LAMENTO DE JONÁS
Este cuerpo tan denso con que clausuro todas las salidas,
este saco de sombras cosido a mis dos alas
no me impide pasar hasta el fondo de mí:
una noche cerrada donde vienen a dar todos los espejismos de la noche,
unas aguas absortas donde moja sus pies la esfinge de otro mundo.
Aquí suelo encontrar vestigios de otra edad,
fragmentos de panteones no disueltos por la sal de mi sangre,
oráculos y faunas aspirados por las cenizas de mi porvenir.
A veces aparecen continentes en vuelo, plumas de otros ropajes sumergidos;
a veces permanecen casi como el anuncio de la resurrección.
Pero es mejor no estar.
Porque hay trampas aquí.
Alguien juega a no estar cuando yo estoy
o me observa conmigo desde las madrigueras de cada soledad.
Alguien simula un foso entre el sueño y la piel para que me deslice hasta el último abismo de los otros
o me induce a escarbar debajo de mi sombra.
Es difícil salir.
Me tapian con un muro que solamente corre hacia nunca jamás;
me eligen para morir la duración;
me anudan a las venas de un organismo ciego que me exhala y me aspira sin cesar.
Y el corazón, en tanto,
¿en dónde el corazón,
el tambor de nostalgias que convoca en tinieblas a todos los relevos?
Por no hablar de este cuerpo,
de este guardián opaco que me transporta y me retiene
y me arroja consigo en una náusea desde los pies a la cabeza.
Soy mi propio rehén,
el pausado veneno del verdugo,
el pacto con la muerte.
¿Y quién ha dicho acaso que éste fuera un lugar para mí?
EL CONTINENTE SUMERGIDO
Cabeza impar,
sólo a medias visible desde donde se mire
y a medias rescatada de un exilio sin fin en la cabeza de la bruma.
Es opaca por fuera,
impermeable al bautismo de la luz,
porosa como esponja a las destilaciones de la noche insoluble.
Pero por dentro brilla;
arde en un remolino de cristales errantes,
de chispas desprendidas de la fragua del sueño,
de vértigos azules que atestiguan que es la tumba del cielo.
Se supone que alguna vez fue parte desprendida de Dios,
en forma de tiniebla,
y que rodó hacia abajo, cercenada sin duda por la condenación de la serpiente.
Se ignoran los milenios y las metamorfosis,
las napas de estupor que debió atravesar hasta llegar aquí,
girando como sombra de topo entre raíces,
avanzando después como un planeta ciego
que se condensa en humo, en vapor, en eclipse.
Fue aspirada hacia arriba,
erigida en lo alto de un tronco a la deriva que apenas la retiene,
con dos cavernas sordas para escuchar la voz que rompe contra el muro,
con dos estrías vanas para ver desde un claustro la caída,
con un olor de bestia acorralada debajo de la piel,
con un sabor de pan sepultado entre ayunos,
y esta lengua insaciable
que devora el idioma de la muerte en grandes llamaradas.
Cabeza borrascosa,
cabeza indescifrable,
cabeza ensimismada:
se asemeja a un infierno circular
donde el perseguidor se convierte de pronto en perseguido,
siempre detrás de sí, o delante de mí,
que no sé desde dónde surjo a veces, aferrada a este cuello,
sin encontrar los nudos que me atan a esta extraña cabeza.
PARENTESCO ANIMAL CON LO IMAGINARIO
Brotando acusadora, como ciertos oleajes emplumados sobre la superficie de un estanque asesino o esa loca maleza que enfunda de la noche a la mañana algún recinto destinado a ser estatua y tumba del secreto cautivo, mi cabellera es la evidencia escalofriante de lo que oculto en mí. Lo denuncia, lo exalta, lo pregona. Pero ¿qué oculto en mí, como no sea mi maraña de sombras y esa legión orgánica y sin rostro que oficia en mis entrañas? ¡Contra ellas la tibia, la densa, la inocente o perversa y filiforme delación!
O tal vez sea apenas, simplemente, un fulgor semejante, una metamorfosis del hechizo interior, si no el manto piadoso de la estirpe animal sobre la exigua tentativa humana. O tal vez nada más que el último recurso de la fuga o esas prolongaciones insensatas que emite la nostalgia.
¿Y a expensas de qué vive esta especie de ráfaga atrapada, esta indolente enviada de otro mundo arraigado en el hambre, parásita de fiebres, vampira en la profunda garganta de los sueños? Sé que extrae de mí un alimento tan letal como el vaho que exhalan los sofocantes folletines. Se empapa en una niebla malsana, alucinógena. No en vano esa apariencia de alma errante, de espeso cortinaje dispuesto para el crimen, de lujoso sudario hecho para cubrir o revelar las heridas que dejan los amores fatales en cuerpos de mujer trocados en violentos catafalcos o en proas de navíos sobre lechos de sangre.
