martes, 29 de junio de 2021

DANIEL GAYOSO Vive una enorme mujer en un hogar pequeñito




 

LAUREL

(Un divertimento)

 

 

Laura -que deriva de laurel: “victoriosa, triunfante”- es el nombre de mi hija.

A su entusiasmo por inventar conmigo juegos de imágenes, palabras y un reloj de arena

debo este libro, escrito a sus doce y publicado ahora, seis años después.

Para seguir alegrándonos de poesía.

 

“Por juego, por simple juego”

Conrado Nalé Roxlo

 

 

 

Vive una enorme mujer

en un hogar pequeñito,

y asoma por el tejado

su mirada de infinito.

 

 

 

Hay una brecha en mi casa

por donde pasan vecinos,

ciegos, parientes difuntos

y, cuando puedo, yo mismo.

 

 

 

Sacando agua del pozo,

vio acercarse por el llano

a un jinete, a dos, a diez…

Cien bebieron, endiablados.

 

 

 

En época de sombreros

los había que iban solos,

creando sus propios dueños

limpios, bonitos y cómodos.

 

 

 

Vagando por Buenos Aires

va un ciego con una silla.

Y se sienta en donde debe,

según su punto de vista.

 

 

 

Sólo las ruedas llegaron

del viejo sulky. Perdieron

demasiado en ese viaje...

Pero bueno, se lucieron.

 

 

 

Arribó el explorador

al sitio que más ansiaba.

Muy solo, sin provisiones

y jactándose por nada.

 

 

 

Saludaba a su reflejo

en vidrieras de cafés,

y una imagen le repuso:

¡Muy buenas! ¿Quién es usted?

 

 

 

Las escaleras trepaba

de joven, y descendía

de viejo, a la nochecita.

Nunca al revés: se moría.

 

 

 

Alto en la gran biblioteca,

ordena libros el viejo.

No hay escalera visible,

ni par de alas. Hay celo.

 

 

 

¿Qué es lo mejor que puedo

hacer por mí?” En un instante

dudó, sonrió y se elevó

sobre las nubes, el ángel.

 

 

 

Cuando las inundaciones,

el pintor impresionista

sale a buscar más reflejos

con su paleta altruista.

 

 

 

Como yo no soy mis versos

a mí nunca me publican;

no me compran, ni me hojean

y en las aulas no me explican.

 

 

 

Mi estado mayor de búhos

reúno al irme a dormir.

Y les doy orden severa:

que alejen el porvenir.

 

 

 

Como hecha a la medida

de los ensueños más leves,

ay vejez... ¡una casita

donde no quepa la muerte!

 

 

 

Las pesas de mi balanza

no bastan para medir

cuánto me agobia esa luz

que inventas al sonreír.

 

 

 

Mi mano sabe la ciencia

de tender conos de sombra.

La vuelvo hacia a mí y descanso

del mundo cuando me nombra.

 

 

 

¿Sale fuego de ese frente

y enciende el árbol contiguo?

¿O es otra cosa, el antiguo

y enrojecido poniente?

 

 

 

Conversando con mis gatos

me ronronearon que sí:

ellos son dobles de riesgo

de amigos que yo perdí.

 

 

 

Rabanitos hay que crecen

suspendidos en el viento.

Pero el quintero, sensato,

les manda bajar al huerto.

 

 

 

Aquel velero fantasma

ya no tiene tripulantes,

sólo uniformes en pie

dejando que el viento mande.

 

 

 

Hoy soñé con papparazzi

que trepaban por mi casa

para llevarse el secreto

de que a mí nada me pasa.

 

 

 

De noche, por la ventana,

él  remontaba un cometa

que se encontraba con otro

bajo la luna... ¡El de ella!

 

 

 

Ya no se usan paraguas;

sí en cambio una cerradura

que abre la puerta de un aire

donde no cae gota alguna.

 

 

 

Las mariposas buscaron

el rostro de un granadero,

y allí mismo se obligaron

a un descanso más severo.

 

 

 

Cuando era San Valentín,

ramo de flores en mano,

salió un bobo al campo llano

a buscar novia por fin.

 

 

 

Esa triste senda de árboles

hasta la casa vacía

donde suspira una carta

de amor fatal… no es la mía.

 

 

 

Cuando él habla con la gente,

copia sus gestos y hábitos,

voces, frases, emociones…

Hoy empezó con los pájaros.

 

 

 

Días iguales los días

que demoran en marcharse,

que siempre se olvidan de algo

para poder desandarse.

