TATUAJE
La luz
como una araña.
Se
arrastra por el agua.
Se
arrastra sobre los bordes de la nieve.
Se
arrastra debajo de tus párpados
y
esparce allí sus telarañas;
sus
dos telarañas.
Las
telarañas de tus ojos
se
pegaron
a tu
carne y tus huesos
como
la viga y tu hierba.
Hay
hilos en tus ojos,
en la
superficie del agua,
y en
los bordes de la nieve.
Versión de Alberto Girri
DOMINIO DE LO NEGRO
(Domination
of Black)
De
noche, junto al fuego,
Los
colores de los arbustos
Y de
las hojas caídas,
Repitiéndose
así mismas,
Giraban
en el cuarto
A
igual que las hojas
Girando
en el viento.
Sí,
pero el color de los densos abetos
Se vino
a grandes pasos.
Yo me
acordé del grito de los pavos reales.
Los
colores de sus colas
Eran como
las hojas
Girando
en el viento,
En el
viento del crepúsculo.
Se deslizaron
por el cuarto,
Como se
desprendieron de las ramas de los abetos
Hasta llegar
al suelo.
Los oí
gritar - los pavos reales.
¿Era
un grito contra el crepúsculo
O contra
las mismas hojas
Girando
en el viento,
Girando
como las llamas
Giraban
en el fuego,
Girando
como colas de pavos reales
En el
crispar del fuego,
Fuerte
como los abetos
Llenos
del grito de los pavos reales?
¿O fue
su grito contra los abetos?
Afuera,
por la ventana
Vi
cómo los planetas se juntaron
Como
si fueran hojas
Girando
en el viento.
Vi
cómo llegaba la noche,
A grandes
pasos como el color de los demás abetos.
Sentí
miedo.
Y me acordé
del grito de los pavos reales.
Versión de Alfredo Casey
DOMINGO A LA MAÑANA
I
El
placer de estar en bata, y a una hora tardía
el
café y naranjas en una silla al sol,
y la
verde libertad de un papagayo,
sobre
un tapiz fúndense para disipar
el
sagrado silencio del antiguo sacrificio.
Ella
sueña un poco, y siente la oscura
intromisión
de esa vieja catástrofe,
como
entre las luces del agua se ensombrece una calma.
Las
acres naranjas y las brillantes, verdes alas,
parten
de un fúnebre cortejo,
serpenteando
a través del agua, sin ruido.
El día
es cual anchurosa agua sin ruido,
aquietado
por el paso de ella con sus pies soñadores
sobre
los mares, hacia la callada Palestina,
reino
de la sangre y del crepúsculo.
II
¿Por
qué habría de dar su dádiva a los muertos?
¿Qué
es la divinidad si solamente
puede
llegar en sigilosas sombras y en sueños?
¿No
encontrará en los consuelos del sol,
en la
fruta acre y en las brillantes verdes alas,
o en
cualquier otro bálsamo o belleza de la tierra,
cosas
que amar tanto como el pensamiento del cielo?
La
divinidad debe vivir dentro de ella:
pasiones
de la lluvia, o estados de ánimo con el caer de la nieve,
lamentos
en soledad, o insumisos
entusiasmos
cuando la selva florece, borrascosas
emociones
por caminos mojados en noches de otoño;
todos
los goces y todas las penas, recordando
la
verde rama del verano y el ramaje invernal.
Tales
son las medidas consagradas a su alma
III
En las
nubes tuvo Júpiter su inhumano nacimiento.
Ninguna
madre lo amamantó, ninguna dulce tierra
dio
majestad a su mítica mente.
Pasó
entre nosotros como un gruñón
y
magnífico rey pasaría entre sus siervos,
hasta
que nuestra sangre, mezclándose, virginal,
con el
cielo, trajo al deseo recompensa tal
que
hasta los siervos lo reconocieron en una estrella.
¿Fracasará
nuestra sangre? ¿O tornárase
sangre
del paraíso? ¿Y la tierra
semejará
al paraíso que conocemos?
El
cielo será entonces más amistoso que ahora,
una
parte de esfuerzo y una parte de dolor,
y
cercano en la gloria al amor perdurable,
no
este divisorio e indiferente azul.
IV
Ella
dice: “Me gusta cuando los pájaros, al despertar,
antes
de volar prueban con sus dulces preguntas
la
realidad de los brumosos campos;
pero
cuando los pájaros se han ido y sus tibios campos
no
vuelven más, ¿dónde está, entonces, el paraíso?
