LILA Y LAS LUCES
A Ana María Borzone
Falta poco para el amanecer. En las estribaciones de los Andes patagónicos el viento corre ladera abajo y estremece los techos de las cinco o seis casitas del valle. Lila se acerca a la espalda de su hermano Ramón en busca de calor. Se vuelve a dormir con un sueño liviano, de pájaro. Un rato después, la luz fría de la mañana los despierta. La madre ya ha salido y el bebé está moviendo los bracitos en silencio. Somnolienta, lo levanta y lo cambia. En la cocina, el fogón ha guardado algo de rescoldo. Rápida y eficaz, Lila hace brotar el fuego. Con el bebé en brazos, se asoma a la puerta. Lejos, en la ladera del cerro, las manchas blancas le señalan dónde está su mamá con las cabras. Pone los jarros sobre la mesa y sirve el mate cocido. Sus tres hermanos se sientan y empiezan a hacer ruido y a reírse. Se pegan en las manos cada vez que uno estira el brazo para alcanzar el pan. El de tres años, todavía un poco dormido, tiene el pelo parado y la ropa torcida. ¿Vendrá el maestro hoy?, piensa Lila.
–¿Hoy viene el maestro? –pregunta el hermano mayor.
–Y claro, por qué no ha de venir. Con ocho años, su hermano Ramón es siempre el que más sabe.
–Digo. El viento mueve la puerta, la leche se derrama en el fuego, el bebé llora. Lila le cierra los dedos sobre un trozo de pan; mientras, ella enfría la leche en el jarro. Sus hermanos salen al patio.
–Por qué no te dormís vos, ¿eh? –le habla al bebé con el tono enérgico que usa su madre–. Si no te dormís viene el enano y te lleva. Con cuidado lo vuelve a acostar en la cama grande y sale. En el patio se pelean los más chicos y Lila los separa. Uno de ellos se ha caído y tiene un moretón en la frente y la cara llena de lágrimas y moco.
–Ya van a ver cuando venga la mamá –los amenaza.
Lila corre junto a Ramón, que juega a subirse a las piedras a un costado de la casa, donde la ramada del corral de las cabras se recuesta contra la roca viva. El sol ya está alto pero el viento es frío. Las manchitas blancas se han desplazado un poco hacia la parte baja del cerro; Lila igual alcanza a ver la pollera azul y hasta el pañuelo en la cabeza. Unas nubes cruzan veloces el cielo. Oscurecen la montaña y cuando ya pasan y todo vuelve a ser claro y brilla. Esto le gusta a Lila. Baja saltando de las piedras y entra en la casa para ver que no se apague el fuego. Recién entonces saca el cuaderno y el libro de la bolsa de nailon y los lleva a la mesa. Toma el lápiz para hacer la tarea. Lila se pregunta por centésima vez cuántas patitas debe dibujarle a la E. El maestro dijo que es como un rastrillo, pero el rastrillo tiene muchos dientes y la E no tiene tantos. Ha borrado muchas veces y tiene miedo de que el papel del cuaderno se rompa. El maestro dijo que había que aprender palabras del libro de lectura y copiarlas en el cuaderno. Las manos morenas y delgaditas lo abren con cuidado. Lila no se cansa de mirar los dibujos llenos de detalles y colores brillantes. Lo mandaron de regalo para su escuela. Esta semana le tocó a Lila llevarlo a su casa. En ese libro hay que aprender a leer, dijo el maestro, porque es el único libro que hay. Lila ya ha mirado muchas veces al chico de la lectura que sale de su casa y va a la escuela, pero por más que mira no puede acordarse de lo que dicen las palabras.
–Escuela... –deletrea en voz baja.
Ahora tiene que copiarla, pero en la lectura está con la e y Lila debe escribirla con la E. En ese momento el bebé llora, guarda todo en la bolsa y va a atender a su hermano más chico.