 

 

 

Vaciamos nuestro galpón

de todo lo estrafalario,

para que sea refugio

de algún dragón solitario.

 

 

 

En la catedral de Burgos

se dice que hay escondida

una capillita agreste,

y la buscan noche y día.

 

 

 

Tomé una taza de tilo

releyendo un papel viejo.

Y aquí me ves, con mi furia

cautiva de un lento espejo.

 

 

 

¡Máscaras, máscaras, máscaras!

Y la verdad sepultada.

Los pies del baile la llaman,

ella nunca dice nada.

 

 

 

A veces los sentimientos

pasan de largo por mí,

tal como el viento lo haría

si yo no estuviese aquí.

 

 

 

Como si usara unos lentes

de insólita graduación,

a las cosas de esta vida

las ve como nunca son.

 

 

 

Abrió la puerta al llamado

y nadie se presentó.

Cuando la hubo cerrado,

con nadie a solas charló.

 

 

 

Mi mente es la llavecita

que me libera y encierra,

que me encierra y me libera

hasta que no haya más celda.

 

 

 

Las aves hoy no vinieron;

es que no tienen palabra.

Y yo con cuaderno y lápiz

para robarles un ala.

 

 

 

De aquel circo ni cenizas.

Por los caminos del humo

van artistas y animales

y yo también, que era el público.

 

 

 

Sentados bajo la parra

que hubo una vez, recordamos.

Y de oficio la cuadrícula

nos guía por la nostalgia. 

 

 

 

Ruega el llorón a la brisa

que se olvide de soplar;

airecito en sus pestañas

si no es el mar es la mar.

 

 

 

Banquero soy y me presto

monedas de ser feliz

que se vuelven moneditas,

brillos, nada y las perdí.

 

 

 

Sin el anillo famoso

que usaba el rey Salomón

hoy hablé con mi mesita

de luz, de una pasión.

 

 

 

¿Sabrán hacia dónde nadan

los peces de enciclopedia?

¿O la fama trae la duda

y la duda es cosa eterna?

 

 

 

Es temible su agudeza

como la de un alfiler,

estoque o punta de lanza.

No sabe hacerse querer.

 

 

 

Retirado en mis desiertos,

escribo planes de guerra

que el buen juicio de los vientos

echa a volar por la tierra.

 

 

 

Acordaban algún tango

y empezaban a bailar.

Despacio, nada de música,

sintiéndose respirar.

 

 

 

De todas las vanidades

hay apagón general;

pero que nadie se alarme…

Es esta la Realidad.

 

 

 

Un libro en papel laurel,

que han editado en París,

se hojea lento a sí mismo

con sus manos de raíz.

 

 

 

Con este dibujo borro

cierto dibujo anterior

que a su vez borraba otro.

¿Y el primer dibujo? Yo.

 

 

 

La mía es casa de pájaros

y ya no cabe más nadie.

A veces entre las sombras

se lo ve al dueño, que es aire.

 

 

 

Tenía una flor de oro

pero el secreto guardó,

y admirándola en silencio

todas las manos ganó.

 

 

 

 

 

Laurel (Un divertimento), libro inédito de Daniel Gayoso (Buenos Aires, 1957) / Fotos: jmp

martes, 22 de junio de 2021

JUAN FORN Nadar de noche



NADAR DE NOCHE

 