No
ronda ninguna profecía,
ni
quimera alguna de la tumba,
ni el
dorado subterráneo, ni isla
melodiosa
donde los espíritus retornan a su hogar,
ni
visionario sur, ni nebulosa palmera
remota
sobre la colina celestial, que haya perdurado
como
perdura el verde de abril, o que perdure
como
el recuerdo de los pájaros despiertos,
o su
ansia de junio y del atardecer, tocada
por el
extenuarse de las alas de la golondrina.
V
Ella
dice: “Pero en la satisfacción siento aún
la
necesidad de una dicha imperecedera”.
La
muerte es la madre de la belleza; por eso
sólo
de ella vendrá el cumplimiento de nuestros sueños
y
nuestros deseos. Aunque ella esparce por nuestros
senderos
las hojas de la destrucción,
el
sendero que tomó la doliente pena, los muchos senderos
por
donde el triunfo hizo sonar su fanfarria descarada,
o
donde el amor impulsado por la ternura algo susurró.
Ella
hace que el sauce tiemble al sol
para
las doncellas que solían sentarse y contemplar
los
prados, abandonados a sus pies.
Ella
induce a los muchachos a amontonar más ciruelas y peras
en
desdeñadas bandejas. Las doncellas prueban
y se
extravían apasionadamente por las desordenadas hojas.
VI
¿No
habrá en el paraíso otra muerte?
¿No
cae jamás el fruto maduro? ¿O las ramas
cuelgan
siempre henchidas bajo ese cielo perfecto,
inmutable
y sin embargo tan similar a nuestra perecedera tierra
con
ríos como los nuestros, siempre en busca
de
inencontrables mares, y playas que se alejan
y que
nunca tocan con articulado dolor?
¿Por
qué plantar el peral en las márgenes de esos ríos,
o
perfumar las playas con el aroma del ciruelo?
¡Ay,
que luzcan allí nuestros colores,
la
sedosa trama de nuestras tardes,
y
hagan vibrar las cuerdas de nuestros insípidos laúdes!
La
muerte es la madre de la belleza, mística,
y en
su ardiente regazo entrevemos
a
nuestras madres terrestres que esperan, insomnes.
VII
Ágil y
turbulento, un círculo de hombres
cantará,
orgiástico, una mañana de verano,
su
tumultuosa adoración del sol,
no
como un dios, sino como uno que podría ser un dios,
desnudo
entre ellos, como una fuente salvaje.
Su canto
será un cántico del paraíso,
salido
de la sangre, retornando al cielo;
y en
su canto entrarán, voz tras voz,
el
tempestuoso lago donde su señor se deleita,
los
árboles como serafines, y las colinas con sus ecos
que
prolongan el coro hasta mucho tiempo después.
Ellos
conocerán bien la celestial camaradería
de los
hombres que sucumben y de la estival mañana.
Y el
rocío de sus pies dirá de dónde
han
venido y hacia dónde irán.
VIII
Ella
escucha, sobre esa agua sin ruidos,
una
voz que grita: “La tumba en Palestina
no es
el pórtico de los espíritus que se demoran.
Es la
sepultura de Jesús, donde Él yació”.
Vivimos
en un antiguo caos del sol,
o en
la vieja dependencia del día y la noche,
o en
la soledad insular, libre, sin tutela,
de
esas anchurosas aguas, ineludibles.
Los
ciervos recorren nuestros montes, y las codornices
silban
en torno de nosotros sus espontáneos gritos.
Dulces
bayas maduran en el páramo,
y en
la soledad del cielo, al atardecer,
peregrinas
bandadas de palomas describen
ambiguas
ondulaciones al hundirse en la oscuridad,
sobre
las abiertas alas.
Versión de Alberto Girri
En
Dos siglos de poesía norteamericana. Selección,
traducción y presentación de Alfredo Casey, Ediciones Antonio Zamora, primera
edición, Buenos Aires, septiembre de 1969: y en Wallace Stevens, Domingo a la mañana y otros poemas,
selección y prólogo de Daniel Chirom, CEAL, Buenos Aires, 1988. Varios traductores,
en los poemas aquí presentados, versiones de Alberto Girri.
Wallace
Stevens (Reading, Pensilvania, EE.UU, 2 de octubre de 1879 – Hartford, Connecticut,
2 de agosto de 1955).
