PARA EMPEZAR
Caigo como
un pájaro muerto
sobre
la mesa familiar.
EN LA PAZ
Un
hotel de paredes ruinosas y baños destartalados.
Cinco o seis tipos en una habitación,
intentan hablar y no pueden:
se ríen.
El más joven se levanta,
dibuja con el dedo ojeras en su cara.
Hay un cuchillo sobre la cómoda
y bolsas de dormir abiertas.
Hace frío.
Parados, como los autómatas,
algunos hacen señas a los autos.
En la habitación, una gota de sangre
se destaca en el papel secante.
LA QUIETUD DEL DESASTRE
Un tren
se detiene en el andén vacío
(la cámara
queda fija en la cara del pasajero contra el vidrio)
y
funde a negro.
Es un
momento nomás:
esa
cara es tu cara
antes
de prender la luz.
LA CAUSA PERDIDA
A ras
de tierra,
un brillo en el cielo.
Avanza la tarde. Unos patos se
disparan,
el matorral está en calma.
El auto junto al árbol,
vacío.
Cuando me estiro veo todo lo que
tengo.
EL GRANO DEL INVIERNO
En la
rama más alta se encorva un pájaro negro.
Por la mañana está ahí,
y el frío del final del día parece volverlo más negro.
La casa está vacía. Se amontonan las cajas en uno de los cuartos.
Por las ventanas clausuradas entra la luz del invierno.
El pájaro está quieto.
Yo me voy,
y espero poder olvidarlo.
*
Pesa, mojado, cuarenta kilos: el pelo al rape.
Tirita, como un sonajero.
Escucha, sentado, de frente
a una persiana caída
las voces de la calle y las latas saltar a piedrazos.
Se mira las uñas, el diente podrido en el espejo.
Vamos uno al lado del otro,
en
fila, apretados, apurados,
pidiendo
aire: en malón.
A los
saltos por escaleras mecánicas.
En todas
las esquinas.
Tuvo dos, tres amantes,
y supo decir: “como dos, tres Vietnam”:
después se amancebó.
¿Fue presa de la teoría del foco o del reformismo?
Sus chicas lo vieron digno,
sin ceder a las enseñanzas de Don Juan.
VARIACIONES SOBRE UN POEMA DE
LI PO
Mi
tierra natal
es helada,
el aire es diáfano en invierno
y brumoso
a orillas del mar:
rasante el viento del verano.
De la primavera quedó una expectativa
y poco más,
tanto hace que me fui.
Estábamos los de siempre aquella noche.
Entre los pinos altos del fondo se movían las sombras.
Se encendió una vela,
apagamos las luces, se hizo
silencio
y nos tomamos las manos.
Durante
el relumbrón, sin abrir los ojos
reconocí la voz
y no dije nada.
Todavía habla -pensé- en esa lengua extraña.
Y
alrededor del ataúd
unos
cuantos parientes y los amigos
y un
nene que canta “sos el último”,
“sos
el último”, “sos el último”.
*
I
Aplastó con el dedo la palabra misterio:
se
hizo la luz,
saltaron
los tapones, los arcanos,
y la
piedra que guardó el centésimo nombre del Eterno
selló
unos días sin sombra
bajo
el círculo concéntrico del halcón.
El sonido es como un alegre
mutis por el
foro
que hicieran mil mujeres.
La ruta se extiende recta entre cadenas de montañas;
más lejos está el olvido, el simulacro del olvido…
¿Quién puede olvidar?
Los muertos pesan: son piedras que aplastan a los vivos
y retornan, sin horario, muertos están,
dejados a un lado, se levantan como la piel quemada
y caminan por una ruta entre cadenas de montañas.
El frío neutro se los lleva de la escena,
quebradizos juncos de luz.
En su desesperación, la mente no juega a la
realidad.
Ahora, después de la cornisa,
rompemos
el silencio.
Se escuchan los tambores de la resurrección,
Isolda,
pero
no hay dudas: no Hay aviones en el cielo.
Tristán es el muerto.
II
MAR DEL PLATA
En la
avenida Luro, al final, hay un muelle de madera
y cemento.
Era el muelle favorito de Repetto y de Bronzini,
socialistas ilustrados en el Jockey
Club,
rosa de los vientos que un día amaneció
muerta,
piedra sobre piedra,
bajo un paño gris ceniza,
todo humo y escarnio.
Esa noche sonó la sirena y otra,
mucho después,
alerta al golpe que partió la proa de un barco perdido
y sin rastros de tripulación.
Esperamos
en la colina. Esperamos mudos.
El muelle de madera y cemento es un dibujo iluminado,
y la playa plana a los costados,
un espacio vacío, visitado por resplandores lunáticos.
Ni una sombra, nada, relámpagos,
arriba
y a la distancia, un silencio
enorme como el miedo.
El resto es desprecio.
El desprecio se cultiva.
El desprecio es la única planta
que se traga al miedo.
Pero consideremos, por respeto, al humor del comensal:
las escaras del muelle, chatas,
infladas de parásitos, de lombrices, de larvas encerradas
que apolillan la materia y los bajíos,
los revoques de urgencia,
la prosperidad de temporada,
y los caprichos de la gravedad: marea alta y bandazos,
oleadas y bandazos
que el comensal apunta, y suma a los escapes de un gas
que pica en los ojos, la nariz,
arruina el aliento…
¿es un pozo, un osario?
Al fondo
del muelle,
entre los cascotes derrumbados y las gaviotas muertas,
a unos doscientos metros de la costa,
crece un tumor.
Es la carta robada.
Los pescadores todavía silban una martingala afantasmada,
compuesta
para intimidar suicidas.
El
cartel de neón chisporrotea GAN A, CIA,
o GANCIA eventualmente:
sobre la trayectoria estacional
de la arena
se acumulan intensidades y un falso punto de vista.
El mar es mi casa, los muertos no
están muertos.
Los años pasaron desde entonces.
La ciudad está ahí.
Los restoranes cierran a las ocho. El casino no cierra.
Hay negocios vacíos y otros
clausurados.
Hay autos abandonados y calles vacías.
Hay vías de tren abandonadas,
solares quemados por el frío, y al sur, entre el puerto y el faro,
bajando desde Alem, una ruta brumosa se
estira,
camino al chaparral que algunos, exagerando,
llaman infierno.
Es necesario acelerar, ajustar las luces altas,
cambiar de ángulo y foco.
En el infierno flamea la bandera roja.
Pero como el marinero polaco,
yo no quiero ahogarme, sino nadar hasta hundirme.
Sobrevivir a nuestras catástrofes es una prueba de canalla.
¿Quién lo duda?
¿Los viejos?
Para un viejo nada es
contemporáneo.
Y acá, en el balneario, no hay
más que viejos
convertidos
a la utopía de un verano eterno.
Selección
de textos y fotos jmp (de los libros El grano del invierno, 1994; El espía,
1997; Calor quieto, 2000. Todos editados por Libros de Tierra Firme, Buenos
Aires, Argentina)
Pablo
Chacón (Mar del Plata, 27 de diciembre de 1960 - 1 de enero de 2018)