         Era demasiado tarde para estar despierto, especialmente en una casa prestada y a oscuras. Afuera, en el jardín, los grillos convocaban empecinados y furiosos la lluvia, y él se preguntó cómo podían dormir en los cuartos de arriba su mujer y su hijita con ese murmullo ensordecedor.
         Tenía insomnio, estaba en pantalones cortos, sentado frente al ventanal abierto que daba a la terraza y al jardín. Las únicas luces prendidas eran los focos adentro de la pileta, pero la luz ondulada por el agua no conseguía matar del todo la sensación de estar en una casa ajena, el malestar indefinible con aquel simulacro de vacaciones. Porque, en realidad, no estaba ahí descansando sino trabajando. Aunque el trabajo no implicase ningún esfuerzo en particular, aunque no tuviese que hacer nada, salvo vivir en esa casa con su mujer y su hija y disfrutar las posesiones de su amigo Félix, mientras éste y Ruth remontaban el Nilo y gastaban fortunas en rollos de fotos y guías egipcios sin dientes, a cuenta de una revista de viajes italiana.
         Para calmarse, para atraer el sueño, pensó que no Iba a pisar Buenos Aires en todo el mes. Viviría en pantalones cortos y sin afeitarse, cortaría el pasto, cuidaría la pileta, vería videos y escucharía música mientras su hija crecía delante de sus ojos y su mujer inventaba postres raros en la cocina. Y en todo ese tiempo quizá le dejaran algún mensaje mínimamente estimulante, o al menos catastrófico, en el contestador automático de su departamento.
         Mientras tanto, a lo mejor Félix y Ruth decidían prolongar su viaje un mes más, o tenían un accidente, o se enamoraban los dos de un mismo Efebo andrógino y analfabeto en Alejandría. Un mes podía ser mucho tiempo en algunos lugares; un mes podía ser casi una vida. Para su hijita, por ejemplo. Tenía que empezar a vivir al ritmo de ella, como le había dicho su mujer. Día por día, hora por hora, lentamente. Tenía que asumir la paternidad de una vez, como dirían Félix y Ruth, si es que no lo habían dicho.
         Entonces oyó la puerta. No el timbre sino dos golpecitos suaves, corteses, casi conscientes de la hora que era. Cada casa tiene su lógica, y sus leyes son más elocuentes de noche, cuando las cosas ocurren sin paliativos sonoros. Él no miró el reloj, ni se sorprendió, ni pensó que los golpes eran imaginación suya. Simplemente se levantó, sin prender ninguna luz a su paso y cuando abrió la puerta se encontró con su padre parado delante de él. No lo veía desde que había muerto. Y, en ese momento, supo incongruentemente que ya se había hecho a la idea de no verlo nunca más.
         Su padre tenía puesto un impermeable cerrado hasta arriba y el pelo tan abundante y bien peinado como siempre, pero totalmente blanco. Nunca habían sido muy expresivos entre ellos. Él dijo: “Papá, qué sorpresa”, pero no se movió hasta que su padre preguntó sonriendo:
         –¿Se puede pasar?
         –Sí, claro. Por supuesto.
         El padre cruzó el living a oscuras y el ventanal abierto y fue a sentarse en una de las reposeras de la terraza. Desde allá miró hacia adentro, lo llamó con la mano y tocó la reposera vacía a su lado. Él salió obedientemente a la terraza. Dijo:
         –Dame el impermeable, si querés ¿Te traigo algo para tomar?
         El padre negó con la cabeza. Después se estiró todo lo que pudo y respiró hondo sin perder la sonrisa.
         –Va a llover en cualquier momento –dijo–. Qué maravilla. ¿De día es así, también?
         –Mejor. Para Marisa y la beba, especialmente.
         –Marisa, y la beba. Debés tener un montón de cosas para contarme, ¿no?
         Él sintió que se le aflojaba apenas la mandíbula. En los sueños en que volvía a verlo, su padre siempre estaba al tanto de todo lo que les había pasado a ellos en su ausencia.
         –Sí, claro –dijo–. Supongo que sí.
         –Por supuesto, no pretendo que me pongas al día con las noticias. Obviemos la política, el trabajo, el mundo en general, si es posible. Las cosas domésticas, me interesan. Tus hermanas, vos, Marisa, la Beba. Esas cosas.
         A él le sorprendió que mencionara la palabra domésticas. Y mucho más aún que hubiese nombrado a todos menos a su madre, pero no supo qué decir.
         –Voy a servirme un whisky ¿Seguro que no querés?
         –No, no, gracias. A propósito, qué buena idea, las luces adentro de la pileta.
         –No es mía –dijo él antes de entrar–. La casa, quiero decir.
         Cuando volvió a aparecer, con un vaso bastante lleno, se frenó detrás de la reposera de su padre y de golpe sintió que todavía no se habían tocado.
         –Yo creí –dijo, desde ese lugar– que vos veías todo lo que pasaba acá, desde donde estabas.
         La cabeza de su padre se movió levemente a uno y otro lado, varias veces.
         –Lamentablemente no. Es bastante distinto de lo que uno se imagina.
         Él miró la pileta y tuvo la sensación de que no controlaba lo que decía ni lo que iba a decir.
         –Si supieras la cantidad de cosas que hice en estos años para vos, pensando que me estabas mirando. –Y se rió un poco, sin alegría pero sin amargura, para vaciarse los pulmones nomás.
         –O sea que no sabés nada de estos cuatro años. Qué increíble.
         El padre se reacomodó en la reposera y lo miró de costado.
         –A lo mejor hay cambios, adonde nos mandan ahora. Si te sirve de consuelo.
         Él lo miró sin entender.
         –Hubo un traslado. Voy a estar en otra parte, a partir de ahora. No sólo yo, muchos más. Las cosas allá no son tan ordenadas como se supone. A veces pasan estos imprevistos. Digo, que esté ahora con vos.
         –¿Y por qué conmigo? ¿Por qué no fuiste a ver a mamá?
         El padre miró un rato la luz ondulante de la pileta. Su cara cambió muy levemente, hubo un ínfimo matiz de tristeza en su inexpresividad.
         –Con tu madre hubiera sido más difícil. Una noche no es tanto tiempo, y yo necesito que me cuentes todo lo que puedas. Con tu madre hablaríamos de otros temas. Del pasado, especialmente, de ella y yo, de muchas cosas buenas que vivimos los dos juntos. Y eso hubiera sido injusto de mi parte.
         Hizo una pausa.
         –Hay ciertas cosas que son técnicamente imposibles en mi estado actual: sentir, por ejemplo. ¿Entendés? En cierta medida, lo que soy esta noche es algo que no tendría ningún valor para tu madre. Con vos, en cambio, es más sencillo, para decirlo de alguna manera. Siempre te ubicaste en una posición panorámica en cuanto a las emociones. Con tu madre, con tus hermanas, con vos mismo. En fin.
         Hizo otra pausa.
         –También pensé que podrías arreglártelas mejor con los sentimientos que te provocará esta visita. A fin de cuentas, yo nunca fui tan importante para vos, ¿no es cierto?
         Él sintió algo que hacía mucho tiempo que no sentía. Una especie de sumisión y de necesidad de oponerse a esa sumisión. Supo de pronto que en los últimos cuatro años no había sido esto que ahora era, nuevamente: hijo de su padre. Fue hasta el borde de la pileta, se sacó los mocasines y se sentó con las piernas dentro del agua.
         –Si no hubieras sido tan importante para mí, entonces no habría hecho las cosas que hice para vos, por vos, en estos años. ¿No se te ocurrió pensar eso?
         –No.
         Él quedó perplejo. La respuesta le había parecido tan rápida y brutal que sonó sincera. Y justamente por eso inverosímil. Cobarde. Casi injusta.
         –Y ahora qué sabés, qué –atinó a decir.
         –Nada-contestó el padre.
         Después se levantó, llevó la reposera hasta el borde de la pileta y se sentó con las manos en los bolsillos.
         –Supongo que no cambia nada. Lo que hiciste, ya lo hiciste. Y me parece que no tiene sentido que te enojes ahora, con vos o conmigo, por eso. ¿No?
         No sólo era inútil, además empezaba a sentir que no le era lícito, frente a la condición de su padre, cuestionar nada, ni permitirse esa insólita belicosidad. La necesidad de oponerse se desvaneció y sólo quedó la sumisión, no ya dirigida a su padre sino a un estado de cosas, a una abstracción obtusa e inabarcable.
         –Es cierto –dijo–. Perdón.
         Se quedaron callados un rato, hasta que él dijo:

