POEMA
Y yo
no podría decir que aquello fuera así
o tal
vez como un sueño,
como
una vieja melodía junto al fuego apagado
que alguien
recuerda antes de partir.
Pero
vi que mi mano caía sobre el rostro de los hombres
y ya
no relucía su rubí codicioso
ni era
mi mano aquella, sino el miedo
de
otros dedos manchados que no eran los míos
y me
acercaban otras manos que tampoco
conocían
las gracias de la vida.
Y todo
se movía o creía estar en un camino hacia los ángeles
y con
temor amoroso de las jerarquías, ascendían
todos,
despacio.
Sí, ellos también. Todo, todo se movía dichosamente.
Todo quiso decir: el hermano
y el
amigo con su viejo sombrero de tiempo
y la
casa con el pequeño llamador de hierro,
dulce para
el perdido en la noche
entre
las estrellas del jardín.
Y era saber cómo se enciende el fuego,
cómo
se abre la puerta para el que sólo trae
lentas
arcas de olvido.
Y
era decir: Tú y yo, caminando por los viejos mercados,
junto
a las bestias sacrificadas y los frutos que arden
entre
los pobres y los ricos
y la
hermosa moneda de impiedad que los separa.
Y todo quería decir ofrecerme a esta vida
que me
ha dado estos ojos con que muero y te miro,
y
herirte si descanso
con la resplandeciente mordedura del hombre
perdido, repartido
bajo nubes feroces.
Y sin embargo ascendía entre infiernos, cantando.
ATAÚD PARA EL
CONDE ORGAZ
Ya suenan
los tambores enlutados.
Saldré
a la calle
para
que venga el animal de hierro y terciopelo.
Yo
tengo el agua,
sólo
yo tengo el agua
para
que beban sus enormes fauces
donde
crecen los árboles y el viento
que
es la noche.
Saldré
a la calle con las antorchas
del
advenimiento. Lameré el fuego.
Tres
veces haré la señal y tres veces
redoblarán
los parches de tiniebla
para
que cante el pájaro de plata.
Sólo
yo tengo el agua
y
la flor del rey.
Ya
suenan los tambores y los huesos
floridos
de la luna.
Saldré
a la calle con los perros,
con
las guirnaldas de empapado raso
en
las sienes bordadas con espejos.
Caminaré
hacia atrás teniendo entre los dientes
el
bello aro de alambre.
Caminaré
hacia atrás
hasta
que mis espaldas
se
hundan en las paredes del palacio
hasta
que mis cabellos penetren en la piedra
y
el aro ruede, inmortal, por la calle ruinosa.
Mis
ojos
quedarán
engarzados en las piedras del castillo,
dos
veces y abiertos
y
roerán los perros el hierro de la noche
con
sus dientes partidos como estrellas.
Este
es mi ataúd, mi bello jardín enjoyado.
CANTOS A LA
NOCHE
I
Erraba
yo por la ciudad oscura,
por
calles y por rostros caídos a esa sombra
desde
la vida o desde las estrellas;
erraba,
viejo soñador, castigado
por
la belleza que el amor del hombre no alcanza a conocer
y
sabiendo
que
el ensueño es vano y alejado como una música
detrás
de una puerta que nadie abrirá nunca;
sabiendo
que
antes que yo y los sueños de mi vida
rieron
las hermosas muchachas
y
por entonces amaron
y
cantaba el ruiseñor y yo no era el amante;
sabiendo
que
cuando yo no esté
otros
muchachos buscarán mi rostro en el río de los sueño,
que
Eurídice volverá de otros infiernos
con
los ojos cubiertos por las aguas y la sombra
para
escuchar la vieja melodía de Orfeo
y
yo no seré nadie en esa música;
sabiendo
que
amar es estar perdido
siempre,
siempre, siempre desterrado
en
un lento palacio.
Y
así erraba yo y alcé los ojos, ¡noche!
para
mirar tu gran viento quemado,
oh
noche, madre inmensa
tendida
en los callados arenales de ébano,
y
sentí que la tristeza de amar en este mundo
sólo
una fuente,
sólo
el canto de un pájaro, sólo una gota de sangre,
no
descendía de tu imperio ni de tu gran piedad
sino
que aquí crecía,
en
el jardín terrestre
donde
los hombres y la luz combaten
entre
ramas de mármol y pantanos.
