martes, 2 de enero de 2018

Ricardo Piglia, El Río de la Plata a City Bell




Lunes

     De pie junto a la cama, Lucía se sacó los aros y empezó a desnudarse. Rubia, los pechos firmes, los pezones oscuros, el vello del pubis casi afeitado, como si fuera núbil. Tenía unas manchas blancas en la piel, un leve tatuaje pálido que le cruzaba el cuerpo. Eran marcas de nacimiento, rastros de su vida pasada, que la embellecían aún más.
     —¿Querés así, pichón? —dijo, y se inclinó hacia mí.
     —No necesito nadie que me enseñe nada…
     —Me gustan los hombres que hacen lo que quieren.
     Era como si siempre se estuviera riendo de mí. Me acerqué y empecé a besarla. Una sensación de intimidad que nunca había sentido.

     Al día siguiente nos desveló la claridad de la mañana y ya no pudimos dormir. Habíamos estado despiertos toda la noche; habíamos salido del sueño para hablar, para hacerlo (como decía Lucía). Vamos a hacerlo ahora.
     —Mi hija también tiene estas marcas y no me lo perdona.
     Su cuerpo tenía un destello lunar, parecía disolverse cuando yo entraba en ella.
     —De chica yo también me había acomplejado, pero ahora estoy orgullosa. Mi madre no lo tiene, pero mi abuela sí.
     —Mujeres de piel pálida.
     —Mi abuela decía que teníamos un antepasado esquimal. Imaginate, un esquimal, en la blancura del Ártico… Se pintan la piel con aceite de ballena, rayas y rayas negras y rojas. Nunca dicen su nombre, es un secreto, sólo lo revelan cuando sienten que van a morir.
     —Porque si no sus almas, no tienen paz —improvisé…
     —Querés fumar —dijo después.
     —Estoy fumando
     —Un porrito, gil.
     Ella tenía el cigarrito ya armado en la cartera. Cerrado en una punta y con un finísimo filtro de cartón en la otra, que ella misma había hecho seguramente con mucha paciencia, para que no se mojara la hierba al fumarla.
     —Rovel es simpático. Cuando Vicky se le durmió en la cara casi se muere.
     —Aspira al oído perpetuo… ¿pero cómo sabe que estás casada?
     —Nos vimos un par de veces en Buenos Aires. 
     No dije nada. El aire movía las cortinas blancas, la luz era suave y cálida.
     Desde abajo nos llegaba una música solemne, era Bardi, el noctámbulo que estudiaba Ingeniería y se pasaba las horas escuchando música. Un estudiante crónico, muy introvertido, cada tanto mandaba un telegrama a su casa, en el Chaco, diciendo que había aprobado una materia, pero en años y años no había rendido ninguna. [Mientras se lo contaba,] Lucía terminó de vestirse. Bajamos a comer; la casa estaba tranquila, quieta. Ella salió al patio, miró la ropa tendida, las macetas, el cartel del Club Atenas.
     Me acuerdo que cocinó hígado con cebolla. No teníamos vino, así que almorzamos con ginebra. Ella le ponía soda.
     —No tendría que tomar alcohol — dijo—. Mañana paro.
     Bardi se acercó muy ceremonioso y después de alguna vacilación y varias disculpas se sentó a comer con nosotros porque ya se le había hecho tarde para ir al comedor, que cerraba a las dos. Se la pasaba en Bellas Artes colado en las clases de composición musical. Era muy sistemático y muy apasionado, fue el primero que me hizo escuchar a Olivier Messiaen y el primero que me habló de Charles Ives. Reconstruía la historia de la música siguiendo un orden y escuchaba todas las obras de los músicos que le interesaban, desde el Opus 1 hasta el final. No tocaba ningún instrumento, pero más de una vez lo sorprendí dirigiendo en el aire la orquesta de la obra que escuchaba. Ahora había vuelto a Mahler. Sacaba los discos de la sala de música de la biblioteca de la Universidad, tres discos de larga duración por semana. Quería olvidarse de todo. Odiaba a su padre, un político del Chaco, un verdadero canalla, decía Bardi con voz suave.