         –De todas maneras, exageré un poco. No fueron tantas las cosas que hice pensando en vos.
         El padre soltó una risita.
         –Ya me parecía.
         Un relámpago rajó en dos el fondo del cielo. Cuando sonó el trueno el padre se encogió y su risita volvió a oírse.
         –Ya casi no me acordaba de estas cosas. Es notable cómo funciona la memoria, lo que conserva y lo que deja de lado.
         –Los grillos –dijo él–. ¿Los oís? No me dejaban dormir. Por eso estaba despierto cuando llegaste.
         Después de decir estas palabras dudó ¿Los grillos? Pero lo pensó mejor y prefirió quedarse con la duda.
         –Bueno –dijo el padre con voz muy suave–. A lo nuestro.
         – ¿Puedo preguntarte algo, antes?
         La reposera crujió. Él hizo un esfuerzo para mantenerle la mirada a su padre.
         –Como quieras. Pero ya sabes cómo es eso: una vez que te enteras, difícil que puedas borrártelo de la cabeza. No es una amenaza. Lo digo por vos, simplemente.
         –Sí, ya sé –dijo él. Y preguntó, con voz insegura: –¿Todos van al mismo lugar? ¿No importa lo que haya hecho cada uno?
         –Eso es algo que podría haberte contestado desde los veinte años, más o menos. Siempre sospeché que importaba más en vida que después. En cuanto a la otra pregunta, no es exactamente un lugar, adonde van. Pero sí: todos van al mismo, en la medida en que todos somos relativamente iguales. El modo de vida de tu vecino y el tuyo, por ejemplo, se diferencian tanto como tu estatura y la de él. Son matices, y los matices no cuentan. Digamos que hay, básicamente, sólo dos estados: el tuyo y el mío. Es bastante más complejo, pero no lo entenderías ahora.
         –Entonces vos y yo vamos a encontrarnos de nuevo, en algún momento –dijo él.
         El padre no contestó.
         – ¿Importa algo estar juntos, allá?
         El padre no contestó.
         – ¿Y cómo es? –dijo él.
         El padre desvío los ojos y miró la pileta.