A veces, siempre a solas, un crujido entre briznas soterradas, una absorción repentina hasta la médula, me anuncian que pretende arrancarme de mí, desenraizarme, como a un tubérculo antropomorfo, para implantarme en la negrura de la fábula igual que a una mandrágora. No cedo, no; me aforro a mis modestas pertenencias. Pero una bocanada casi eléctrica que me impulsa hacia arriba me indica que está a punto de suspenderme de lo alto y cubrirme de filamentos encendidos a manera de lámpara.
¡Ah, las maquinaciones que paralizan las ruedas de la noche! ¡Cuando la oigo respirar a leves sacudidas y deslizarse astuta y sigilosa, destejiendo mi trama, devanando sin duda la urdimbre que me fija a duras penas en este pozo abierto en lo ilusorio!, ¡cuando siento que se escurre feroz, palpando los objetos y los muebles con oscuras llamaradas dementes, y tapiza sin tregua, como una devoradora enfermedad, el piso y las paredes, y se en rosca y palpita en esta habitación lo mismo que una insaciable y esponjosa bestia exigiendo la dádiva de todo el universo!, ¡qué visión admirable!, ¡qué fiesta en los telares del Apocalipsis! ¡Espléndido proyecto el de invadirlo todo o acosarnos cambiando de lugar, como el bosque de Birnam! La misma ambigüedad de una obra maestra.
Pero no. Se retrae. Se domestica como un gato. Se convierte en caricia vagabunda en busca de caricias, en reclamo entre insomnios más lentos que las letanías.
A lo sumo un ansioso follaje que susurra el idioma del amor, un lluvia sensual embalsamada por el asombro y el deseo, una provocación al fuego, al erotismo.
¿Y por qué no las hebras que segrega la sustancia de la poesía, el delirio de la muerte?
PLUMAS PARA UNAS ALAS
Un metro sesenta y cuatro de estatura sumergido en la piel
lo mismo que en un saco de obediencia y pavor.
Cautiva en esta piel,
cosida por un hilo sin nudo a esta ignorancia,
aferrada centímetro a centímetro a esta lisa envoltura que me protege a medias y por entero me delata,
siento la desnudez del animal,
el desabrido asombro del santo en el martirio,
la inexpresiva provocación al filo de cuchillo y al látigo del fuego.
No me sirve esta piel que apenas me contiene,
esta cáscara errante que me controla y me recuenta,
esta túnica avara cortada en lo invisible a la medida de mi muerte visible.
Apenas una pálida estría en la muralla:
la tensa cicatriz sobre la dentellada de la separación.
No puedo tocar fondo.
No consigo hacer pie dentro de esta membrana que me aparta de mí,
que me divide en dos y me vuelca al revés bajo las ruedas de los carros en llamas,
bajo espumas y labios y combates,
siempre a orillas del mundo, siempre a orillas del vértigo del alma.
No alcanza para lobo
y le falta también para cordero.
Y no obstante me escurro entre los dos bajo esta investidura del abismo,
invulnerable al golpe de mi sangre y a mi pira de huesos.
¿Quién apuesta su piel por esta piel ilesa e inconstante?
Nada para ganar.
Todo para perder en esta superficie donde sólo se inscriben los errores sobre la borra de los años.
Y ese color de enigma que termina en pregunta,
esa urdimbre cerrada donde cruzan sus hilos la permanencia y la mudanza,
esa simulación de mansedumbre alrededor de un cuerpo irremediable,
ese aspecto de falso testimonio con que encubre, bajo la misma lona, el fantasma de ayer y el de mañana,
ese tacto como una chispa al sol, o un puñado de vidrios, o un huracán de mariposas,
¿a imagen de quién son?
¿A semejanza de qué dios migratorio fui arrancada y envuelta en esta piel que exhala la nostalgia?
Una mutilación de nubes y de plumas hacia la piel del cielo.
EL SELLO PERSONAL
Estos son mis dos pies, mi error de nacimiento,
mi condena visible a volver a caer una vez más bajo las implacables ruedas del zodíaco,
si no logran volar.
No son bases del templo ni piedras del hogar.
Apenas si dos pies, anfibios, enigmáticos,
remotos como dos serafines mutilados por la desgarradura del camino.
Son mis pies para el paso,
paso a paso sobre todos los muertos,
remontando la muerte con punta y con talón,
cautivos en la jaula de esta noche que debo atravesar y corre junto a mí.
