domingo, 24 de marzo de 2019

JUAN GELMAN Querido Paco



Querido Paco:


     Me estoy haciendo de comer en mi cocina de Roma. Me acuerdo de hace años -¿ocho? ¿diez?-, cuando nos hicimos de comer en tu casita de Ciudad de la Paz, en Buenos Aires. Te gustaba decir casita. Se había muerto el Moro y decidimos, antes de acompañarlo a su penúltima morada, comer bien, chupar bien, como tantas veces hicimos con él antes de llevarlo al cementerio.


     Entonces mucha gente moría de muerte natural. La del Moro fue por enfermedad, pero no tan natural. Había tomado mucho en su vida, nos llevaba -calculo- unos doce mil litros de vino de ventaja, y llegó el momento en que tuvo que elegir: una vida ascética, sin alcohol, sin mujer, sin tabaco, o una muerte rápida. Eligió lo segundo, por elegancia moral.


   A la mujer que amó, el Moro le escribía cartas como ésta (más o menos): "El postillón me arrastra lentamente por la tundra, estirando las verstas que me alejan de vos", escribía el porteño caradura, nato en el barrio de Belgrano. "Está borracho -continuaba-, solloza, dice 'mamuschka', 'mamuschka'(que viene a ser más trágico y más tierno que 'mammamia', 'mamma mia') y cada tanto le pega un tarascón al vodka que le vidria los ojos. ¿O se vidrea? Un ojo, por lo menos, seguro que lo tiene de vidrio. Debe ser el izquierdo, porque el tarantás se aleja peligrosamente del borde derecho del camino. Naturalmente: el postillón ladea la vista hacia la izquierda, hacia lo que no puede ver. Yo también me ladeo hacia lo que no puedo ver. La dacha de mi infancia, mi padre, general de la nación, las marquesinas que arreglaba Piótr Ivánovich, el rengo. Te amo, Katiénka, tu recuerdo se enlaza con los maravillosos blínchekis que me servís con tu manita de seda, como si fueran niños. Quién sabe qué me espera al final de la jornada. Seguramente, el estarosta en la puerta de mi finca. Pero yo no quiero verlo nunca más."


     De tanto de eso nos reímos.


     También me acuerdo, Paco, años después -¿cuatro? ¿cinco?- de la casa clandestina `pr el barrio de Constitución, donde nos reuníamos a veces. Y del gesto que me hiciste -pulgar derecho hacia abajo, como los emperadores de Roma- cuando me abrías la puerta esa vez que me tuviste que anunciar que la organización me mandaba a Europa, al exterior. Ni vos ni yo queríamos que yo me fuera. Ya se moría menos de muerte natural y ninguno de nosotros quería irse del país, de eso que había empezado en el país.


     Y después, te mataron. Te ibas volviendo cada vez más hondo para entonces, más alegre y más humano. Sigo pensando, hace años que lo pienso -¿cuatro? ¿cinco?-, que era mejor que te mandaran a Roma a vos. Ahora estarías haciéndote de comer en tu casita, recordándolo al Moro, recordándome, lejos, cerca. 


     No me quiero morir en lugar tuyo, aunque a veces quisiera estar en tu lugar. Lo que pasa es que una vez me dijiste que ibas a vivir ochenta años, y yo te creí. Y todavía te creo. 




Roma/ 29-5-80

Poema XXI de Bajo la lluvia ajena (notas al pie de una derrota); en Interrupciones II
Libros de Tierra Firme, Buenos Aires, 1986.
Juan Gelman (Buenos Aires, 3 de mayo de 1930 – Ciudad de México, 14 de enero de 2014).  Foto: Jmp

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