A
Eduardo Antonio Ascuy, 1926 - 1992
I
Te
llamo
te
llamo en la niebla de la ciudad
entre
las máquinas que giran
y
papeles que vuelan en la blancas madrugadas.
Te
llamo en el laberinto en la violencia
en el
desierto de las voces mecánicas
en el
páramo del simulacro cotidiano.
No
conozco el idioma del paisaje celeste
ni la
llave que alcance tu morada de aire.
Sólo
puedo ofrecerte esta palabra
un
alimento triste y el vino solitario
que
arrastra recuerdos de parques bienamados
de
calles que te pertenecen
de
libros donde juntos morábamos.
Todo
me dice mi orfandad
cuando
llega la lluvia con sus pies diminutos
sobre
mi corazón sin abrigo.
Te
llamo y te llamaré con el latido
último
de mi cuerpo
cuando
Ella venga a mí
como
una madre compasiva y pálida.
V
Hablabas
de aquel lugar,
el
prado sin otoño donde la brisa se detiene
y el
agua es un cristal murmurante.
Hablabas
de la rosa que resplandece intacta,
de
bellos y enternecedores suicidas
que
merodean junto al misterio.
Tuviste
ojos de fuego para mirar el abismo
y dos
palomas guiaron tus pasos
hacia
el arbusto incandescente.
Sola en el arenal
me alimento de tus palabras
rocío fiel en la sequedad del mundo.
XI
Tu
partida me abrió un sendero oculto
entre
pinares solitarios,
un
camino que empieza en el crujir de mis huesos,
en la
alquimia secreta de las lágrimas.
Pude
erguirme dichosa
entre
tulipanes recién abiertos.
Anduve
por atajos pedregosos
mordida
por las espinas
y
hallé pámpanos nuevos,
uvas
de nieve y de cristal.
Las
hojas de la hiedra coronaron mi frente
para
una danza gozosa en la penumbra lunar.
XVII
Somos
uno, dijiste, no lo olvides.
Trato
de descubrir un rosario invisible
que
enlaza las cosas mudas y despojadas.
Acecho
los pálidos ramajes que el viento mueve
en el amanecer,
el
vuelo de un pájaro oscuro
que
cruza el cielo como un signo.
Tal vez te haces presente
en las letras que ahora dibujo.
Tu presencia levísima
mueve mi mano.
XXII
Miro
la eternidad desde el tiempo caído.
¿Miras
también los días desde la eternidad?
Heme
aquí, dedicada a la trasmutación de las horas
opacas
de mi vida
en
aberturas celestes.
Maga,
reina del éter y la penumbra
avanzo
con mi vara de jacintos
buscando
entre las piedras un guijarro de plata.
Mi
tarea es la ordenación del caos
la
edificación de un territorio solar.
XXVI
Miro
la eternidad desde el tiempo caído.
¿Miras
también los días desde la eternidad?
Heme
aquí, dedicada a la trasmutación de las horas
opacas de mi vida
en
aberturas celestes.
Maga,
reina del éter y la penumbra
avanzo
con mi vara de jacintos
buscando
entre las piedras un guijarro de plata.
Mi
tarea es la ordenación del caos
la
edificación de un territorio solar.
XXVI
Vuelo
sobre el mar
dejando
atrás las cenizas
de los
que amo.
Vuelo
sobre los tiempos del dolor
sobre
los cementerios
donde
enterré mis lágrimas.
Voy
hacia días desconocidos
hacia
las Islas Afortunadas
donde
crece
el
árbol mágico del pan.
Dueña
de mí y del aire
sé que
todo está vivo para siempre.
La
distancia es sólo una ficción
inventada
por los condenados.
XXIX
Yo
dibujaba tu nombre en grandes láminas amarillas.
Disponía
los signos, las palabras,
y tú
venías sonriente de algún lugar
trayendo
una noticia favorable,
una
noticia que olvidé.
Tuve la gracia de vivir
ese encuentro
en un territorio que es
propiedad del Amor.
Lo llaman Sueño.
XXXIII
He
vuelto de las pálidas orillas
con el
canto del pájaro en mi oído.
Atravesé
las puertas de marfil
que
dan acceso a mundos invisibles.
Puedo
morir ahora
cantando
un salmo de alegría.
Estoy
viva entre ruinas que relumbran.
Mi
memoria ha guardado
el
follaje verdeazul de álamos amados.
Mi
frente ha sido coronada de perlas
mis
manos guardan biznas de los frutos de oro
que
recogí en mis noches de vigilia.
En la
penumbra de la noche danzo
mientras
caen los pétalos de fuego
sobre
mis pies desnudos.
Las
puertas se entreabren.
La luz
desciende.
En
Memoria del trasmundo, Ediciones
Último Reino, Buenos Aires, Argentina, 1999 / Selección y fotos: jmp
Graciela
Maturo (Santa Fe, 15 de agosto de 1928), poeta, escritora y ensayista
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