NO ESTÁS…
No estás
debajo de la mesa,
no estás
en la terraza,
no estás
en la cocina,
no
andas debajo de los árboles.
Pero veo
tu sombra, mi amigo,
tu
fina sombra mirándome.
Ah,
mirándome,
con
esa mirada tuya, melancólica
pero
dulcemente feliz
de
sentir en tu ser
la
onda de la mía…
Los
dos, unos momentos,
nos
mirábamos antes
hasta
que me turbaba
la
sensitiva luz
de yo
no sé qué llanto
de
plenitud
que
aparecía en tus ojos,
ganaba
tu actitud
alargada
y te
hacía un pálido
misterioso
fondo…
Y así
eras un alma
antigua
en su
mismo éxtasis fiel
hasta
el nivel de otra alma…
Y a su
vez esta alma
se
bañaba
en tu
gracia lejana
como
en los puros signos
del
espíritu
ya
iluminándose…
NO
ESTÁS…
No
estás debajo de la mesa
para
envolverme en el hálito
de tu
armonía dormida:
el
sueño del impulso
mismo
en sus
líneas aladas
hacia
prados invisibles
pero
que llenaban
de no
sé qué brisa verde
la
pieza…
y las
hierbas se despertaban
y la
mañana era de pies ligeros
y la
tristeza era de pies ligeros…
Temblaba
tu calor,
y la
soledad de dos
tenía
un sobresalto
de
fuego suave…
no más
el frío inexplicable,
no más
la sombra inexplicable,
no más
el abismo inexplicable...
No
estás debajo de la mesa, mi amigo…
NO
ESTÁS…
No
estás en el sol tibio
conmigo…
Chispas
del azul etéreo
encendían
dulcemente, y las fundían en él,
las
ideas fáciles del aire, de las hojas, de los trinos,
en que
mi pensamiento flotaba…
Me
mirabas, medio fascinado,
los
ojos vencidos por igual
delicia
radiosa,
y
éramos una sola alma agradecida
a un
mismo dios transparente:
criaturas
gemelas de este dios,
humildes
llamas de este dios…
No
estás en el sol tibio conmigo, mi amigo…
Y AY!...
Y ay,
no bajas la escalera
como
en los últimos tiempos,
con
tus ziszás deslizados…
A
veces, ay, caías contra mi propio corazón…
No
bajas la escalera,
y sin
embargo
yo ya
sentía entonces que bajabas
hacia
las pálidas raíces
y que
mis brazos eran débiles
contra
tu descenso rápido, rápido,
en su
indecisa lentitud.
No
podía detener tus días
en los
ámbitos de tu adoración, familiares
a la
presencia amada y a su aura,
con su
fluido secreto, y las líneas
visibles
e invisibles que debían repetirla…
Oh, si
después de la ceniza
el cariño
por ahí esperara…
¿Qué
oídos para oír tu aullido solo
más
allá de la luz y de la sombra?
Y yo
llegara al fin a encontrarte en algún cielo del amor,
tú ya
rápido hacia mí por el imposible otro perfume, llorando,
y
jugáramos los dos, luego, por las infinitas hondonadas,
sobre
el rocío eterno de las gramillas eternas…
Si nos
halláramos, después, mi amigo, en algún círculo fiel,
fluidos
sólo quizás de una adhesión perdida
que no
se habría cansado, allá, de preguntar a los aires…
De:
La brisa profunda, 1954; en Obra Completa, Centro de Publicaciones, Universidad
Nacional del Litoral, Santa Fe, Argentina, 1996.
Juan
Laurentino Ortiz nació el 11 de junio de 1896 en Puerto Ruiz, cerca de
Gualeguay (Entre Ríos), ciudad donde vivirá hasta 1942 cuando se muda a Paraná.
Murió el 2 de septiembre de 1978. Foto: Jmp
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