CARPETAS BAJO LA
LLUVIA
Carpetas bajo la lluvia
“gomitas” para el pelo
ensartadas en un poste, cubriéndolo,
y el nombre, su nombre, tapado
completamente de pañuelos
cintas trozos de tela papeles
de color. En el monolito
originariamente había sólo una placa
que, sobria en el dolor, la familia
había colocado.
Ahora hay decenas, agradeciendo
“favores recibidos”, como
si María
Soledad Morales fuera una santa
que realizara milagros. Y cada
minuto llega o se va un coche,
la gente no la deja sola
ni un minuto, a pesar de la lluvia.
Las carpetas, con sus tapas negras,
sus tapas de plástico, con la cara
del
ratón Mickey o Superman,
con sus hojas donde ciertos conocimientos
se anotaron casi sin saber,
se mojan bajo la llovizna
persistente como
esta memoria.
¿Cómo se llegó a la santidad? Por el crimen,
claro. Ella fue la víctima
de una serie de ideas acerca del placer,
el éxito, la ‘viveza’ –el hombre que dice
de una mujer: “me la cogí anoche”,
como si fuera un objeto, y como si
ese objeto no tuviera alma-.
Ella
tampoco tenía en sus carpetas
ninguna explicación: no le habían
explicado quién era. Esa violencia
que se ejercía sobre las hijas del pueblo,
era la misma que se ejercía
sobre ella. Pero, quizás, no lo parecía.
Quizás le habían enseñado
que no lo pareciera.
Y ella era, sin embargo, igual
que esas ‘chinitas’, pasto
de esos caballos, porque
mujer, frente a esos hombres,
no tenía derechos: era,
en su belleza, nada más que una
prueba, entre otras, del
poder
de algunos jóvenes, para los que
el placer tampoco, creo, tenía valor
en sí mismo; apenas también
una probanza de lo que para ellos
era ser poderoso: ser impune.
ÉSTA ES TODA LA
IDEOLOGÍA
DE ESTOS NUEVOS RICOS, llamados
a salvar a Catamarca de la quietud
pre-capitalista.
Olvidar. Olvidarse
de ser negrito, lento. De dormir
la siesta: ellos tampoco
sabían bien lo que eran,
ni en la escuela
se lo habían dicho. Pero
sabían lo que era usarla,
era poder: se estaban adaptando,
y en los papeles que les tocaría
jugar, ella perdía. Listo.
¿Se atrevería acaso ella
a decir ‘no’? ¿Se atrevería
a decir ‘esta música
está muy fuerte’?
¿Podía decir, acaso, ‘esta música
aturde y nada dice, sólo expresa
el estupor y la misma impotencia
de no poder sustraerse a ella’?
¿Podía María Soledad decir
‘hablemos, y así sabré yo
como sos, como son tus sentimientos’?
No podía. No es una libertad
que esta democracia permita.
Ella sólo podía
estar ahí, y esperar su suerte,
como cualquier pobre del mundo.
La tuvo. Por ella murió.
Ahora sabemos que está
más allá de las causas
que la destruyeron.
Y por eso hay algunos que esperan.
Esperan que ella, desde allá,
desde dondequiera
que ella esté, los ayude.
Tienen razón. Ayudanos, María Soledad.
Ayudanos a rebelarnos de nuevo.
Que esta vez sea con humildad.
Que esta vez no querramos dirigir
a los que saben más que nosotros.
Que esta vez sepamos respetar
lo que en vos no se respetaba.
Que podamos pararnos y decir:
“Que a los jóvenes no se les diga
lo que tienen que tomar
lo que tienen que bailar
ni de que manera tienen que pensar
para no ser lo que son. Que
les digamos lo que son.”
María Soledad, regresá de la inconciencia
a destruir nuestra inconciencia.
Borrá la lluvia como
si fueras
fresco viento del
sur, que nadie sabe
cuando sopla. Las carpetas
están intactas, su saber
está ahí, entre los renglones,
esperando.
Eduardo
D’Anna nació en Rosario en 1948.
Poeta, ensayista, novelista, dramaturgo.
Foto: FB. E.D.
en familia.