Y
así pensé en los dioses
que
tú nutriste con tus ubres consteladas,
desdichadas
criaturas hermosas en su fuego de piedra,
con
sus coronas de carbón celeste,
con
sus cabelleras de agua dulcemente tejida
para
las abejas enloquecidas de amor;
pensé
en los dioses de vellosos ijares ardientes
prisioneros
de una garza del aire,
de
una mejilla pastoral;
los
bellos dioses que resplandecieron en la vastedad
y
en la arena que flota sobre el mar, y en el viento
que
sopla en los cóncavos espacios;
los
dioses anteriores
que
crearon la alabanza y la tragedia
y
los himnos que azotan la tierra y la devastan
con
sus carros de hierro.
Pensé
en los dioses hijos de tu amor, oh noche,
de
tus majestuosos racimos genitales.
Pensé
en los dioses
y
no pude llorar por su insigne desgracia.
Perdidos
en tu reino
se
extinguieron como leños sagrados,
como
ricas cenizas en el vasto
calor
de la rosa lejana.
Pero
nosotros,
pálidas
criaturas,
pájaros
de pelo delgado y frío,
animales
de fina calavera,
delicada
como pétalos de nácar;
nosotros,
herederos
de la gran soledad, escombros del espacio
enterrado
en tu gran vientre solemne,
nosotros,
soñadores, hijos de la mujer,
engendrados
en su luna caída,
nutrimos
nuestros sueños con infieles palabras
que
el diluvio arrastró como un bosque de arpas
y
quisimos poblar la antigua soledad donde arde
la
médula brillante del vacío
donde
alimentas, ¡vieja loba nevada!
la
vasta creación.
II
En
el mes de septiembre el hemisferio austral
ve
llegar la engañosa primavera
con
su espejo de almendra.
(¡Ofelia, Ofelia, olvida tu canción!).
Cantando
nos perdemos en la oscura ciudad
entre
los hombres y las muchachas
renacidos
en el brillante pavor de sus cálidos cuerpos,
y
los amantes queman la rosa del amor
junto
al mar que golpea sus sienes inocentes.
(En Dakar es de noche.
Caminamos por la pista del aeropuerto,
viajeros hacia París o Londres,
indiferentes, sensatos, silenciosos
junto al ángel de plata que ha cruzado
el mar.
Negros insomnes tallados como ídolos
en el azúcar caliente de la noche.
Solo. Cambiando dinero en el bar de
otro continente,
sin preguntar por ti. Lejos
de nuestros países agrupados
en torno de las frutas.
Solo en la noche tórrida de espumas
calcinadas
solo, como el nácar celeste de
una vena
quemada por el aliento de ángeles
impuros.
Solo en la noche de Dakar,
perdido en el plumaje de un pájaro de
llama negra,
en la voz de los
viajeros desconocidos,
en el ruido del mar que se levanta
resonando
como un trueno de luto.
Solo, lejos de ti,
lejos de las maderas unidas de nuestra
casa,
de una pesada pluma de piedra
junto al cielo en Mendoza.
Solo, lejos,
en otra noche estoy).
En
el mes de septiembre en nuestras tierras del oeste
reverdecen
las viñas
y
vienen desde lejos apasionadas noches
en
los carros espumosos del agua.
Tú
cantas y te pierdes en la oscura ciudad,
sonriendo,
mi amor,
sollozando,
mi amor,
y
buscas el jardín adorado que cuelga
de
las llaves del cielo.
El
racimo solar cae sobre estos montes
y
te golpea el pecho con su piedra de miel.
Como
desde lo hondo de un rostro
sepultado
en arcones de polvo
has
contemplado el sueño vano de la juventud.
Ahora
ya es de noche y duermen los amantes
eternamente
separados
en
cada sueño,
en
cada
latido
que gotea una arena distinta.
El
desvelado, ausente de un reino,
de una
ciénaga de rosas
regresa
a la ciudad cuando desciende
sobre
la inmensa sombra
la
lanza solitaria de la luna.
Los
dos primeros poemas en Antología de la
poesía argentina. Selección e introducción de Raúl Gustavo Aguirre, Tomo 1,
1604 – 1918, Ediciones Librerías Fausto, Buenos Aires, 1979 (de Cantos a la noche, 1963). Los dos últimos
poemas en Antología de la poesía argentina
contemporánea, Ministerio de Relaciones Exteriores y Culto, Buenos Aires, 1964 (de Cantos a la noche, 1963). Foto: Jmp
Alfonso
Sola González (Entre Ríos, 1917 – Mendoza, 1975).