5 comentarios:
1 WALLACE STEVENS, EL POETA ESCONDIDO
A menudo el adjetivo “secreto” que se le pega a un autor es una artimaña marketinera. Se sabe: el lector de suplementos literarios no sólo busca estar al tanto del último “secreto” que todos consumen sino que, además, pretende vanidoso que su fruición sea exclusiva, privada. Evitando pisar esta trampa, Wallace Stevens supo ser más un poeta escondido que un autor “secreto” y se las ingenió para proteger su poesía del parnaso de exhibicionismo intelectual. “Soy abogado y vivo en Hartford. Estos hechos no son ni divertidos ni relevantes”, fue la respuesta escrita que despachó al director de una revista que buscaba reportearlo. Pionero en abstenerse del gallinero literario mediante la reclusión, deviene un antecedente de Salinger. Pero menos crispado. Ni timidez ni afán de hacerse el raro. Stevens pensaba: “Después de que se abandonó la creencia en dios, la poesía es esa esencia que ocupa su lugar como la redención de la vida”. Entonces Stevens cuidaba religiosamente tanto su escritura poética como las rosas del jardín de su casa. Al leerlo uno queda impregnado por la añoranza de bosques y nevadas, el sonido de un búho, vestigios de una naturaleza perdida, la invasión de una melancolía adánica. Pero estas impresiones se cortan enseguida con un relampagueo de mordacidad que nos retorna a lo más elemental de lo diario. La poesía de Stevens, consciente de su poder, mediante una vuelta de tuerca, un guiño, le avisa al lector que no debe tomarse muy en serio.
Si se observan sus retratos, todos sugieren un ejecutivo prolijo, pelo corto, siempre de traje y corbata. Sin excesos de alcohol ni de alcoba, nada de paraísos artificiales, la biografía de Stevens no presenta peripecias ni trasluce una tragedia íntima. Ni un rastro de esa clase de conductas desbordadas que el lector biempensante atribuye con una credulidad romántica a poetas más preocupados por construir la excentricidad del personaje antes que una manera de decir. Este cliché exige que el poeta sea loco o, al menos, vidente. Corriendo el riesgo de pasar por conservador, el innovador de la poesía norteamericana era capaz de ahondar una y otra vez un tema y sus variaciones: “Seis paisajes significativos” o bien “Trece formas de mirar un mirlo” son buenos ejemplos. Sus poemas más conocidos son “El Emperador de los Helados y “El hombre de la guitarra azul”, inspirado en un Picasso (“Que pueda yo reducir el monstruo / a mí mismo, y después ser yo mismo / frente al monstruo”). Wallace Stevens sostenía que “la poesía es salud”. Y redondeaba: “La poesía no puede convertirse en un hospital”.
(Guillermo Saccomanno, suplemento Radar de Página/12, 6 de julio de 2008)
2 WALLACE STEVENS, EL POETA ESCONDIDO
Periodista al principio, se interesó por la poesía oriental y llegó a escribir dos piezas de teatro Noh. Se recibió más tarde de abogado, se especializó en seguros y éste fue su empleo de por vida. Empleo que, cabe acotar, mantuvo rechazando la posibilidad que se le ofrecía de vivir como poeta profesional. Tuvo un solo matrimonio, una hija. Publicó Harmonium, su primer libro de poemas, a los cuarenta. Con una tirada de apenas mil ejemplares llamó la atención de los pares de su época. Tras leer Harmonium, Hart Crane le escribió a un amigo: “Hay un tipo cuyo trabajo hace que todos los demás nos sintamos muy poca cosa”. No obstante, por su reserva y la distancia que fijaba entre su oficio y el mundo, se lo juzgó un diletante. Sin importarle el qué dirán, convencido de que “la lengua es un ojo” y “toda poesía es experimental”, siguió escribiendo sin renunciar a su empleo rutinario. Se divorció ya viejo y murió de cáncer. No hay mucho más que contar de su existencia. Indagar en su biografía es un esfuerzo que frustra toda expectativa, lo cual tiene su mérito porque, tal como quería, nos impulsa directamente a su obra. “Lo que pensamos no es nunca lo que vemos”, escribió.
Una anécdota muestra el celo con que preservaba su trabajo poético de toda feria de vanidades: sus compañeros de la empresa de seguros se enteraron de que Wallie era poeta cuando fue premiado y su notoriedad, inevitable.
Entre los galardones que recibió Stevens se cuentan el Bollingen, el National Book Awards y el Pulitzer. “Mañana de domingo” parece sugerir su ideal: “El placer de ir en bata, ya muy entrado el día / El café y las naranjas, en una silla al sol, / La verde libertad del loro/ Sobre un tapiz se funden para disipar / El sagrado silencio de un sacrificio antiguo”. Porque para Stevens, la divinidad, si existe, debe residir en lo cotidiano.
