EL DESCENSO
El
descenso nos llama
como nos llamaba el ascenso.
La memoria es una especie
de consumación,
una suerte de renovación,
incluso
de inicio, pues los espacios que abre son lugares nuevos
habitados por hordas
de especies
hasta entonces impensadas;
y sus movimientos
se orientan hacia nuevos objetivos
(aun cuando antes hayan sido abandonados).
como nos llamaba el ascenso.
La memoria es una especie
de consumación,
una suerte de renovación,
incluso
de inicio, pues los espacios que abre son lugares nuevos
habitados por hordas
de especies
hasta entonces impensadas;
y sus movimientos
se orientan hacia nuevos objetivos
(aun cuando antes hayan sido abandonados).
Ninguna derrota es enteramente una derrota, pues
el mundo que abre es siempre un sitio
hasta entonces
insospechado. Un
mundo perdido,
un mundo insospechado,
abre paso a nuevos lugares
y no hay blancura (perdida) tan blanca como el recuerdo
de la blancura .
Con el atardecer, el amor despierta
aunque sus sombras
—que dependen
de la luz del sol—
se adormecen y se apartan
del deseo .
Despierta así un amor
sin sombras
que ha de crecer
con la noche.
Surgido de la desesperación,
inconcluso,
el descenso
despierta aun nuevo mundo
que es el reverso
de la desesperación.
Para lo que no podemos lograr, lo que
se niega al amor,
lo que perdimos por anticiparnos,
se abre un descenso
sin fin, e indestructible .
LA HOSTIA
De acuerdo
a sus necesidades,
este alto predicador negro
(a una mesa separada del
resto de su grupo);
estas
dos jóvenes monjas irlandesas
(a describir más adelante)
y este anglicano canoso han venido,
tontamente,
a compartir la hostia servida para
ellos
(y para mí)
por
las cansadas camareras.
Es la
necesidad común
(ya que todos debemos comer)
la que vuelve sagrado
todo esto.
A la
hora de rezar, los ayudantes
del predicador son más abiertos
aunque lo hacen en voz
baja,
como
se espera
en un lugar
público. Las monjas,
de
perfil, van de negro.
El clérigo cena solo.
Su cabeza inclinada revela
un
mechón rebelde
en su coronilla.
No me
canso de mirar.
Los predicadores comen bien:
ostras fritas, y cuanto hay
en el
bar, digno de una estación ferroviaria.
Las hermanas terminan pronto. Uno mira
fijamente al irse,
bajo
sus cejas resueltas descubro
unos ojos azules.
Yo tengo los ojos
marrones
y una boca menos rígida.
No hay
nada de comer,
sino el cuerpo de Cristo,
sin importar dónde se
busque.
Las benditas
plantas
y el mar lo entregan
intacto a la imaginación.
Y es así
como se hace
real,
para amargura
de las
pobres bestias
que sufren y mueren
para que vivamos.
Los predicadores,
bien alimentados,
las monjas de ojos brillantes y boca
sin labios,
el alto
y
canoso anglicano,
lo proclaman con su apetito,
lo mismo que yo, mientras
mastico
con mis dientes gastados:
el Señor es mi pastor,
nada me faltará.
No importa
lo bien que coman
qué tan delicadamente
se lleven la comida a la boca,
¡todo
sucede
de acuerdo a la imaginación!
¡Solo
la imaginación
es real! Ellos lo han imaginado,
y así sucede.
De los
predicadores,
piernilargos como corresponde a su
raza,
solo las mujeres, dóciles,
me
sonrieron cuando
les hablé
con los ojos.
Las monjas…
aunque, en realidad,
solo vi un rostro joven
y tapado hasta las cejas.
Sencillamente
eso.
El clérigo, sin duda
formado en una buena
escuela,
fue
quien más me interesó:
alguien con quien
se podría conversar.
Nadie estaba
allí
sino por
la comida. Quedo solo yo,
siendo
poeta,
hubiera podido darles.
Pero yo,
para
hablar, solo tenía
mis ojos.
En
La música del desierto y otros poemas (1954), edición bilingüe, Lumen, 2010.
Traducción: Juan Antonio Montiel.
William
Carlos Williams (Rutherford, Nueva Jersey, EEUU, 17 de septiembre de 1883 – 4
de marzo de 1963). Fotos: Jmp
2 comentarios:
Este poeta me parece sensacional! Muchas gracias
Capo, sí.
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