viernes, 11 de junio de 2021

MANUEL SCORZA El rumor de un pueblo que despierta



EPÍSTOLA A LOS POETAS QUE VENDRÁN

 

Tal vez mañana los poetas pregunten
por qué no celebramos la gracia de las muchachas;
tal vez mañana los poetas pregunten
por qué nuestros poemas
eran largas avenidas por donde venía la ardiente cólera.

 

Yo respondo: por todas partes oíamos el llanto,
por todas partes nos cercaba un muro de olas negras.
¿Iba a ser la poesía
una solitaria columna de rocío?

Tenía que ser un relámpago perpetuo.

 

Yo os digo:

mientras alguien padezca,
la rosa no podrá ser bella;
mientras alguien mire al pan con envidia,
el trigo no podrá dormir;
mientras los mendigos lloren de frío en la noche,
mi corazón no sonreirá.

 

Matad a la tristeza, poetas.
Matemos a la tristeza con un palo.
Hay cosas más altas
que llorar el amor de tardes perdidas:
el rumor de un pueblo que despierta
eso es más bello que el rocío.
El metal resplandeciente de su cólera
eso es más bello que la luna.
Un hombre verdaderamente libre,
eso es más bello que el diamante.

 

Porque el hombre ha despertado,

y el fuego ha huido de su cárcel de ceniza

para quemar el mundo donde estuvo la tristeza.

 

 

 

*

 

         La desconocida siguió avanzando. La belleza de su rostro como todo lo efímero y bello, me pareció eterna y al mismo tiempo frágil, irremediable. ¿Por quién venía? ¿A quién buscaba el azul anheloso de sus miradas? Giró el rostro: la medialluvia de sus cabellos negros delató, al ocultarlo, un perfil indecible. Su rostro me encegueció. Y así como por el centro de una ciudad avanza la ira de un motín, hacía mí, sin mirarme caminó ese enigma que me desesperaba.

         Y de pronto la reconocí. Yo la conocía. No sólo la conocía: la había amado más que a ninguna otra mujer. Y ella me había amado más que a ninguno. Y luego la había olvidado hasta no reconocerla.

            Me gusta su relato dijo el Editor, pero en lo que sí coincido con el doctor Díaz es que esta historia, en un momento en que la guerrilla sigue activa en América Latina, no será recibida por la crítica, como se merece, o quizá será silenciada.

         Su voz me sonó como desde el fondo de un precipicio donde eL fastidio había ido arrojando los años usados, inútiles, definitivamente inservibles.

         Yo la había amado. Y la gloria de ese amor, como el encaje de una tela preciosa que reemplaza la ordinariez de un tejido desprestigiado por el uso, había cambiado la mediocridad de mi vida por un imperecedero fulgor. Marie Claire siguió avanzando. ¡Toda ella brillaba: su rostro, sus ojos, su cabellera, el perfil de sus caderas, el contorno de sus piernas, la terquedad de sus senos libres, los pliegues del vestido que sus muslos mordían, caminando! Sentí una quemazón inmemorial. Por entre el pasadizo de las mesas, la miré bellísima, leal, hipócrita, irremplazable. La amaba inmortalmente.

         El Editor la descubrió y las capas de aburrimiento de su rostro se fundieron en una cara tierna, desconocida, infantil. Se levantó sonriendo. Marie Claire le devolvió la sonrisa y avanzó hacia nuestra mesa. Vaca Sagrada también se levantó.

            No creo que usted conozca a Mlle. Saint Jean, nuestro ataché de presse dijo el Editor.

         Marie CIaire me reconoció desconcertada. El azul de sus ojos se salpicó de chispas de oro y luego de chispas de dolor. ¿El hombre es una metáfora provisionalmente vestida de carne o una carne que se nutre de metáforas?

            ¡Santiago!, por fin te vuelvo a ver susurró: ¡Si supieras cuánto te he buscado!

         El Editor la miró desconcertado. Vaca Sagrada, nervioso, trató de sonreír.

            Usted me confunde precisé con dureza. Yo no me llamo Santiago.

         ¡Yo había sufrido tanto por ella! No sólo los dolores, las miserias, las heridas sin cicatriz del abandono. Por ella había dejado de ser lo que era, había desertado de mi verdadera vida, había traicionado lo mejor de mi existencia, ¿podía perdonarla?

            Probablemente me confundo susurró Marie Claire, se parece usted tanto a un Santiago que yo conocí. Hasta era compatriota suyo.

            Yo también tuve un amigo que se llamaba Santiago. Quiso suicidarse en París por una mujer.

         ¡Toda ella brillaba! Y se me sublevó el deseo, los deseos, el tumulto de mis deseos, me acometió la sed de estrujarla, besarla, lamerla, acariciarla, soñarla, maltratarla, rozarla, volverla a amar...

            ¿Y qué sucedió con su amigo?

         La amaba inmortalmente. La odiaba inmortalmente.

            No se suicidó. En el instante en que iba a saltar sobre un puente del Sena, comprendió que ir a luchar por su país y morir por él era mejor que morir por una mujer que lo había traicionado.

            ¿Y usted cree que las Revoluciones no traicionan? preguntó el Editor.

            Los revolucionarios, quizás. Las Revoluciones nunca.

            ¿Y el amor no traiciona? preguntó Marie Claire.

         Miré girasoles cerca, lejos, próximos, ausentes. El destino de los girasoles es rotar alrededor del sol. El destino de los humanos girar alrededor del amor. ¡Ay del girasol o de los humanos enloquecidos que se obstinen en girar contra su sol! ¡Pobres girasoles ciegos dando vueltas y vueltas alrededor de la nada, del no-ser!

            El amor nunca traiciona; algunas mujeres, sí.

            Sólo se traiciona a quienes merecen la traición sentenció Vaca Sagrada.

            ¡Santiago! repitió Marie Claire.

         Y su sonrisa era lago de aguas tristes por donde se alejaban navegando en sus mesas los cuatrocientos comensales, los doce maîtres, Monsieur Lafon, los camareros, el Editor, Vaca Sagrada, todos. Todos menos ella.

            ¡Santiago, yo soy Marie Claire!

         Miré con rencor su belleza irremediable.

            Sin duda es usted Marie Claire. Pero yo no soy ese Santiago.

         Me levanté. Y me fui.

 

 

Lima, setiembre 1981, abril 1982

 

Selección de textos y fotos: jmp, de los libros Poesía incompleta (Universidad Nacional Autónoma de México, primera edición, 1976) y el capítulo XXXIII, “Pero también pudo ocurrir que...”, de la novela La danza inmóvil, Plaza&Janés, España, 1983

Manuel Scorza  (Lima, Perú,  9 de septiembre de 1928 - Madrid, España, 27 de noviembre de 1983)

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