         –Como nadar de noche –dijo. Y las ondulaciones de la luz se reflejaron en su cara. –Como nadar de noche, en una pileta inmensa, sin cansarse.
         Él tomo de un trago el whisky que le quedaba en el vaso y esperó a que llegase al estómago. Después tiró los hielos en la pileta y apoyó el vaso vacío en el borde.
         –¿Algo más? –dijo el padre.
         Él negó con la cabeza. Movió un poco las piernas en el agua y miró la base de la reposera, el impermeable, la cara blandamente atemporal de su padre. Pensó en lo reticentes que habían sido siempre en todo contacto corporal y le parecieron increíblemente ingenuos y artificiales aquellos abrazos en los sueños en que aparecía su padre. Esto era la realidad: todo seguía tal como había sido siempre, y recomenzaba casi en el mismo punto en que quedara interrumpido cuatro años antes. Aunque sólo fuese por una noche.
         -Por dónde querés que empiece –dijo.
         –Por donde quieras. No te preocupes por el tiempo: tenemos toda la noche. Hasta que termines no va a amanecer.
         Él respiró hondo, largó el aire y supo que había entrado en la noche más larga y secreta de su vida. Empezó, por supuesto, hablando de su hija.

 

En Nadar de noche, Emecé cruz del Sur / Página/12, 2011 (1991, Juan Forn)

Juan Forn (Buenos Aires, 5 de noviembre de 1959 - Mar de las Pampas, 20 de junio de 2021) / Foto: jmp


viernes, 11 de junio de 2021

MANUEL SCORZA El rumor de un pueblo que despierta



EPÍSTOLA A LOS POETAS QUE VENDRÁN

 

Tal vez mañana los poetas pregunten
por qué no celebramos la gracia de las muchachas;
tal vez mañana los poetas pregunten
por qué nuestros poemas
eran largas avenidas por donde venía la ardiente cólera.

 

Yo respondo: por todas partes oíamos el llanto,
por todas partes nos cercaba un muro de olas negras.
¿Iba a ser la poesía
una solitaria columna de rocío?

Tenía que ser un relámpago perpetuo.

 

Yo os digo:

mientras alguien padezca,
la rosa no podrá ser bella;
mientras alguien mire al pan con envidia,
el trigo no podrá dormir;
mientras los mendigos lloren de frío en la noche,
mi corazón no sonreirá.

 

Matad a la tristeza, poetas.
Matemos a la tristeza con un palo.
Hay cosas más altas
que llorar el amor de tardes perdidas:
el rumor de un pueblo que despierta
eso es más bello que el rocío.
El metal resplandeciente de su cólera
eso es más bello que la luna.
Un hombre verdaderamente libre,
eso es más bello que el diamante.

 

Porque el hombre ha despertado,

y el fuego ha huido de su cárcel de ceniza

para quemar el mundo donde estuvo la tristeza.

 

 

 

*

 

         La desconocida siguió avanzando. La belleza de su rostro como todo lo efímero y bello, me pareció eterna y al mismo tiempo frágil, irremediable. ¿Por quién venía? ¿A quién buscaba el azul anheloso de sus miradas? Giró el rostro: la medialluvia de sus cabellos negros delató, al ocultarlo, un perfil indecible. Su rostro me encegueció. Y así como por el centro de una ciudad avanza la ira de un motín, hacía mí, sin mirarme caminó ese enigma que me desesperaba.

         Y de pronto la reconocí. Yo la conocía. No sólo la conocía: la había amado más que a ninguna otra mujer. Y ella me había amado más que a ninguno. Y luego la había olvidado hasta no reconocerla.

            Me gusta su relato dijo el Editor, pero en lo que sí coincido con el doctor Díaz es que esta historia, en un momento en que la guerrilla sigue activa en América Latina, no será recibida por la crítica, como se merece, o quizá será silenciada.

