jueves, 6 de diciembre de 2018

RUBÉN RECHES Nadie nos enseñó a dejar de remar




ARRABAL DE ESPERAS
(1984)

MORIBUNDO…

Moribundo: antes que vengan a coser tus párpados,
antes que el falso nudo se deshaga en el pañuelo
y que las ondas desaparezcan del agua,
querés repetirte con fuerza –como quien memoriza-
el nombre del lugar en donde estuviste y del que te vas.

Pero ya no lográs saber qué fue esa zona
que vos creías tan imperial y populosa
como el país de nada del que, aun viajando, siempre sos ciudadano.
Ante tus ojos ya más de carne que de vidrio
tu única migración se ha reducido a unas palabras empobrecidas y a una pieza.

Ahora que vienen a coser tus párpados
podés correr a gusto por toda la tierra de tu memoria,
pero no te basta eso para determinar qué fue esa luz que te parecía sola e infinita,
qué esas estrellas, ese humo, esas dos manos tuyas,
qué ese acordeón y esa madre.

Ahora te parece posible encerrar a toda aquella variedad en un frasco.
Ahora te parece que podrías ver todos los mares, todos los árboles y las fiestas 
con solo mirar una vez a través de un orificio del diámetro de un clavo 
practicado en tu tumba.

Pero igual querés gritar de una vez el nombre de la gota de la que empezás a caer,
por un desafío parecido al que hincha las venas
del hombre de nuez y de brazos desnudos,
de pie en ese arrabal de esferas,
que vocifera y vence a otros con palabras;
pero no podés, no podés, moribundo.

Incluso ahora que estés muerto, cuando vuelvas
a tu larga costumbre de no ser nada,
en el instante luego del último punto dado a tus párpados,
recordarás, sí, cada uno de tus milenios idos
y tendrás la exacta clarividencia de todo tu inagotable porvenir,
pero este episodio ínfimo de luz aun del pasado se borrará.

Y no vas a gritar el nombre de la pintada selva
que –última lágrima o fruta inmensas– todavía pende de tus párpados,
ni te erguirás para el rasguño inesperado al cielo,
en tanto que lo que no sabés nombrar se arranca pausadamente de vos,
desprende de toda tu piel un ala,
y ya no temés que la mariposa esté naciendo,
ya ni la querés nombrar,
ya no sabés, no sabés qué dejás, qué se te va, moribundo.


MIRO TORVAMENTE…

A Guillermo Boido

Miro torvamente al cielo y te cubro
como un mendigo sus fósforos y su botella,
tiempo nuestro, solamente nuestro,
bosque resplandeciente del que la luz parece ya no querer huir,
precisa suma de las manos
que sin cesar trasladan agua y fuego entre tus árboles,
de los rostros que, entre tus paredes de casa infinita,
sueltan sin tregua músicas y bruma,
-todos al fin y al cabo amables cántaros que sólo crecen fuera de la tierra,
que sólo sobre la tierra dan pupilas-,
amada caja de contables brillos y oscuridades,
jardín del instante en donde hay viejos y niños y mujeres con las que hacer sal,
luz, luz que rueda y que desnuda
o luz de las lámparas, más amiga de la voz,
tiempo nuestro, solamente nuestro,
tus costumbres son las únicas justas,
tus ciudades los supremos cofres,
tus piedras las más mudas y grises.
Jamás el universo se hallará mejor que hoy,
ni el sol pesará tan dulcemente sobre la tierra,
ni la madera estuvo así a punto de hablar,
ni duraron tanto las mariposas.
Sólo tu barro se habrá sabido negro,
sólo tus árboles habrán intentado temblar,
sólo tus flores habrán oído pisadas.
El débil país de todas tus palabras,
que no circunda de ningún rumor a la tierra,
hace como los otros que encendían fósforos contra el silencio,
pero se ilumina solo además con el viento.
Por vientos y perfumes y animales desvelados
siempre harán saber las noches más oscuras
que en su sótano frutas penden de ramas,
pero sólo de la tuya se habrá contado que bajó
ella misma junto a quien se confundía y asustaba
a avisarle: “¡Calma! ¡No somos los siglos esfumados!
¡Aquí palpo los volúmenes de oro!”

