viernes, 23 de octubre de 2020

MIGUEL ÁNGEL MOLFINO La chica más linda del mundo

 

LA CHICA MÁS LINDA DEL MUNDO

 

         Seamos sinceros, su ingreso al predio de la pileta fue sencillamente espectacular. Hasta ella el sopor del rabioso calor había logrado adormecernos en una dócil abulia de chapuzones carentes de interés. Nada nos hubiera conmovido: la irrupción de un camello o de una banda de gaiteros escoceses, como les digo, nos hubiera emocionado tanto como salir para el trabajo un día lunes. Pero, con ella todo fue distinto. Sin más cortejo que una colorida toalla colgante de un brazo y un bolso de rafia que bamboleaba en su otra mano, entró al club –sin que ninguno de los presentes lo mereciera- la chica más linda del mundo.
         Y con ella entró su cavadísima malla negra, su imposible cintura y ese elástico andar que debe usar sólo los domingos. Caminaba en dirección de una reposera, inaccesible, envaneciendo su largo cuello como alguien habituado a tener tratos con la inmortalidad. Con lentitud, tal vez fotocopiando alguna escena de una película francesa, acomodó sus pertenencias. Libró a sus ojos del anonimato de los anteojos oscuros y se estiró en la reposera, sabedora de que toda la pileta comprendía que se encontraba frente a la chica más linda del mundo. Sin duda, era una atleta de la belleza.
         Pensé vagamente que así habría sido toda su vida: una larga y extenuante militancia en la hermosura. La más linda del grado, luego del curso, más tarde de la facultad y ese día, la más linda del mundo en la pileta de un club de Resistencia.
Imaginé su dorado agobio, su pertinaz condena. Suelo simpatizar rápidamente con los estoicos y ella cargaba su cruz lo mejor que podía.
         Cuando se dispuso a hipnotizar el sol con los ojos cerrados, un maduro bañista me codeó las costillas al tiempo que me confiaba parte de sus impresiones con un tiene un lomo que no puede ser. Los dos nos hallábamos sentados al borde de la pileta y su exaltada estética estuvo a punto de mandarme a nadar un rato. No obstante, armé un rostro de extrema complicidad y le devolví, con voz de whisky y noche, un es de locos, frase que me impresionó por su lograda y expresiva sencillez.
         Dos o tres flacos, adulados por la presencia de la chica más linda del mundo, se vieron obligados a empujarse y a vociferar con desusada virilidad. Se zambullían ruidosamente y nadaban hasta perder el aliento. Otros, más impasibles, con punitivos ojos, alcanzaban la reposera de nuestra heroína. Tampoco pudo evitar la visión de la chica más linda l mundo, una absorta mesa de mujeres donde desperezaban una loba entre mates, galletitas dulces y críos que pedían upa. No adjetivaré digo tan solo que la miraron.
         De pronto ella se movió. Es más, se reincorporó hasta sentarse. Y prodigiosamente, una vez más, la pileta quedó en vilo. La chica más linda del mundo simplemente cambiaba de posición para tostarse.
         -Es la chica más linda de Sudamérica - aventuré ante mi desconocido compañero de borde de pileta-. ¡Escucháme! –se indignó-. ¡Es la piba más linda del mundo!- Y sonrió con sus parejos dientes, como si en ese preciso instante hubiera entrevisto algo angelical a la altura del trampolín vacío.
         Ella, siempre lejana, miró su reloj pulsera, quebró su indecible cintura en procura del bolso, se levantó y se encaminó hacia el vestuario. No regresó.
         La pileta, poco a poco, recuperó el sopor, aunque de tanto en tanto, las miradas se dispararan sobre las puertas de acceso, esperando un tardío milagro. Todo regresó a la abulia, a los chapuzones carentes de interés; los flacos se vieron desafectados de sus briosos esfuerzos musculares, mi compañero de borde de pileta se marchó para emborracharse de ping-pong; a las señoras que jugaban loba les fue deparado el mate tibio, ya sin masitas y los críos que antes pedían upa ahora lloraban a moco tendido. Yo mismo creí advertir lo absurdo de existir al borde de una piscina, en esa hora y bajo el sol. Nada tenía sentido sin la chica más linda del mundo.  

 

En suplemento Verano/12, martes 27 de febrero de 1990

Miguel Ángel Molfino (Saladillo, provincia de Buenos Aires, 25 de diciembre de 1949)

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