domingo, 23 de abril de 2017

Alberto Szpunberg, Desde la cima del cometa ella observa cómo los buitres reiteran la tragedia



"Quien no se mueve no sabe que está
encadenado".
Rosa Luxemburgo.


1.
Todo empezó la noche del 20 del 9 del 69:
desde puntos muy dispares de la estepa,
más que dispares, contradictorios, dialécticos,
los astrónomos Churyúmov y Guerasimenko,
de la Academia de Ciencias de la URSS,
descubrieron un mismo eje de fuego que agitaba
de un extremo a otro un cuerpo celestial.
Éste, restallante en la vastedad del infinito,
apetecible por las noches que evocaba,
se volvió cometa de un reguero de ambiciones,
pasión extrema debidamente controlada
por arengas patrióticas y cósmicas medallas.


2.
Cometa ni siquiera imaginado hasta ese instante,
pasó a llamarse Churyúmov-Guerasimenko,
Churyúmov, por él, y Guerasimenko, por ella,
dicho y dicha de no creerse pero decirse amados.
Dotado de acantilados de 1 km de altura,
el Churyúmov-Guerasimenko entró a girar
en la órbita de los mármoles más exaltados,
obras completas, enciclopedias, mausoleos
y ritual de masas tan doméstico como vasto.


4.
Sintiéndose observada por poderosos telescopios,
lentes de esas que escudriñan hasta el alma,
la habitante del cometa Churyúmov–Guerasimenko
no se acostumbró sino que, mejor dicho, acostumbrose 
a ser aire en el aire, hoja ligera al pie de los bosques,
lluvia en los ocres, silencio de cadencias íntimas,
y aprendió a no pensar nunca en voz alta:
votar que sí es siempre el más seguro remitente.


6.
La habitante ahora se oculta en la cueva horadada
por las salvajadas del viento contra la roca.
Al borde del torrente de luz que se despeña
en busca de ríos que recorren el fondo del mar,
ella tira las redes que la capturan a sí misma
y sólo su sombra se escurre por la galaxia.


8.
Para sus emboscadas, la habitante no se oculta
ni se mimetiza con los cielos ni tampoco se agazapa
tras las rocas arrojadas como dados al vacío:
no, "Dios no juega a los dados", ella concede,
y le basta con sentarse a solas en todas las orillas
y zurcir endechas de amor tejidas de espuma.


12.
La habitante sabe a qué antigua lluvia se debe
cada una de las estalactitas que orlan su cueva:
una queda y aberrante y niebla espesa
comienza a desgarrarse entre sus pechos,
cortezas maceradas en un mortero sin fondo,
pezones turgentes que, en su propio desafío,
añoran osados recuerdos libertarios.


17.
La habitante observa confundida las montañas
en la fosa abisal que, sin regreso, lleva al mar:
"gracias por tanta belleza", dice, pero no sabe
que sólo se trata de una humildad rudimentaria
y todo lo demás es nocturnidad y alevosía:
abandonada en los charcos por arcaicas mareas,
la lluvia huele a nostalgia de humanidad.


22.
Desde la cima del cometa ella observa
cómo los buitres reiteran la tragedia:
un sudario de trigo para los muertos de hambre
y turbios arroyos para los muertos de sed:
megaterios venidos a menos por abuso de grandeza 
rechinan con rabia sus propios engranajes,
mientras desconcertados, boquiabiertos,
barato se cotizan los pobres, regalados.


26.
En cuclillas, con su mortero entre los muslos,
a la espera de que cuajen las mieles del otoño,
la habitante macera las pócimas más ocres:
como si el tiempo encauzase en su savia
nervaduras por las cuales ronda ya la muerte.


31.
Se asoma a sí misma, se recorre por los bordes,
relame cicatrices ganadas en vencidas rebeliones:
más viento que ceniza, la brasa se enciende
y siembra chispazos de luz en la memoria.
Deseada por todas las ausencias, la habitante
ahora añora un planeta donde el amor se hacía.


33.
Ni ella imaginó tan nocturna desmesura,
ese viento que se pasea entre los árboles.
Todos los guerreros la desearon sin saberlo,
y desgajaron las cortezas hasta la tentación
de grabar un corazón a punta de cuchillo.


36.
La cola del cometa se extingue cuanto antes,
finísimo el fuego del horizonte que se apaga.
En fila, ante la fosa, algunos derrotados
alcanzan a mirar el cielo, deslumbrados
por un reguero de luz urgido por la noche:
nada más que nada es la misma eternidad
de los que van a morir y aún se sorprenden.

Se expande la estampida de un tiro de gracia
y la habitante se estremece: son las descargas.


39.
Olvidada en la cueva más cerrada, la habitante
descubre la criminal conjura de los camaradas:
educados, ancianos, eternos, los muertos
reposan en los intersticios al pie del murallón,
y el paso firme de los centinelas recuerda
que ni los mismos muertos podrán escapar.
El Churyúmov–Guerasimenko, cada 6,4 años,
se acerca a la Tierra sugestivamente puntual.


41.
Ella se sienta en una de las mesas de la vereda
y el saludo es un pájaro asustado entre sus manos.
Churyúmov y Guerasimenko, en cambio, sonríen
en un gesto sólo perceptible para esos hombres
que, con sus faldones largos, doblan la esquina
y se distribuyen en la calle según lo establecido.


42.
Nadie ha visto a la habitante del cometa,
excepto quienes la buscan hasta encontrarla:
al ponerse de pie para entregarse, es evidente
cuanta ferocidad nos acarreó el futuro.

Me echo a morir: no me despierten.



En: La habitante del cometa 67/P Churyúmov–Guerasimenko, Ediciones Lamás Médula, 2016.
Alberto Szpunberg (Buenos Aires, 1940). Foto y selección de textos: Jmp. 

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