martes, 1 de diciembre de 2009
Glauce Baldovin o “La señora del fuego”
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GLAUCE BALDOVIN O “LA SEÑORA DEL FUEGO”
Por Julio Castellanos
Glauce Baldovin (1928-1995) es una de las figuras mayores de la poesía de Córdoba. Aunque de concepción inequívocamente “sesen(seten)tista”, su primera publicación es “Poemas”, de 1987, que incluye el conmovedor “Libro de Lucía”, el que con su posterior “Libro de la soledad” (1989) señala uno de los momentos realmente ponderables de la poesía argentina.
Su estética incorpora el poema al curso de lo narrativo: son sus trabajos verdaderas historias (es decir ficciones verosímiles, un poco al estilo del Edgar Lee Master de la Antología de Spoon River). Por lo general, sus libros toman un tema que es paulatinamente desarrollado con un alto contenido de lirismo. Por otra parte, la poeta se concede el derecho a articular enunciados de carácter ideológico o político (al modo de la llamada poesía comprometida) sin permitirse que mácula alguna atente contra la belleza formal del poema.
De su obra, en gran parte aún inédita, se han publicado, desde 1987 a la actualidad, los libros “Poemas” (Libro de Lucía, El fuego, El combatiente); “Libro de la soledad”; “De los poetas”; “Libro del amor”; “Con los gatos el silencio”; “Libro de la soledad” - “Nuestra casa en el Tercer Mundo”; “Poemas crueles” (De la violencia, el terror y el despojo y El ángel aherrojado); “Libro de María” – “Libro de Isidro”; “Yo Seclaud”; “El rostro en la mano”; “Promesa postergada” y “Huésped en el laberinto”.
Alejada de artificios, su poesía recorre líneas precisas por dos carriles fundamentales: el de un discurso en el que predomina una narración de fuerte pero equilibrado tono emotivo de construcción de la subjetividad y el de un cuerpo que transparenta apelaciones de carácter social. Ambos, el campo de la “poesía pura” y el de la poesía “instrumental”, forman en su corpus una entidad sólida. Cada libro es una obra que se abre y se cierra: la voz poética los estructura con una intención (in-tensión) que desarrolla un asunto siguiendo sus ramificaciones, sus expansiones; creando una arborescencia propia.
(…) pocos, como ella, lograron con economía de recursos o el uso de recursos tan básicos como la comparación o la prosopopeya, una expresión honda, cabal, ajena tanto a la autocomplacencia como a los desbordes; alejada de las identificaciones meramente sensitivas.
Todo esto sin transitar por un camino “cerebral”; sin renunciar a lo más genuino de la emoción poética, de la manifestación de esa poesía que muestra una superficie ensamblada por articulaciones profundas; superficie muchas veces temblorosa que trasluce una voluntad comunicativa, en la que es posible el verse del lector, vuelto amable cómplice.
Acaso por aquello de que la poesía es “expresión de la interioridad”, y que es habitual la confusión de interioridad y biografía, es una fácil tentación apelar a las tribulaciones biográficas de un poeta; el hacer de ese acontecer una suerte de herramienta apta para la “explicación” del poema.
En rigor, el poema sólo debe justificarse por sí mismo. Más aún, pareciera que cuando el texto se separa de su ejecutor adquiere su propia carnadura, su verdadero sentido en el bosque simbólico de lo dicho. Y en este sentido trabaja el tiempo, erosionando el cuerpo del enunciante; facilitando, con esta erosión, la construcción de lo escrito como el único cuerpo posible, el único expuesto; puesto fuera del sí mismo, integrado en el discurso de lo otro.
De todas maneras no resulta, en algunos casos, impertinente alguna mención a ese transcurso que llamamos vida. Más, cuando la palabra escrita resulta una suerte de expulsión, de materialidad emanada en la duración de ese transcurrir: es el caso de Glauce, que supo hacer de su historia (de su vida, de su cuerpo) un texto.
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Fragmento seleccionado por Concepción Bertone de un ensayo sobre “Glauce Baldovin en la poesía de Córdoba”, del poeta Julio Castellanos.
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