Pies sobre brasas, pies sobre cuchillos,
marcados por el hierro de los diez mandamientos:
dos mártires anónimos tenaces en partir,
dispuestos a golpear en las cerradas puertas del planeta
y a dejar su señal de polvo y obediencia como una huella más,
apenas descifrable entre los remolinos que barren el umbral.
Pies dueños de la tierra,
pies de horizonte que huye,
pulidos como joyas al aliento del sol y al roce del guijarro:
dos pródigos radiantes royendo mi porvenir en los huesos del presente,
dispersando al pasar los rastros de ese reino prometido
que cambia de lugar y se escurre debajo de la hierba a medida que avanzo.
¡Qué instrumentos ineptos para salir y para entrar!
Y ninguna evidencia, ningún sello de predestinación bajo mis pies,
después de tantos viajes a la misma frontera.
Nada más que este abismo entre los dos,
esta ausencia inminente que me arrebata siempre hacia adelante,
y este soplo de encuentro y desencuentro sobre cada pisada.
¡Condición prodigiosa y miserable!
He caído en la trampa de estos pies
como un rehén del cielo o del infierno que se interroga en vano por su especie,
que no entiende sus huesos ni su piel,
ni esta perseverancia de coleóptero solo,
ni este tam-tam con que se le convoca a un eterno retorno.
¿Y adónde va este ser inmenso, legendario, increíble,
que despliega su vivo laberinto como una pesadilla,
aquí, todavía de pie,
sobre dos fugitivos delirios de la espuma, debajo del diluvio?
ANIMAL QUE RESPIRA
Aspirar y exhalar. Tal es la estratagema en esta mutua transfusión con todo el universo.
Día y noche, como dos organismos esponjosos fijados a la pared de lo visible por este doble soplo de vaivén que sostiene en el aire las cosmogonías, nos expandemos y nos contraemos, sin sentido aparente, el universo y yo. Lo absorbo hacia mi lado en el azul, lo exhalo en un depósito de brumas y lo vuelvo a aspirar. Me incorpora a su vez a la asamblea general, me expulsa luego a la intemperie ajena que es la mía, al filo del umbral, y me inhala de nuevo. Sobrevivirnos juntos a la misma distancia, cuerpo a cuerpo, uno en favor del otro, uno a expensas del otro -algo más que testigos-, igual que en el asedio, igual que en ciertas plantas, igual que en el secreto, como en Adán y Dios.
¿Quién pretende vencer? Bastaría un error para trocar las suertes por el planeo de una pluma en la vacía inmensidad. Mi orgullo está tan sólo en la evidencia del apego feroz, en mi costado impar -tan ínfimo y sin duda necesario- que crece en la medida de su pequeñez.
Cumplo con mi papel. Conservo mi modesto lugar a manera de pólipo cautivo. Me empino a duras penas en alguna saliente para hallar un nivel de intercambio al ras del bajo vuelo, un punto donde ceda dignamente mi propia construcción.
Más corta que mis ojos, más veloz que mis manos, más remota que el gesto de otra cara esta errónea nariz que me arranca de pronto de la lisa paciencia de la piel y me estampa en el mundo de los otros, siempre desconocida y extranjera.
Y sin embargo me precede. Me encubre con aparente solidez, con intención de roca, y me expone a los vientos invasores a través de unas fosas precarias, vulnerables, apenas defendidas por la sospecha o el temblor.
Y así, sin más, olfateando costumbres y peligros, pegada como un perro a los talones del futuro, almaceno fantasmas como nubes, halos en vez de bienes, borras que se combinan en nostálgicos puertos, en ciudades flotantes que amenazan volver, en jardines que huelen a la loca memoria del paraíso prometido.
¡Ah, perfumes letárgicos, emanaciones de lluvias y de cuerpos, vahos que se deslizan como un lazo de asfixia en torno a la garganta de mi porvenir!
Una alquimia volátil se hacina poco a poco en los resquicios, evapora las duras condensaciones de los años, y me excava y me sofoca y me respira en grandes transparencias que son la forma exangüe de mi última armazón.
Y aunque aún continúe la mutua transfusión con todo el universo, sé que “allí, en ese sitio, en el oscuro musgo soy mortal, y en mis sueños husmea interminablemente un hocico de bestia”, un hocico implacable que me extrae el aliento hasta el olor final.
En Museo salvaje, Editorial Losada, primera edición 12 de diciembre de 1974 / Selección y fotos: jmp / Gracias Lis /
Olga (Noemí Gugliotta) Orozco (Toay, provincia de La Pampa, 17 de marzo de 1920 – Buenos Aires, 15 de agosto de 1999) /