Apartado por elección, Stevens se tomaba la poesía como un trabajo riguroso y paciente en el que “las palabras tratan de cosas que no existen sin las palabras”. En cierto aspecto, Stevens sigue a Wordsworth al elegir situaciones de la vida normal y probar el uso de un lenguaje corriente. “La sensación excede a las metáforas”, dijo en otro poema. Según Daniel Chirom, lo que diferencia a Stevens del británico Wordsworth está en el tono irónico que lo distancia del sufrimiento y en una sensibilidad moderna que lo vuelve extraño frente a la naturaleza. “Los paisajes, personas y objetos de Stevens no están ubicados en el espacio sino en el tiempo”, señaló Chirom. “Soy lo que está a mi alrededor”, opinaba Stevens. Y planteaba la tensión permanente entre imaginación y realidad, el desgarramiento entre la conciencia y el mundo. “Las palabras son pensamientos y no sólo nuestros pensamientos sino los pensamientos de hombres y mujeres que ignoran lo que ellos mismos están pensando”, anotó. Los pocos artículos que publicó fueron reunidos con el título The Necessary Angel. Pretenciosos, alambicados, estos ensayos parecen escritos por otro, un americano culto que se fascina con la pompa de la cultura occidental. Pero, entre líneas, asoma una idea que vale la pena recortar: “El entendimiento no ha agregado nada a la naturaleza humana. Es una violencia interior que nos protege de la violencia exterior. Es la imaginación que vuelve a presionar contra la presión de la realidad. Parece, en última instancia, tener algo que ver con nuestra preservación. Y ésta es la razón, sin duda, de que su expresión, el sonido de las palabras, nos ayude a vivir la vida.”
(Guillermo Saccomanno, suplemento Radar de Página/12, 6 de julio de 2008)
3 WALLACE STEVENS, EL POETA ESCONDIDO
Contemporáneo de T. S. Eliot, Ezra Pound, Wiliam Carlos Williams y Marianne Moore, su poesía estuvo libre de influencias. Después de su muerte, su marca se rastreará en Frank Carmode y John Ashbery. Harold Bloom lo incorporará a su manual The Western Canon como heredero encubierto de Walt Whitman y Emily Dickinson. De su primera difusión en nuestro país fue responsable Alberto Girri. Menos secas y más afines al talento entre juguetón y visual de Stevens fueron las traducciones de Chirom y, más acá, las inéditas de Esteban Moore.
El libro donde Stevens desarrolla con más precisión su credo es Adagia, publicado en forma póstuma. Se trata de una compilación de aforismos subdivididos temáticamente: la poesía, el poema, el poeta, la imaginación, la filosofía, el lenguaje, el arte, la vida, el hombre y la mente. Como suele ocurrir con esta clase de escritura, cada idea formulada corre el peligro de disimular con el ingenio una ausencia de profundidad. Pero Stevens, a esta altura de su vida, si no es sabio, está cerca de serlo. Decantados, como flechas, con una síntesis y una agudeza destellante, cada uno de sus aforismos, además de constituirse en un complemento clave para comprender la poesía en general y la suya en particular, funciona como un arte poética de serenidad y transparencia inusuales en un contexto donde ya se escuchan, entre Corea y Vietnam, los aullidos de Allen Ginsberg. Casi todo lo que estaba por pasar después sería “sólo rock and roll”.”
(Guillermo Saccomanno, suplemento Radar de Página/12, 6 de julio de 2008)
1 Versión de Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares
MAÑANA DE DOMINGO
I
Complacencias del batón, y tardío
Café y naranjas en una silla al sol,
Y la verde libertad de un papagayo,
Se mezclan en una alfombra para disipar
El sagrado silencio de los sacrificios antiguos.
Ella sueña un poco, y siente la oscura
Invasión de esa vieja catástrofe,
Como se oscurece una bonanza entre las luces del agua.
Las vívidas naranjas y las brillantes alas verdes
Parecen cosas en alguna procesión de los muertos,
Serpenteando por las anchurosas aguas, sin ruido,
El día es como un agua anchurosa, sin ruido,
Aquietado para que pasen sus pies que sueñan
Sobre los mares, hacia una silenciosa Palestina,
Dominio de la sangre y del sepulcro.
II
¿Por qué dará su dádiva a los muertos?
¿Qué es la divinidad si sólo llega
En silenciosas sombras y en sueño?
¿No encontrará en consuelos del sol,
En fruta vívida y en las brillantes alas verdes, o sino
En los bálsamos y bellezas de la tierra,
Cosas dignas de amor, como la imagen del cielo?
La divinidad tiene que vivir en ella misma:
Lamentos en la soledad, o indómitos
Entusiasmos cuando la selva florece; huracanadas
Emociones en caminos mojados por las noches de otoño;
Todos los placeres y todas las penas, recordando
La rama del verano y la rama invernal.
