martes, 3 de enero de 2017

John Berger, Cuando lloramos la muerte de alguien, lo que lamentamos es la pérdida de sus esperanzas


UNA VEZ EN UN POEMA

     Los poemas no se parecen a los cuentos, ni tan siquiera cuando son narrativos. Todos los cuentos tratan de batallas, de un tipo o de otro, que terminan en victoria y derrota. Todo avanza hacia el final, cuando habremos de enterarnos del desenlace.
     Indiferentes al desenlace, los poemas cruzan los campos de batalla, socorriendo al herido, escuchando los monólogos delirantes del triunfo y del espanto. Procuran un tipo de paz. No por la hipnosis o la confianza fácil, sino por el reconocimiento y la promesa de que lo que se ha experimentado no puede desaparecer como si nunca hubiera existido. Y, sin embargo, la promesa no es la de un monumento. (¿Quién quiere monumentos en el campo de batalla?) La promesa es que el lenguaje ha reconocido, ha dado cobijo, a la experiencia que lo necesitaba, lo pedía a gritos.
     Los poemas están más cerca de las oraciones que los cuentos, pero en la poesía no hay nadie detrás del lenguaje que se recita. Es el propio lenguaje el que tiene que oír y agradecer. Para el poeta religioso, la Palabra es el primer atributo de Dios. En toda la poesía, las palabras son una presencia antes de ser medios de comunicación.
     No obstante, la poesía utiliza las mismas palabras y, más o menos, la misma sintaxis que, por ejemplo, el informe anual de una empresa multinacional. (Empresas que preparan, para su propio provecho, los más terribles  campos de batalla del mundo moderno). ¿Qué hace entonces la poesía para transformar tanto el lenguaje que, en lugar de limitarse a comunicar información, escucha y promete y desempeña el papel de un dios?
     El que un poema use las mismas palabras que el informe de una multinacional no es más significativo que el hecho de que un faro y una celda de prisión puedan estar construidos con piedras de la misma cantera, unidas con la misma argamasa. Todo depende de la relación entre las palabras. Y la suma total de todas esas relaciones posibles depende de la manera en la que el escritor se relaciona con el lenguaje, no como vocabulario, no como sintaxis, ni siquiera como estructura, sino como un principio y una presencia.
     El poeta sitúa el lenguaje fuera del alcance del tiempo; o, más exactamente, el poeta se aproxima al lenguaje como si fuera un lugar, un punto de encuentro,  en donde el tiempo no tiene finalidad, en donde el propio tiempo queda absorbido y dominado.
     La poesía habla, con frecuencia, de su propia inmortalidad, y esta reivindicación es mucho más trascendente que la de un poeta determinado perteneciente a una historia cultural determinada. No debe confundirse aquí la inmortalidad con la fama póstuma.  La poesía puede hablar de inmortalidad porque se abandona al lenguaje en la creencia de  que el lenguaje abraza toda experiencia, pasada, presente y futura.
     Seria engañoso hablar de la promesa de la poesía, pues una promesa se proyecta en el  futuro, y es precisamente la coexistencia del futuro, el presente y el  pasado lo que propone la poesía.
     A una promesa que afecta el presente y al pasado tanto como al futuro mejor la llamaríamos certeza. 


LO QUE NOS ASOMBRA

Lo que nos asombra no pueden ser
vestigios de lo que ha sido.
El mañana, aún ciego,
avanza lentamente.
La luz y la visión
corren a encontrarse
y de su abrazo
nace el día
con los ojos abiertos,
alto como un potro.
El río rumoroso
abraza a la niebla
todavía un momento.
Las cumbres cantan
en el cielo.
Para y escucha
las ordeñadoras mecánicas
pensadas para mamar como potrillos.
Con las primeras luces
las colinas arboladas calculan
su pendiente.
El camionero toma la carretera
del puerto de montaña que le lleva
inesperadamente
por su propia familiaridad
hacia otra patria.
Pronto la hierba será
más cálida
que los cuernos de la vaca.
Lo asombroso llega
hasta nosotros,
escoltando a la muerte y a la vida


En: “Y nuestros rostros, mi vida, breves como fotos”, Hermann Blume, España, 1986 (primera edición inglesa, 1984). Traducción: Pilar Vázquez Álvarez.
John Berger (Londres, Inglaterra, 5 de noviembre de 1926 – París, Francia, 2 de enero de 2017). Foto: Jmp

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