Canto II
No
estabas en mi umbral
ni
yo salí a buscarte para colmar los huecos que fragua la nostalgia
y
que presagian niños o animales hechos con la sustancia de la frustración.
Viniste
paso a paso por los aires,
pequeña
equilibrista en el tablón flotante sobre un foso de lobos
enmascarado
por los andrajos radiantes de febrero.
Venías
condesándote desde la encandilada transparencia,
probándote
otros cuerpos como fantasmas al revés,
como
anticipaciones de tu eléctrica envoltura
—el
erizo de niebla,
el
globo de lustrosos vilanos encendidos,
la
piedra imán que absorbe su fatal alimento,
la
ráfaga emplumada que gira y se detiene alrededor de un ascua,
en
torno de un temblor—.
Y
ya habías aparecido en este mundo,
intacta
en tu negrura inmaculada desde la cara hasta la cola,
más
prodigiosa aún que el gato de Cheshire,
con
tu porción de vida como una perla roja brillando entre los dientes.
Canto III
Quiero
pensar que no eras la cría repudiada,
hija
de gato errante y de gata cautiva
—la
pareja precaria, victoriosa en la ley de un solo acoplamiento
y
sumisa al decreto de algún Malthus tardío que impera en el desván—.
Puedo
creer que no eras trofeo ni residuo
arrojado
al azar desde lo alto de la roca,
ni
yo la tejedora que detiene con redes milagrosas el vuelo o la caída.
Algo
más que piedad, que providencia y desatino
erigió
nuestra carpa invulnerable entre las carcomidas fundaciones.
Algo
que comenzamos a saber entre un plato de leche
y
huesos, sólo huesos de desapariciones, tan duros de roer.
Canto VIII
¿Y
qué viniste a ser en esta arca impar
donde
también “conmigo mi raza se termina”?
Tú,
tan semejante a la naturaleza en tu inminente salto
replegado
en la jungla del instinto.
¿La
gata de las mieses,
cautiva
entre las ruedas del oscuro solsticio
que
muelen hasta el último espíritu del grano?
¿La
Perséfona estéril,
arrebatada
por la huida del sol a los negros recintos
donde
el polvo tapia las puertas y traba los cerrojos?
Si
ese fue tu reverso,
¿por
qué no te arrojaste de cara a los tejados de la primavera?
No
hubo ninguna antorcha de rescate por ti,
ni
chispas que propiciaran tu división en la progenie.
Jugaste
en una vez, con los dados en blanco,
el
principio y el fin de tu aventura.
Ganaste
a mala luna el gato mutilado
que
se pudrió al caer, noche tras noche, por el desagüe de tu sueño,
y
te quedaste a solas, sin saber, en el alba del celo
—el
enjambre furioso, la vibración que atruena—,
interrogando
en vano a un hueso ambiguo,
a
una indescifrable cabeza de pescado,
a
un hermético claustro de semillas,
por
si en ellos estaba el aguijón y la respuesta,
por
si acaso sabían.
Canto XIII
Se
descolgó el silencio,
sus
atroces membranas desplegadas como las de un murciélago anterior al diluvio,
su
canto como el cuervo de la negación.
Tu
boca ya no acierta su alimento.
Se
te desencajaron las mandíbulas
igual
que las mitades de una cápsula inepta para encerrar la almendra del destino.
Tu
lengua es el Sahara retraído en penumbra.
Tus
ojos no interrogan las vanas ecuaciones de cosas y de rostros.
Dejaron
de copiar con lentejuelas amarillas los fugaces modelos de este mundo.
Son
apenas dos pozos de opalina hasta el fin donde se ahoga el tiempo.
Tu
cuerpo es una rígida armadura sin nadie,
sin
más peso que la luz que lo borra y lo amortaja en lágrimas.
Tus
uñas desasidas de la inasible salvación
recorren
desgarradoramente el reverso impensable,
el
cordaje de un éxodo infinito en su acorde final.
Tu
piel es una mancha de carbón sofocado que atraviesa la estera de los días.
Tu
muerte fue tan solo un pequeño rumor de mata que se arranca
y
después ya no estabas.
Te
desertó la tarde;
te
arrojó como escoria a la otra orilla,
debajo
de una mesa innominada, muda, extrañamente impenetrable,
allí
junto a los desamparados desperdicios,
los
torpes inventarios de una casa que rueda hacia el poniente,
que
oscila, que se cae,
que
se convierte en nube.
Canto XVII
Aunque
se borren todos nuestros rastros igual que las bujías en el amanecer
y
no puedas recordar hacia atrás, como la Reina Blanca,
déjame
en el aire tu sonrisa.
Tal
vez seas ahora tan inmensa como todos mis muertos
y
cubras con tu piel noche tras noche la desbordada noche del adiós:
un
ojo en Achernar, el otro en Sirio,
las
orejas pegadas al muro ensordecedor de otros planetas,
tu
inabarcable cuerpo sumergido en su hirviente ablución,
en
su Jordán de estrellas.
Tal
vez sea imposible mi cabeza, ni un vacío mi voz,
algo
menos que harapos de un idioma irrisorio mis palabras.
Pero
déjame en el aire la sonrisa:
la
leve vibración que ahogue un trozo de este cristal de ausencia,
la
pequeña vigilia tatuada en llama viva en un rincón,
una
tierna señal que horade una por una las hojas de este duro calendario de nieve.
Déjame
tu sonrisa
a
manera de perpetua guardiana,
Berenice.
De:
“Cantos a Berenice” (1977). En: “Antología poética”, FNA, 1996.-
Olga
Orozco (La Pampa, 1920-1999).-
Foto:
“Mishi Ma, mi gata”, JMP.-