Al mediodía, su mamá ha vuelto y las cabras están en el corral. Lila y Ramón caminan entre los cerros. Desde lejos saben que el maestro vino: la bandera se ve arriba, ondeando. En el patio, se juntan con sus compañeros hasta que toca la campana, pero Lila no juega, está inquieta. No pudo hacer la tarea y tiene miedo de que el maestro se enoje. Es el segundo año que viene a la escuela y su mamá dice que si otra vez repite, la saca. A muchos chicos no les da la cabeza, y hay que ver si a Lila la escuela no le hace perder el tiempo. Abre el libro sobre el pupitre pero las palabras siguen mudas. Por su cabeza cruza el anchimallén. Cuando oscurece, antes de que su mamá encienda la lámpara, a Lila le da miedo. El enano malo se ríe en el aire y se aparece como una luz que anda por los techos o entre las patas de los caballos. Su tío dijo que una mujer se quedó ciega porque lo miró de frente. Lila piensa en su mamá, que está en los cerros con los más chicos. En el dibujo del libro, el alumno de guardapolvo blanco va a la escuela en una ciudad muy grande, llena de casas. “Es la capital de nuestro país”, ha dicho el maestro. El chico se queda parado y mira unas luces. Ella también las mira. El maestro ya ha explicado qué es esa cosa con luces, pero Lila ha olvidado para qué sirven y la palabra escrita no le dice nada.
–¿Para qué era esto? –pregunta bajito a su compañera.
La chica mira un momento, duda, acerca la cara al libro, y después dice:
–Para que no te pise el auto. Si te pisa te mata.
Cada cinco días pasa el colectivo que va hasta Neuquén. Una vez su mamá se fue en ese colectivo, cuando Ramón estuvo enfermo, y allá había luz eléctrica, dijo. En sus siete años, Lila nunca fue a una ciudad. Piensa si las luces no servirán para que el enano no te agarre en el cerro. Se lleva los chicos a una cueva, dijo su tío, después los saca muertitos. Pero en los cerros no hay luces, salvo el relámpago y la luz mala del anchimallén cuando alguien se va a morir. Por eso Lila le dice a su mamá que a la noche tranque bien la puerta. Su papá hace mucho tiempo que no está; una vez se fue a trabajar y no volvió. Después vino hace como un año y se volvió a ir. Su papá es más alto que su mamá. Lila se acuerda bien de su cara y del pelo.
–Lila ¿copiaste las palabras de la lectura?
Asustada, Lila mira su cuaderno y no contesta.
–¿Aprovechaste el libro? Mañana se lo lleva Mario. ¿Copiaste las palabras que marqué?
Lila siente la cara ardiendo. Los ojos se le llenan de lágrimas. Sin saber qué hacer, tira de la blusa para abajo.
–¿Quién copió las palabras? –pregunta, en general, el maestro. Lila vuelve a sentarse. En el libro, el chico ha subido a un colectivo y habla con el conductor. El colectivo es más nuevo que el que pasa por el valle para Neuquén. El maestro habla de la ciudad y dice que la lectura se llama “El ritmo de las ciudades”. Lila mira las letras y las empieza a deletrear: El..., pero el maestro ya está explicando otra cosa: que en las ciudades se hacen embotellamientos de tránsito de tantos autos que hay. A Lila la palabra embotellamiento no le parece difícil y cree que la puede copiar porque la e chica no es como la E. El maestro está diciendo que algún día ellos van a ir a la ciudad, entonces tienen que saber cómo es. A Lila esto le gusta y a la vez no le gusta. Se siente inquieta. Mira a su compañera y le dice:
–¿Vos vas a ir?
–¿Adónde? –dice Yarita.
–Ahí, donde dice el maestro.
La chica hace que no con la cabeza. A Lila esto la tranquiliza. ¿Su mamá ya habrá vuelto del cerro con sus hermanos? Había dos cabras por parir y su mamá estaba nerviosa.
–Copien las palabras –repite el maestro.
