martes, 24 de julio de 2018

FLOR CANOSA Cuando me enamoré por primera vez



     Cuando me enamoré por primera vez ni siquiera existía el celular. Bueno, no es que nací en 1950, pero el celular era apenas un aparato molesto para recibir llamados de laburo. De hecho, recién en 1998 conocí internet como esa forma incómoda de conectarse a algo que no tenía casi contenido un par de minutos ruidosos después de la medianoche.
     Cuando me enamoré por segunda vez, fue totalmente analógico. Luego, mi novio compró celulares idénticos (con sólo el último dígito de diferencia en el número de línea) con el cual podía mandar mensajes de texto y jugar a la viborita. También nos chateábamos por MSN.
     La tercera vez ya existía Facebook, WhatsApp estaba en pañales y los fantasmas que me acecharon al principio de la relación a mí (los de los likes indeseados, los comentarios con doble sentido, los inbox sospechosos), enfermedad que curé en mi propio cuerpo, luego se convirtieron en un cáncer que devoró la relación.
     En el medio, toda la reflexión sobre los perfiles sospechosamente cerrados, la falta de hora de conexión, el "visto" clavado como una daga en el corazón mismo de las propias inseguridades e incluso los posteos que desnudan identidades reconocibles para un otro, que de pronto desbloquea verdades incómodas. Sí, me ha pasado de escribir algo y que otra mujer reconozca al destinatario y así develar toda una complicada y estúpida trama de engaños absolutamente innecesarios. ¿Por qué tengo que volver a una adolescencia 2.0, si en mi propia adolescencia el problema mayor era que no sonara el teléfono de línea o que hayamos equivocado la esquina donde quedamos vernos, sin posibilidad de avisarnos lo contrario? ¿Por qué a casi 40 años de edad tengo que sufrir por un "me encanta" o especular si vio o no vio lo que le escribí o sufrir por una respuesta que se demora media hora porque me acostumbré a que fuera instantánea?
     Ahora, aunque el stalkeo está a un clic de distancia, aunque parece inevitable mirar de reojo el WhatsApp que llega a las dos de la madrugada, ya todo eso me es indiferente.
     Quizás es lo cíclico de transitar la segunda mitad de la vida y comprender que las cosas suceden a pesar de los dispositivos y, aunque puedan ser más fácilmente propiciadas por la tecnología que une a personas con sus fantasías, que favorece el chichoneo virtual y el ratoneo digital y la trampa algorítmica, las cosas pasan o no pasan a pesar de todo eso.
     Que sea fácil no significa que queramos hacerlo. Si queremos hacerlo, si queremos traicionar o lastimar o ignorar u ocultar, no importa el modelo de celular que tengamos ni cómo usemos el visto, la etiqueta en la foto, la indirecta virtual.
     La culpa no es de los medios digitales, siguen siendo las personalidades las que, siendo analógicas, se obligan a la dependencia de un apéndice que nos acerca para alejarnos.
     Amo la tecnología por sobre muchas otras cosas, pero odio lo que muchas veces hizo con nosotros. Odio la clase de monstruo en que nos puede convertir si dejamos que su interfaz se conecte erróneamente en el peor de nuestros puertos.

     Puedo decir "te quiero" en un mensaje, pero todavía no logré decirlo mirando a los ojos.


Flor Canosa (Buenos Aires, 11 de octubre de 1978). Escritora.
Foto: Adolfo Rozenfeld.

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