Tales son las medidas de su alma.
III
Zeus tuvo en las nubes nacimiento inhumano.
Ninguna madre lo amamantó, ningún dulce país
Dio amplios ademanes a su mítica mente.
Anduvo entre nosotros, como un rey que murmura,
Magnífico, andaría entre sus corzas,
Hasta que nuestra sangre, conjugándose, virginal,
Con el cielo, trajo tal recompensa al deseo que
Hasta las corzas lo divisaron en una estrella.
¿Fracasará nuestra sangre? ¿Llegará a ser
La sangre del Paraíso? ¿Y se parecerá
Toda la tierra que conocemos al Paraíso?
El cielo entonces será más amistoso que ahora,
Participará en el trabajo y participará en el dolor,
Y próximo en la gloria al amor que perdura,
Y no este azul indiferente, que aleja.
IV
Ella dice: “Estoy contenta cuando los pájaros
Antes de volar, prueban la realidad
De los nublados campos con sus dulces preguntas;
Pero cuando los pájaros se han ido, y sus calientes campos
Ya no vuelven, ¿dónde está el Paraíso?”.
No hay morada para la profecía,
Ni antiguas quimeras del sepulcro,
Ni el áureo subterráneo, ni isla
Melodiosa, donde regresan los espíritus,
Ni un visionario sur, ni nebulosa palmera
Remota en una colina del cielo, que ha perdurado
Como perdura el verde de abril; o perdurará
Como su memoria de pájaros despiertos;
O su anhelo de junio y de la tarde, tocado
Por el agotamiento de las alas de la golondrina.
2 Versión de Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares
V
Ella dice: “Pero aun siento en el consuelo
La necesidad de una imperecedera ventura”.
La muerte es madre de la belleza; sólo de ella
Vendrá el cumplimiento de nuestros sueños
Y de nuestros deseos. Aunque desparrama las hojas
Del seguro olvido en nuestros senderos,
El sendero que la pena enferma tomó, los muchos senderos
Donde retumbó la crasa fanfarria del triunfo, o donde el amor
Movido por ternura susurró algo,
Hace que el sauce se estremezca en el sol
Para muchachas que solían sentarse y mirar
La hierba, abandonada a sus pies.
Hace que los muchachos apilen nuevas ciruelas y peras
En desdeñadas fuentes. Las muchachas prueban
Y apasionadamente se extravían en las hojas acumuladas.
VI
¿No habrá cambio de muerte en el Paraíso?
¿No cae jamás la fruta madura? ¿Cuelgan las ramas
Grávidas siempre contra el cielo perfecto,
Inmutable, pero tan parecido a nuestra tierra mortal,
Con ríos como los nuestros que buscan mares
Que nunca encuentran, las mismas playas que se alejan
Y que nunca se tocan, con inarticulado dolor?
¿A qué poner el fruto en estas márgenes
O embalsamar las costas con la flor?
Ay de nosotros, que allí usen nuestros colores,
Los tejidos de seda de nuestras tardes,
Y pulsen las cuerdas de nuestros insípidos laúdes.
La muerte es la madre de la belleza, mística,
En cuyo ardiente pecho imaginamos
Nuestras madres terrestres, esperando, insomnes.
VII
Ágil y turbulento, un círculo de hombres
Cantará, orgiástico, en una mañana de verano
Su estentórea devoción al sol,
No como un dios, sino como un dios podría estar
Desnudo entre ellos, como un manantial salvaje.
Su canto será un canto de Paraíso,
Salido de su sangre, volviendo al cielo;
Y en su canto entrarán, voz por voz,
El tempestuoso lago en el que su señor se deleita,
Los árboles como serafines y las retumbantes colinas
Que prolongan el coro mucho después,
Conocerán muy bien la celestial camaradería
De los hombres que mueren y de la mañana estival.
Y el rocío sobre sus pies manifestará
De dónde han venido y adónde van.
VIII
Ella escucha, sobre el agua silenciosa
Una voz que grita: “La sepultura de Palestina
No es el pórtico de los espíritus que se demoran.
Es la tumba de Jesús, donde yació”.
Vivimos en un viejo caos del sol,
O en una vieja dependencia del día y de la noche,
O en la soledad de una isla, sin tutela, libres,
De esa anchurosa agua, inescapable.
Recorren los ciervos nuestras montañas, y las codornices
Silban en torno a sus espontáneos gritos;
Las dulces frutillas maduran en la soledad;
Y, en el aislamiento del cielo,
Al atardecer, bandadas casuales de palomas trazan
Ambiguas ondulaciones cuando descienden
Hacia la oscuridad, con extendidas alas.
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