Lila borra otra vez. La timidez la paraliza. De golpe, toma coraje.
–Maestro, maestro, yo no puedo hacer esta letra... –dice en voz baja.
En el otro extremo del aula, el maestro está distraído. Rodeado por el grupo de los más grandes, donde está su hermano Ramón, no presta atención para el lado de los más chicos y no la escucha. Lila vuelve a mirar el dibujo del libro: muchos coches en una calle, también hay colectivos y un camión. Parecen los chivos queriendo salir del corral. Arriba, las letras dicen ¡tuuu!, ¡tuuu! Eso Lila lo lee perfectamente. El maestro ahora está a su lado y Lila se sobresalta.
–Lila, copiá las palabras... que Yarita te ayude.
Pero Yarita dice:
–No quiero... yo estoy escribiendo, maestro.
–Bueno, Lila, copiá esta palabra –dice el maestro.
Con alivio Lila empieza a dibujar la e, la m, la b... Yarita mira por encima de su hombro.
–Ahora poné el cero –dice Yarita; Lila la interrumpe.
–No es el cero, es la o.
–Es el cero –porfía Yarita.
–Ya está –dice Lila satisfecha–: embote... –deja de escribir porque suena la campana.
En el patio, el maestro recomienda a Ramón que ayude a su hermana. Es el único que lo puede hacer. Dice que con ayuda Lila va a salir adelante. Ramón no mira al maestro, hace un hoyo con el talón en la tierra y dice que a lo mejor su mamá la saca, que como es mujer va a ayudar en la casa o a lo mejor va de niñera a Neuquén. El maestro insiste y le recuerda a Lila que mañana le toca a otro compañero llevarse el libro.
Emprenden la vuelta. En el camino, Ramón junta piedras y se las tira a los tordos. Lila va pensativa.
–¿Qué son las luces, Ramón?
–¿Qué luces?
–Ésas, las de colores, para que no te pisen los autos.
–¿Dónde? –dice su hermano, probando su puntería en una piedra grande, a unos diez metros. La piedra rebota y sale disparada para arriba.
–En el libro del maestro...
–Si te pisa un auto te destripa –dice su hermano y, sin esperar contestación, sale corriendo.
Su hermano tampoco sabe lo de las luces, si no, le hubiera dicho. Las montañas se han puesto violetas y el viento es cada vez más frío. En las cimas todavía hay sol, pero en las laderas, el atardecer ha hecho un hueco negro. Desde una loma oscurecida, un guanaco muy erguido la mira. Lila empieza a correr.
–¡Ramón, Ramón...!
Su hermano sale de atrás de una piedra y la asusta. Se ríe a carcajadas. Se para en el medio del camino:
–Te agarra el anchimallén y te lleva a la cueva... –otra vez sale corriendo y gana distancia.
A todo lo que dan las piernas, Lila sigue a su hermano sin mirar atrás. A la vuelta del camino, bajando la cuesta, aparece su casa. Un humo delgado se levanta del techo. El perro viene a su encuentro y Lila lo abraza con fuerza. Entre ladridos, corre y cruza la puerta. La felicidad de Lila es que su mamá está adentro, de espaldas, frente al fogón.
–Mamá, el Ramón me dejó sola y me asusta –dice sin aliento.
Su hermano ni la mira porque está luchando con el perro en un rincón. Lila se da cuenta de que su mamá no está nerviosa, está contenta porque han nacido cuatro chivitos nuevos, más de lo que esperaban. Pero la leche de las cabras no alcanza, dice. Hay que preparar las botellas para darles; si no, se les mueren. Eso es lo único en el mundo que Lila sabe que no puede pasar. La madre dice que cambie al bebé que está mojado y lo ponga a dormir. Ramón ya está echando la leche en las botellas y tapándolas con la tetina de cuero. Lila tiene ganas de ver los cabritos, pero primero debe hacer lo que su mamá le ha dicho.
