomba
que
devastara el mundo.
¿Qué puedo hacer
sino cantar
para
calmar
mi pena?
Mis
sentidos se embotan
como si hubiera
bebido cicuta, y pienso
en la
poesía
de René Char
y en lo que debió de haber
visto
y
sufrido
para hablar tan
solo de
ríos
llenos de juncias,
y de narcisos y tulipanes
regados por sus aguas,
o
incluso de ese río sin encausar
que moja las raicillas
de las aromáticas flores
que
pueblan la
Vía
Láctea .
Y me
acuerdo también de Norma
la setter irlandés de mi infancia
de sus sedosas orejas
y
expresivos ojos.
Una noche dio a luz
a una camada cachorros
en la
despensa; patee
a uno de ellos
pensando,
alarmado,
que mordisqueaban sus ubres
para destrozarla.
Y también
recuerdo
un conejo muerto
que yacía inofensivo
en la
mano abierta
de un cazador.
Mientras yo
miraba
él tomó su cuchillo de caza
y entre risas
lo
clavó
en el sexo del pobre animal.
Por poco
me desmayo.
¿Qué
me hace pensar en eso ahora?
Los aullidos de un perro que agoniza
han de ser acallados
lo
mejor que se pueda.
René Char, eres
un poeta que cree en
el
poder de la belleza
para corregir el mal.
Yo lo creo también.
Con imaginación
y coraje
hemos de superar
a las pobres estúpidas
bestias:
que
todos lo crean,
como tú me has enseñado
a creerlo.
LA FLOR AMARILLA
Si
debo hablar, ¿qué diré?
¿Qué he encontrado cura
para los enfermos?
No
hallé ninguna
cura,
más que esta flor torcida:
con
solo
mirarla
los hombres sanan.
Es a
esta flor
a la que todos cantan
secretamente
sus
himnos. ¡Esta es aquella
sagrada
flor!
Y
¿cómo es posible?
¿Una flor retorcida
y oscura? Es una
flor
de mostaza,
y
aun menos:
apenas un ramillete
sobre
el tallo deforme
y de hojas carnosas,
detrás del vidrio,
en
este tiempo helado.
Una
flor desgarbada
e impropia
del clima;
¿cómo
es que ha
conseguido tenerme
aquí, boquiabierto
inmóvil
frente a esta ventana,
en medio del frío,
sin más
voluntad,
sin ojos
para nada que no sean
sus torcidos
pétalos
amarillos . ?
Que
esta apariencia
aunque extraña
para mí
es
común está claro:
existen flores como esta,
con hojas así, que crecen
en sus
climas
originarios.
Y
entonces, ¿por qué la tortura
y la fuga a través
de la flor? Es como si
Miguel
Ángel
hubiese tomado de ella
el tema de sus Esclavos
—y
quizás así fue.
Y ¿no hizo él
florecer el mármol?
Estoy
triste
como lo estaba él
a su manera heroica.
Pero
además
tengo ojos
para ver
y si
bien presienten mi ruina
y
la de todo
lo que amo, descubren
también
en mis ojos
y mis labios
y mi
lengua el poder
para liberarme
y para hablar de ello, igual
que
Miguel Ángel, en sus manos,
notó un poder similar
si bien mayor.
En
suma, he ahí los
torturados cuerpos
de
los
esclavos y
el torturado cuerpo
de mi flor
que no
es siquiera una flor de mostaza
sino apenas una flor irreconocible
y extraña
que yo
he de naturalizar
y aclimatar
y hacer mía.
EL ARTISTA
El
señor T.
sin sombrero, con una
camiseta sucia
y el
pelo
completamente alborotado
se alzó de puntillas con
los
talones juntos
y los brazos graciosa-
mente
curvados
sobre la cabeza.
Entonces, girando,
dio un salto
en el
aire
y culminó el
movimiento
con un
perfecto
entrechat.
Mi madre
sentada
en su sillón de inválida
enmudeció
a causa de la sorpresa.
¡Bravo!,
gritó por fin,
mientras aplaudía.
La esposa del señor T.
salió
de la cocina, diciendo:
¿Qué pasa aquí?
Pero el show había
terminado.
Maravillas:
En La música del desierto y otros poemas (1954), edición bilingüe, Lumen, 2010.
Traducción: Juan Antonio Montiel.
William
Carlos Williams (Rutherford, Nueva Jersey, EEUU, 17 de septiembre de 1883 – 4
de marzo de 1963). Fotos: Jmp