     Bardi nunca se recibió, y al año siguiente consiguió trabajo en Casa América, en Buenos Aires, y me acuerdo que una noche, al bajar del tren, me lo encontré en la estación Constitución en la zona de levante de los chongos cerca de los baños y se quedó muy inhibido. Dos o tres meses después se encerró en su departamento y no salió, y dicen que por la ventana tiraba a la calle unos papeles donde decía «Socorro», pero nadie le hizo caso ni leyó los pedidos de auxilio y lo encontraron muerto.
     Pero ese día estaba tranquilo y parecía contento de que estuviéramos comiendo con él. Escuchaba la quinta de Mahler, muy fuerte como era su costumbre. Me parece que ese día yo le estaba aconsejando que fuera a Mar del Plata en la temporada a trabajar en un bar, en un restaurante, en un hotel, durante los meses de verano se podía hacer una diferencia y vivir con eso todo el año. Estaba muy serio y escuchaba con mucha atención y yo me ofrecí a conseguirle algún lugar donde pudiera quedarse a vivir durante algunos meses. Lucía también le daba consejos y enseguida se pusieron de acuerdo en que se podía vivir sin plata, casi sin plata, como los monjes trapenses o los linyeras. Y estábamos ahí conversando, en la cocina, tomando café cuando sonó el teléfono. Lucía se puso lívida y se levantó.
     Salió al patio. Yo tampoco atendí. Lucía, en un costado, cerca de la escalera estaba de espaldas y fumaba. Bardi fue al teléfono y cuando vino no explicó nada… [No era nadie, aclaró, un señor, equivocado]. Era discreto y había comprendido todo sin hablar. Ella volvió a la cocina y se apoyó en la pared. ¿Cómo habían sabido que estaba ahí?, pensé yo. Ella se quedó quieta, como ausente.
     Fue un ejemplo de lo que Lucía misma llamaba el síntoma de la taza cachada. [Una de esas tacitas de porcelana a las que se le suelta el asa y se las encola y se ve la raya blanca al costado].
     —Hay que manejarme con cuidado. —Movió el codo como si fuera un ala —. Se despega.
     Estábamos en La Modelo, amplia y tranquila a esa hora de la tarde, y fue ahí donde apareció la metáfora de la vajilla quebrada.
     —Era muy chica cuando tuve a mi hija y ahora ella está más pegada al padre que a mí.
     A los cinco años, la hija ya estaba tomando clases de equitación. Al marido le parecía elegante, según Lucía.
     Me dijo que tenía la sensación de que el tiempo se le iba de las manos, las horas perdidas la abrumaban. No esto, me dijo, esto es al revés, cuánto hacía que estábamos juntos…, una noche y parecía que hiciera semanas. Ojalá pudiéramos detener el tiempo, dijo de pronto.
     Se tomaba todo en serio, menos su propia vida. Quería hacer la tesis con Agoglia sobre Simone Weil. Yo pensaba irme a vivir a Buenos Aires, trabajaba con mi abuelo, pero podía conseguir un puesto en El Mundo. Estoy escribiendo notas ahora y tengo un amigo en la redacción…
     —¿Qué estás escribiendo?
     —En el suplemento literario…
     —Pornografía de clase media —dijo ella.
     Siempre decía la verdad, decía lo que pensaba. Ya nos habíamos contado nuestras historias personales, las síntesis de la vida de cada uno, los hechos que uno cree que fueron decisivos. Yo había empezado a escribir cuentos en esa época, y estaba un poco perdido, casi a punto de terminar la carrera, sin muchas posibilidades, salvo ese trabajo en el diario. No es así la historia que me hago ahora de aquel tiempo, pero eso era lo que pensaba de mi vida en esos días.
     —Me hubiera gustado estar con un solo hombre, para no tener que volver a contar mi vida de nuevo —me había dicho Lucía. Todo lo que decía me hacía sufrir. Y se daba cuenta. Me agarró la mano.
     —Por qué no nos vamos unos días a Punta Lara…
     —Claro, sí, vamos, ahora que está empezando el verano.
     —Al lado del río. Conozco un lugar ahí.
     Otra vez sentí el ardor de los celos.
     —No, vamos a lo de Dipi, tiene una casa, me la va a prestar.