*-*

Pero nadie prepara tu defensa.
Tus vigías mendigos miran más de un instante al cielo y se duermen;
y se despiertan con la pereza de quien ha hablado con Alguien
que ya marchó sobre la hierba que cubrirá tus ciudades,
que oyó ruidos de insecto, tesoro que vas cayendo al pozo,
de cuando ya no haya pirata que te desentierre.


ENTRA AL CAFÉ…

A Eduardo Álvarez Tuñón

Entra al café iluminado y grande como el salón de fiestas de un barco. Encuentra a sus amigos alrededor de una mesa demasiado estrecha, apiñados en desorden tal como los fue reuniendo el azar de una noche de domingo. Apenas terminan los saludos, se apodera de la palabra. Habla fuerte, refuta con facilidad y lanza datos, argumentos y noticias de última hora con una vivacidad y una memoria asombrosas. Poco a poco el resto se limita a escucharlo, a reír en voz alta de sus bromas más mordaces.
De pronto, el recién llegado se descubre una mancha blanca de polvo en una rodillera del pantalón. No se la limpia, pero no quiere que nadie se la vea y la esconde hundiendo la pierna debajo de la mesa.
Esta mañana estuvo en el cementerio. Se sentó en una tumba, arañó la tierra, se le mojaron de lágrimas las manos y se pegó puñetazos en los muslos. Después, peinándose, empezó a caminar despacio hacia la parada del colectivo.
Ahora, sentado en un local del centro de una ciudad inmensa que dispersó sus cementerios por las lejanas periferias, piensa que nadie, en ese café de los vivos, imaginaría que con él entró allí un poco de tumba.
Cegado por el orgullo que al adolescente da el dolor, cree que haber traído una siembra de muerte adonde los elegantes clamorean o se acurrucan le da algo ya de la ciencia de los ancianos y los moribundos. ¡Y ni siquiera advirtió aún cuántas de las suelas que pisan cada día el centro de la ciudad luminosa tienen pegado pedregullo de cementerio!


YA SON DE LA BRUMA…

A la memoria de mi padre,
Samuel Moisés Reches

Así se sentaron con él en tierra por
siete días y siete noches y ninguno le
hablaba palabra, porque veían que
el dolor era muy grande.
Job 2:13

Ya son de la bruma tus cincuenta años de doblarte sobre las telas
sastre de cabellos blancos,
y el Hoy raspa tu alma como los frenos de un tren.

Quisiste con la aguja fundar una dinastía en el peligro del tiempo
y alzaste para protegerla una fortaleza de chalecos y gabardinas.

Sin ayuda de ángeles, ateo fuerte: con sólo tus manos de leñador que cosían.

Sus habitantes teníamos que morir por orden de aparición.
Todas las cabezas que se amparaban en tu fuerza de niño mendigo debían morir blancas.
Y por eso medías, padre, y por eso enhebrabas, seguro de que así habría de ser,
con la certeza de un sastre que sabe que, si quiere, deja la tela, sale a la calle
y atraviesa de parte a parte un planeta con la aguja.

Mientras tus hijos compraban libros y pelotas tus sufilados los hacían inmortales.
A otros padres se les morían, o se les enfermaban, o se les iban para siempre, pero entonces vos cortabas más, probabas más.
Y sentías en tus manos que, de querer irte a coser a la selva con toda tu familia detrás de tu silla
huirían los animales feroces al solo gesto tuyo de marcar con la tiza el primer casimir.

Alrededor de tu mesa no temíamos a las estrellas.
Éramos diez humanos agraciados. Éramos ricos.
Nos habíamos olvidado de la historia de Job.