         Su voz me sonó como desde el fondo de un precipicio donde eL fastidio había ido arrojando los años usados, inútiles, definitivamente inservibles.

         Yo la había amado. Y la gloria de ese amor, como el encaje de una tela preciosa que reemplaza la ordinariez de un tejido desprestigiado por el uso, había cambiado la mediocridad de mi vida por un imperecedero fulgor. Marie Claire siguió avanzando. ¡Toda ella brillaba: su rostro, sus ojos, su cabellera, el perfil de sus caderas, el contorno de sus piernas, la terquedad de sus senos libres, los pliegues del vestido que sus muslos mordían, caminando! Sentí una quemazón inmemorial. Por entre el pasadizo de las mesas, la miré bellísima, leal, hipócrita, irremplazable. La amaba inmortalmente.

         El Editor la descubrió y las capas de aburrimiento de su rostro se fundieron en una cara tierna, desconocida, infantil. Se levantó sonriendo. Marie Claire le devolvió la sonrisa y avanzó hacia nuestra mesa. Vaca Sagrada también se levantó.

            No creo que usted conozca a Mlle. Saint Jean, nuestro ataché de presse dijo el Editor.

         Marie CIaire me reconoció desconcertada. El azul de sus ojos se salpicó de chispas de oro y luego de chispas de dolor. ¿El hombre es una metáfora provisionalmente vestida de carne o una carne que se nutre de metáforas?

            ¡Santiago!, por fin te vuelvo a ver susurró: ¡Si supieras cuánto te he buscado!

         El Editor la miró desconcertado. Vaca Sagrada, nervioso, trató de sonreír.

            Usted me confunde precisé con dureza. Yo no me llamo Santiago.

         ¡Yo había sufrido tanto por ella! No sólo los dolores, las miserias, las heridas sin cicatriz del abandono. Por ella había dejado de ser lo que era, había desertado de mi verdadera vida, había traicionado lo mejor de mi existencia, ¿podía perdonarla?

            Probablemente me confundo susurró Marie Claire, se parece usted tanto a un Santiago que yo conocí. Hasta era compatriota suyo.

            Yo también tuve un amigo que se llamaba Santiago. Quiso suicidarse en París por una mujer.

         ¡Toda ella brillaba! Y se me sublevó el deseo, los deseos, el tumulto de mis deseos, me acometió la sed de estrujarla, besarla, lamerla, acariciarla, soñarla, maltratarla, rozarla, volverla a amar...

            ¿Y qué sucedió con su amigo?

         La amaba inmortalmente. La odiaba inmortalmente.

            No se suicidó. En el instante en que iba a saltar sobre un puente del Sena, comprendió que ir a luchar por su país y morir por él era mejor que morir por una mujer que lo había traicionado.

            ¿Y usted cree que las Revoluciones no traicionan? preguntó el Editor.

            Los revolucionarios, quizás. Las Revoluciones nunca.

            ¿Y el amor no traiciona? preguntó Marie Claire.

         Miré girasoles cerca, lejos, próximos, ausentes. El destino de los girasoles es rotar alrededor del sol. El destino de los humanos girar alrededor del amor. ¡Ay del girasol o de los humanos enloquecidos que se obstinen en girar contra su sol! ¡Pobres girasoles ciegos dando vueltas y vueltas alrededor de la nada, del no-ser!

            El amor nunca traiciona; algunas mujeres, sí.

            Sólo se traiciona a quienes merecen la traición sentenció Vaca Sagrada.

            ¡Santiago! repitió Marie Claire.

         Y su sonrisa era lago de aguas tristes por donde se alejaban navegando en sus mesas los cuatrocientos comensales, los doce maîtres, Monsieur Lafon, los camareros, el Editor, Vaca Sagrada, todos. Todos menos ella.

            ¡Santiago, yo soy Marie Claire!

         Miré con rencor su belleza irremediable.

            Sin duda es usted Marie Claire. Pero yo no soy ese Santiago.

         Me levanté. Y me fui.

 

 

Lima, setiembre 1981, abril 1982

 

Selección de textos y fotos: jmp, de los libros Poesía incompleta (Universidad Nacional Autónoma de México, primera edición, 1976) y el capítulo XXXIII, “Pero también pudo ocurrir que...”, de la novela La danza inmóvil, Plaza&Janés, España, 1983

Manuel Scorza  (Lima, Perú,  9 de septiembre de 1928 - Madrid, España, 27 de noviembre de 1983)