LA
CHICA MÁS LINDA DEL MUNDO
Seamos sinceros, su ingreso al predio
de la pileta fue sencillamente espectacular. Hasta ella el sopor del rabioso
calor había logrado adormecernos en una dócil abulia de chapuzones carentes de
interés. Nada nos hubiera conmovido: la irrupción de un camello o de una banda
de gaiteros escoceses, como les digo, nos hubiera emocionado tanto como salir
para el trabajo un día lunes. Pero, con ella todo fue distinto. Sin más cortejo que una colorida toalla colgante de un brazo y un bolso de
rafia que bamboleaba en su otra mano, entró al club –sin que ninguno de los
presentes lo mereciera- la chica más linda del mundo.
Y con ella entró su cavadísima
malla negra, su imposible cintura y ese elástico andar que debe usar sólo los
domingos. Caminaba en dirección de una reposera, inaccesible, envaneciendo su
largo cuello como alguien habituado a tener tratos con la inmortalidad. Con
lentitud, tal vez fotocopiando alguna escena de una película francesa, acomodó
sus pertenencias. Libró a sus ojos del anonimato de los anteojos oscuros y se
estiró en la reposera, sabedora de que toda la pileta comprendía que se
encontraba frente a la chica más linda del mundo. Sin duda, era una atleta de
la belleza.
Pensé vagamente que así habría
sido toda su vida: una larga y extenuante militancia en la hermosura. La más
linda del grado, luego del curso, más tarde de la facultad y ese día, la más
linda del mundo en la pileta de un club de Resistencia.
Imaginé su dorado agobio, su pertinaz condena. Suelo simpatizar rápidamente con
los estoicos y ella cargaba su cruz lo mejor que podía.
Cuando se dispuso a hipnotizar el
sol con los ojos cerrados, un maduro bañista me codeó las costillas al tiempo
que me confiaba parte de sus impresiones con un tiene un lomo que no puede ser.
Los dos nos hallábamos sentados al borde de la pileta y su exaltada estética
estuvo a punto de mandarme a nadar un rato. No obstante, armé un rostro de
extrema complicidad y le devolví, con voz de whisky y noche, un es de locos,
frase que me impresionó por su lograda y expresiva sencillez.
Dos o tres flacos, adulados por
la presencia de la chica más linda del mundo, se vieron obligados a empujarse y
a vociferar con desusada virilidad. Se zambullían ruidosamente y nadaban hasta
perder el aliento. Otros, más impasibles, con punitivos ojos, alcanzaban la
reposera de nuestra heroína. Tampoco pudo evitar la visión de la chica más
linda l mundo, una absorta mesa de mujeres donde desperezaban una loba entre
mates, galletitas dulces y críos que pedían upa. No adjetivaré digo tan solo
que la miraron.
De pronto ella se movió. Es más,
se reincorporó hasta sentarse. Y prodigiosamente, una vez más, la pileta quedó
en vilo. La chica más linda del mundo simplemente cambiaba de posición para
tostarse.
-Es la chica más linda de Sudamérica
- aventuré ante mi desconocido compañero de borde de pileta-. ¡Escucháme! –se indignó-.
¡Es la piba más linda del mundo!- Y sonrió con sus parejos dientes, como si en
ese preciso instante hubiera entrevisto algo angelical a la altura del
trampolín vacío.
Ella, siempre lejana, miró su
reloj pulsera, quebró su indecible cintura en procura del bolso, se levantó y
se encaminó hacia el vestuario. No regresó.
La pileta, poco a poco, recuperó
el sopor, aunque de tanto en tanto, las miradas se dispararan sobre las puertas
de acceso, esperando un tardío milagro. Todo regresó a la abulia, a los
chapuzones carentes de interés; los flacos se vieron desafectados de sus
briosos esfuerzos musculares, mi compañero de borde de pileta se marchó para
emborracharse de ping-pong; a las señoras que jugaban loba les fue deparado el
mate tibio, ya sin masitas y los críos que antes pedían upa ahora lloraban a
moco tendido. Yo mismo creí advertir lo absurdo de existir al borde de una
piscina, en esa hora y bajo el sol. Nada tenía sentido sin la chica más linda
del mundo.
En
suplemento Verano/12, martes 27 de
febrero de 1990
Miguel
Ángel Molfino (Saladillo, provincia de Buenos Aires, 25 de diciembre de 1949)
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