     Fuimos entonces a la casa de Dipi, cerca de la estación, un largo pasillo y dos piezas [cuartos] altísimas casi sin muebles pero con libros amontonados en todos lados. Dipi estaba en la cama, tomando mate y leyendo con su nueva novia, una japonesa que parecía tener trece años, como todas las novias de Dipi.
     —No es japonesa, es euroasiática —dijo Dipi—. La madre es del Kubán, desierto tártaro, ¿no es cierto, nena?
     La muchacha sonreía y afirmaba. Dipi de vez en cuando, entre mate y mate, tomaba ginebra pero también fumaba y acariciaba a la chica.
     —Lucía, vení, acostate con nosotros —dijo él, y le hizo lugar en la cama. Una de cada lado—. Podés irte vos, nomás… —se reía Dipi.
     Le dio un mate a Lucía.
     —Difícil tomar mate acostada — dijo ella, y se sentó conmigo en la butaca.
     —Trilce se llama, bueno, no se llama, yo le puse ese nombre porque es bella y hermética. En el desierto, escuchen esto, en el desierto los tártaros se sientan ante un ojo de agua para charlar, como los gauchos se sientan frente al fuego.
     —¿Qué gauchos? —dijo Lucía.
     —Los crotos son los únicos gauchos que quedan —dijo Dipi, que se reía como si los chistes fueran de otro.
     Me acuerdo que esa noche nos hizo escuchar el primer simple de los Beatles, con “Love Me Do” y “P. S. I Love You”. Se lo había traído la Lolita euroasiática, que había pasado el verano en Londres con el padre, como contaba entusiasmado Dipi. Todas sus novias y sus amigos eran excepcionales, según él, todos tipos de primera, que le traían las últimas novedades y las últimas noticias y lo tenían al tanto del movimiento del universo sin que él tuviera que moverse de la cama o salir de su pieza.
     De pronto Dipi se levantó desnudo, nos dio la espalda y se puso el pantalón. Ceremonioso, con un brillo astuto en los ojos, se acercó a la japonesa y después me dijo, mirando a Lucía:
     —Te la cambio.
     —Mejor yo me quedo con ella y te lo presto a Emilio —dijo Lucía.
     —Es muy feo —dijo Dipi.
     —A mí me parece muy hermoso — dijo la japonesa—. Tan hermoso que no puedo mirarlo.
     —Graziosissime donne —dijo Dipi —. Estamos siempre en el Decameron —acentuando la primera é, a la italiana —. Miren lo que tengo aquí. —Era una guía de Roma—. Acá nació mi abuelo, cerca de la tumba de Nerón.
     —Es hermosa la tumba —dijo la japonesa, y ahí me di cuenta de que hermosa era una expresión suya, como decir hola o bien.
     Lucía parecía contenta de estar ahí, divertida ante la japonesita con sus expresiones rebuscadas y el «hermoso» en medio de las frases.
     —Qué tumba, si lo enterraron en el campo, en su villa.
     —La hicieron en el siglo III —dijo Dipi—. Porque el espíritu de Nerón se le aparecía al papa Ludovico III y no lo dejaba tranquilo. ¿No es genial? Che, pero qué bien que vinieron a visitarnos, ¿quieren comer algo?
     —Vengo a pedirte un favor.
     —Plata no tengo.
     —La casa esa en Punta Lara, ¿se puede usar?
     —Pero claro, viejo, les doy la llave, está la moto ahí, la moto de Ferreyra, con sidecar y todo. Pueden rajarse a la Patagonia con esa moto. Lucía se había sentado ahora al lado de la japonesa, que seguía desnuda en la cama; le hablaba de cerca y le acariciaba el pelo y se lo acomodaba atrás de la oreja, porque la chica tenía un pelo negro muy hermoso.
     —Viste lo que es eso —dijo Dipi señalando la música que sonaba en su Winco—. Viste lo que hacen esos tipos, son working class, otra que Perry Como. Se terminó la clase media musical, queridos, estamos con el Chango Nieto, con Alberto Castillo, y con los Beatles ragtime de los barrios obreros de Liverpool.