–¡Duérmase de una vez! –ordena impaciente–. Viene el enano y lo lleva –el bebé sonríe y la mira con los ojos redondos, sin asomo de sueño–. ¡Le pongo las luces! –amenaza Lila–. ¡Le pongo las luces y lo pisa el auto!
Al fin, el bebé se duerme y Lila corre excitada afuera. Ramón acarrea el balde con las cuatro botellas. En el corral de palo ya oscurecido, su madre da órdenes cortas y precisas que Lila y Ramón obedecen al instante. De un lado al otro, el perro vigila que ningún chivo se escape. Lila es todo ojos. En las sombras, su madre sujeta con brazos y piernas una cabra; cuando la tiene segura, con una mano toma el chivito y lo pone a mamar. Lila entiende. Tienen que aprender a mamar los chivitos para que después tomen de la mamadera y no se mueran. Ramón ya sostiene la otra cabra. Lila se agacha y levanta uno de los recién nacidos. Los balidos son débiles y lastimeros.
–Tiene hambre –dice Lila.
Rápida, busca la ubre de la cabra y mete el dedo en la boca del cabrito. Escucha el ruido de succión.
–Éste ya toma –dice su hermano.
El corral se llena de balidos, de viento y de noche. Una racha fría alborota la pollera de la madre y el pelo de Lila que, en cuclillas, deja a un recién nacido y levanta a otro. En su palma late desenfrenado el corazón del chivito que toma con avidez. Se va a salvar, piensa Lila. No se van a morir. Se deja caer, jugando, sobre el costado de una cabra que se mueve y la empuja. Son calentitas, piensa contenta.
–Éste se tomó todo, ya.
Recortados contra la luz débil de la cocina, los más chicos miran desde la puerta. La madre le dice a Ramón que vaya a la pieza, saque el colchón y traiga el elástico de la cama. Le ordena a Lila que le ayude. El corral tiene la puerta rota y los animales pueden salirse durante la noche. Obedecen, su hermano pone el colchón en el piso y apoya el elástico de canto. Lila toma el otro extremo y, entre los dos, lo llevan afuera. Van tropezando en la oscuridad. Su madre acomoda el elástico a la entrada del corral y lo sujeta con unas sogas. Le está diciendo a Ramón que mañana debe buscar unos palos buenos y arreglar la puerta.
Todo terminó. Su mamá y Ramón entran a la casa, pero Lila se queda. Con la cara entre los palos, mira la oscuridad estremecida del corral, siente el olor áspero, familiar, y escucha el roce de los cuerpos. El viento sisea entre las piedras, las cabras se acomodan y las crías, al abrigo de sus madres, no balan más. La noche bajó sobre la Patagonia entera. El perfil de las montañas es apenas el trazo de las cumbres nevadas. No hay luna. Un arco portentoso de estrellas resplandece en el frío nocturno y cubre el cielo de un extremo al otro del valle con sereno esplendor.
–¡Lila!
Lila corre a la casa y su madre tranca la puerta.
Sentados a la mesa, los cuatro miran silenciosos la espalda de la madre frente al fogón. El olor de la tortilla llena la cocina. El más chico se ha quedado dormido con la cara sobre la mesa. A Lila se le cierran los ojos, pero el hambre la mantiene despierta. Comen en silencio. La madre quiere saber si ha venido el maestro y qué les ha dicho. El que contesta es Ramón. Lila va a preguntar de las luces, pero mastica y se le cierran los ojos. La voz de su mamá se va apagando. En el techo silba el viento y el anchimallén está lejos. Mañana va a aprender lo de las luces para que el maestro vea que ella sabe. El viento sigue su canto, monótono. Lila se queda dormida.
En El país del viento, Alfaguara, Buenos Aires, 2003; y en Lila y las luces, Plan de lectura de 2009, Ministerio de Educación, Buenos Aires, 2009 /
Sylvia Iparraguirre nació en Junín, provincia de Buenos Aires, el 4 de julio de 1947 / Escritora / Fotos: jmp