A LOS VIEJOS…

A Lydia Szichman

A los viejos les gusta más que a nadie
caminar bajo el sol en el invierno,
tomar a largos sorbos té caliente
y, cuando hay viento afuera, estar adentro.
Si es que se cuece algo en la cocina,
no se quieren mover de ahí los viejos.
Poco antes de que el frio los encierre,
aun sin saber porqué buscan el fuego.
Y por eso a sus días los ocupan
en tal parte calentadores, termos,
carbón, estufas, edredones, gorros,
mañanitas, bufandas y chalecos.


LOS REMEROS

A Daniel Freidemberg

Es tarde. Ya remamos toda el agua del día
y aún golpeamos los remos contra la orilla de la noche
porque nadie nos enseñó a dejar de remar.
Nos sentamos sobre la orilla a soñar con la orilla;
a nuestros pies se agolpan los peces.

Como no sabemos pescar, nos hicieron remeros.

Tenemos ojos hermosos:
verdes como el agua de nuestros países,
rojos como el agua de nuestros países,
amarillos como el cielo de nuestros países.
La gente, maravillada, trata de no aplastarlos cuando nos camina encima.
Pero son ciegos. De todos modos, el único peligro es que se nos quiebre un remo. Entonces caemos. Al agua, a morir, a que los peces nos coman como si fuésemos un pescador. A los peces les gusta imaginar que están comiéndose un pescador.
A nosotros, considerando que un poco antes de morir uno se encuentra siempre al borde de la muerte, también.
Somos muchos. Hay noches en que la orilla se llena de miles de nosotros. Nuestros ojos alumbran en la oscuridad y atraen a los turistas. De unas monedas de ellos, de unas palabras, hacemos fuego y podemos vivir.


OTROS POEMAS

MAMÁ ME ESTÁ PEINANDO

A la memoria de mi madre,
Jane Szichman de Reches

mamá me está peinando vienen horas felices
nos íbamos de compras a tiendas Gath y Chávez
mamá está preparada corra a buscar las llaves
qué poco la recuerdo sin sus cabellos grises

no avisa el peluquero me encaja en la sillita
así lo desplumaban al pollo en la feria
en la foto aparezco rapado cara seria
ojos entrecerrados zapatos con tirita

me decían que duerma que las brujas no estaban
que todas se volaron esa noche a la luna
en la pieza la cama está cerca de la cuna
mi papá se trepaba sobre mamá luchaban

hoy es mi cumpleaños hacen ronda los tíos
el que murió demente la que murió sin pechos
el que murió en la cárcel con los dedos deshechos
dan vueltas baten palmas danzan ritmos judíos

una nena jugamos es ella la invitada
tomá los cubos blancos y prestale los rojos
se abrían y cerraban como puertas sus ojos
su boca era un pianito de madera rosada

muevo la bicicleta se me cae me hiero
empieza a salir sangre de mis rodillas frías
no hay manos que no sean más grandes que las mías
no quiero que me toquen que me curen no quiero

espacio donde hay nidos y donde hay acordeones
luz y luz y mi hermano que es el rey de los vientos
nada hará que mi padre no me cuente sus cuentos
nada hará que mi madre no me cante canciones


AVISÁ

Avisá
que la vida hizo trampa


EL TELÉFONO DE LA CASA PATERNA

                                                                                                                              a la memoria de mis padres
                                                                                                             Jane Szichman y Samuel Moisés Reches


Acabo de cambiar el aparato telefónico.

En la casa de mi infancia,
adonde he vuelto a vivir con mujer e hijos.

Desconectado, entre tornillos y pedazos de cable,
el aparato viejo parece esperar en la mesa del comedor
a que se proceda con él a un baño ritual.

Y ahí se está, como resto de un antiguo naufragio
que ha vuelto a tierra firme y se ha puesto a secar:
pierde su envoltura de cosa de humano
en el breve rato que necesita cualquier objeto depositado por el mar
para secarse de siglos de errar sumergido.

