Querido Paco:
Me estoy haciendo de comer en mi
cocina de Roma. Me acuerdo de hace años -¿ocho? ¿diez?-, cuando nos hicimos de
comer en tu casita de Ciudad de la Paz, en Buenos Aires. Te gustaba decir
casita. Se había muerto el Moro y decidimos, antes de acompañarlo a su
penúltima morada, comer bien, chupar bien, como tantas veces hicimos con él antes
de llevarlo al cementerio.
Entonces mucha gente moría de muerte
natural. La del Moro fue por enfermedad, pero no tan natural. Había tomado
mucho en su vida, nos llevaba -calculo- unos doce mil litros de vino de
ventaja, y llegó el momento en que tuvo que elegir: una vida ascética, sin
alcohol, sin mujer, sin tabaco, o una muerte rápida. Eligió lo segundo, por
elegancia moral.
A la mujer que amó, el Moro le escribía
cartas como ésta (más o menos): "El postillón me arrastra lentamente por
la tundra, estirando las verstas que me alejan de vos", escribía el
porteño caradura, nato en el barrio de Belgrano. "Está borracho
-continuaba-, solloza, dice 'mamuschka', 'mamuschka'(que viene a ser más
trágico y más tierno que 'mammamia', 'mamma mia') y cada tanto le pega un
tarascón al vodka que le vidria los ojos. ¿O se vidrea? Un ojo, por lo menos,
seguro que lo tiene de vidrio. Debe ser el izquierdo, porque el tarantás se
aleja peligrosamente del borde derecho del camino. Naturalmente: el postillón
ladea la vista hacia la izquierda, hacia lo que no puede ver. Yo también me
ladeo hacia lo que no puedo ver. La dacha de mi infancia, mi padre, general de
la nación, las marquesinas que arreglaba Piótr Ivánovich, el rengo. Te amo,
Katiénka, tu recuerdo se enlaza con los maravillosos blínchekis que me servís
con tu manita de seda, como si fueran niños. Quién sabe qué me espera al final
de la jornada. Seguramente, el estarosta en la puerta de mi finca. Pero yo no
quiero verlo nunca más."
De tanto de eso nos reímos.
También me acuerdo, Paco, años
después -¿cuatro? ¿cinco?- de la casa clandestina `pr el barrio de
Constitución, donde nos reuníamos a veces. Y del gesto que me hiciste -pulgar
derecho hacia abajo, como los emperadores de Roma- cuando me abrías la puerta
esa vez que me tuviste que anunciar que la organización me mandaba a Europa, al
exterior. Ni vos ni yo queríamos que yo me fuera. Ya se moría menos de muerte
natural y ninguno de nosotros quería irse del país, de eso que había empezado
en el país.
Y después, te mataron. Te ibas
volviendo cada vez más hondo para entonces, más alegre y más humano. Sigo
pensando, hace años que lo pienso -¿cuatro? ¿cinco?-, que era mejor que te
mandaran a Roma a vos. Ahora estarías haciéndote de comer en tu casita,
recordándolo al Moro, recordándome, lejos, cerca.
No me quiero morir en lugar tuyo,
aunque a veces quisiera estar en tu lugar. Lo que pasa es que una vez me
dijiste que ibas a vivir ochenta años, y yo te creí. Y todavía te creo.
Roma/ 29-5-80
Poema XXI de Bajo la lluvia ajena
(notas al pie de una derrota); en Interrupciones
II,
Libros de Tierra Firme, Buenos Aires, 1986.
Juan Gelman (Buenos Aires, 3 de mayo de 1930 – Ciudad de México, 14 de
enero de 2014). Foto: Jmp
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