     Eran casi las seis de la tarde, había empezado a oscurecer, yo quería que nos fuéramos directamente a Punta Lara pero Lucía insistió en que pasáramos por la pensión.
     —Me dejé unas cosas allá, unos libros.
     —Compramos todo de nuevo.
     Miró en la cartera.
     —Me deje el porro y unas pastillas.
     Así que fuimos.
     La casa estaba en silencio. Bardi parecía dormir con la puerta cerrada, no había movimiento en ningún lado. En cuanto entramos, Lucía se puso rara, parecía nerviosa, de pronto no la vi y me di cuenta de que había bajado y estaba hablando por teléfono en la cocina. [Había llamado ella y no quise escuchar]. Me pareció que discutía con alguien.
     Al rato vino a la pieza, parecía cortada, medio ausente mientras buscaba sus cosas.
     —Tengo que irme —dijo.
     —¿Cómo sabía él que estabas en casa?
     —Le avisé que iba a estar con vos —dijo ella—. Quiero que la nena sepa siempre dónde estoy…
     —La gente débil hace ver la debilidad de los demás —dije.
     Ella me contestó con una frase precisa y seca, no la voy a repetir. Tenía el infalible instinto de las mujeres inteligentes para calar la comedia masculina. Pienso eso ahora. En ese momento me quedé inmóvil. No quise preguntarle nada, no quería que se justificara.
     —Lástima —dije.
     La terminal era un playón, con los grandes ómnibus estacionados a los costados, sobre la calle. El Río de la Plata a City Bell salía en un rato. Nos sentamos en un banco de madera. Compré una botella de cerveza en un quiosco. Ella prendió un porro y lo fumó bajo la luz. Una música estridente bajaba de los altoparlantes por los que también anunciaban la salida de los ómnibus. Estuvimos ahí, quietos, casi sin hablar.
     —Nunca puedo descansar…
     ¿Dijo eso? No estoy seguro, no era su estilo. Lo único que me falta es escuchar voces, pensé, me acuerdo.
     Parecíamos dos muertos vivos. ¿Qué había pasado? Ya estaba en el pasado. El presente no había durado nada. Ella y su marido hacían destrozos y después volvían a estar juntos. Basta un gesto y el mundo entero se transforma.
     De pronto, de la nada, apareció un mendigo, alto, joven, vestido con sobretodo, sin camisa, los zapatos rotos, las canillas al aire.
     —¿No le sobra una moneda, don? — me dijo.
     Ella lo miró. Era rubio, la piel lívida, una especie de Raskólnikov buscando plata para comprar un hacha.
     —Necesito tomarme un vino.
     Lucía abrió la cartera y sacó un fajo de billetes. Pareció darle toda la plata que tenía. El mendigo se quedó quieto un rato, moviéndose en su lugar y murmurando frases inconexas en una especie de canturreo suave. Después buscó en el saco y le alcanzó una moneda a Lucía, como si quisiera darle también él una limosna.
     —La encontré en un barco hundido —dijo—. Es un dracma. Trae suerte. — La miró serio—. Ando siempre por acá, por cualquier cosa que precise…
     Se alejó, murmurando, con las dos manos en los bolsillos del abrigo y se perdió en la oscuridad de la noche.
     En ese momento llegó el ómnibus, Lucía se levantó y se acercó al conductor, que recibía los boletos parado junto a la puerta abierta. Ella esperó un momento y antes de subir me dio un beso.
     —Las cosas son así, pichón —dijo.
     Después me abrió la mano y me dio la moneda griega. El ómnibus arrancó y empezó a alejarse y yo me quede ahí.
     El mendigo volvió a entrar a la estación y dio unas vueltas antes de acercarse a otra pareja sentada en el fondo y pedirles algo.
     Todavía tengo la moneda conmigo. La moneda de la suerte según Raskólnikov. La tiro al aire, a veces, todavía, cuando tengo que tomar una decisión difícil.


En Los diarios de Emilio Renzi. Años de formación, Anagrama 2015.

Ricardo Emilio Piglia Renzi (Adrogué, Buenos Aires, 24 de noviembre de 1941 – Buenos Aires, 6 de enero de 2017).

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