Muy pronto me parece que podría vacilar en decir para qué sirve,
qué fue, si es algo que ya estaba en la casa o si lo acaban de traer,
cuando durante cuarenta años por él llegaban y salían las voces
que tejieron la historia de un continente perdido en el que yo fui hijo,
y mis propios dedos pequeños giraban su disco para llamar a mis amigos de pantalón corto.

Muchas de las escenas centrales de la historia de mi primera familia
se constituyeron a su alrededor y al cabo de un rato se disgregaron,
¡en este caleidoscopio donde cada pedacito de papel es un ser humano!

Por él se anunciaron nacimientos de seres que muy pronto iban a decidir exponer sus pechos a las balas de la tierra.
Por él un día mi madre oyó después de cincuenta años
la voz de su hermano soviético que acababa de llegar a Israel
mientras en otra pieza esperaban su turno de hablar tías y tíos.
-Al volver a la pieza cada uno debía transmitir con la mayor fidelidad
las pocas palabras dichas por el hermano mayor que se había quedado en Moscú porque ya era un hombre y optaba por guerrear
mientras el padre rabino y la madre cuyo vientre había diez veces a luz
decidían emigrar con todos los hijos que pudieran-.
Por él nos felicitaban por casamientos,
-por el de mi hermano primero, por el mío después-.
En los días que precedieron al de mi hermano,
recuerdo las llamadas a la modista, a la confitería, a todo lo que se alquilaba.
Por él dije mis primeras palabras de amor.
Él ocultó el temblor, el enrojecimiento, el rostro demudado
y sólo dejó pasar las palabras casi puras.
Por él mi padre anunció la muerte de mi hermano
después de arrancar su tubo de las manos de mi madre
para abreviar un llamado que los sollozos de mamá rota para siempre
podían prolongar hasta la exasperación.
Por él llamé y me llamaron amigos para decirnos, sin disculpas ni preámbulos,
poemas recién terminados o un verso que acabábamos de modificar en algo,
en días en que no dudábamos, -¡y con cuánta razón entonces!- de la incondicional disponibilidad del otro,
de que al otro ese poema anunciado o ese verso imperfecto
lo habían mantenido en vilo con tanta intensidad como a uno mismo.
Por él circularon conversaciones clandestinas
con sus circunlocuciones y sus claves.
Las de mi hermano comunista primero, y luego, muchos años más tarde, las de yo mismo comunista.

Finalmente, de los cuatro, fui yo quien lo desconectó.

Aunque el balance final de sus días entre nosotros no fue bueno,
lo guardo con respeto junto a las herramientas en la oscuridad de un placard.

Al depositarlo, roza levemente un obstáculo y vuelve a sonar su campanilla.

No descubro razones para que yo quiera sacarlo alguna vez de donde está,
pero me digo que las manos que un día lo hagan
no tendrán motivo para actuar con extrema delicadeza
y la campanilla sonará de nuevo.

Porque él reserva gotas de sonido para cuando yo mismo ya no esté. 


APUNTES EN UN CUADERNO

Lee apuntes del año anterior: impresiones anotadas después de comer con un poeta anciano en un restorán del centro de la ciudad.
Recuerda bien lo que luego escribió con su mano: las dos entradas del local en el fondo de una galería, los rostros del mozo y la cajera, la familiaridad del poeta con otros habitués.
Pero un párrafo lo sorprende: “Cuando salíamos, vimos a un hombre caído junto a una vidriera de la galería. Algunos pocos lo rodeaban. Uno decía: ´Está muerto´. El gran viejo me tomó del brazo para que siguiéramos.”
Recuerda incluso el café bebido más tarde, y que el cielo era gris, y que las palabras de su acompañante le habían dado un bienestar cierto y pasajero. Pero busca y busca y del muerto y de esa gente no logra tener memoria.


En Poesía reunida, Ediciones Ruinas Circulares, Buenos Aires, 2012
Rubén reches (Buenos Aires, 5 de diciembre de 1949 – 6 de diciembre de 2018). Foto: Jmp

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