martes, 4 de junio de 2019

DANIEL PONCE Nuevos poemas



EL ARTE DE ESCRIBIR

El escritorzuelo amarillo
cambió tres comas
para reorientarse
en el mercado.

Autocomplaciente, afirmativo,
autoconvencido, pío,
habla con su editor
por teléfono
mientras el editor
chatea con su amante,
una escritorzuela
adicta al pastiche.

Le preocupa la extensión
de los capítulos.
Ya podó los adjetivos.
Surció dos escenas
de sexo entre comanches.
Envió dos mails
a un especialista
en rajastaní.

El editor cínico,
verdadero autor del libro,
escupe un título neutro,
sin sentido.

El escritorzuelo amarillo
gasta las mañanas en un bar,
las tardes en la cama,
las noches en el tumulto
que Google preludia.

Participa de un foro
con nombre falso:
Belcebú Bataille
y tiene miedo.


A COMIENZOS DEL OTOÑO

Es arte primitivo quemar ramas, disponerlas
como ángulos en fuga para que lleguen al cielo,
disueltas, crepitantes. Es hora de volver a Montale.

De beber café hasta que el olor de la tarde
sea el de un animal sorprendido en su madriguera.
De olvidar al tirano y a sus bufones.

La calculada generosidad del otoño
es parecer sabio
y alentar la introspección
mientras trafica en el amarillo
aquello que nunca es perdurable.

Piedras sorprendidas por un sol flaco.


JARDINES ANOCHECIDOS

Es blanca la lejanía que sube al azul y retorna en humedad.
Los jardines perdieron su pupila de animal  atento
hasta quedar sumidos en un activo silencio de emboscada.
No seré yo quien muestre los colores ocultos, ni nadie
podrá decir si el verde es aún verde en el confín de la noche.
Estamos para pensar. Poco sé de aquellas rarezas que se anuncian
como chasquidos o ecos tenues de escarabajos.
Luego del sol, poco resta para postular la verdad.
Esa duda que anida en la latencia de las flores
y la honda tribulación de las raíces
es todo lo que vive cuando la luz se aleja.


LAS MALAS NUEVAS

Pasé la mañana mirando por un portón
como el que mira a través de las pestañas de un cíclope.
Tal era mi nimiedad. Un ir y venir de gente anónima
con la celeridad fantasmal de traspasar un límite.

Somos sombras cuando pasamos
por debajo del dintel
que preludia la sala de guardia.
Alguien que no era yo se adelantó
dentro mío para advertirme.
Preferí desoírme, no saber.
Los presagios son ventanas tapiadas.

Cuando salí al jardín que se abría
hacia las enredaderas vigorosas
supe que no salía del todo.

Iba ausente, sin hablar, sin mirar a nadie.


PLANTINES

El humo tomaba forma
de molino con manos de gigantes
cuando nos detuvimos
a comprar plantines de paraísos.

Cinco o seis años demandarían
para convertirse en testigos escuálidos
del ir y venir familiar.

Hervía el capot de jeep
y hervía la cazoleta de la pipa
de mi padre.

Un carancho infatigable
buscaba el mapa circular
de la víctima.

Había pastizales como bocas barbadas.
La luz cegaba.

El polvo, que moldeaba la huella,
había permanecido allí
hasta ser tatuado por los neumáticos.

Los plantines viajaron
en bolsas de arpillera
y olían a isla recobrada.

Nos fuimos cantando
un turbio asunto de adultos
que glosaba una milonga.

Transpirados, el jeep era chapa incendiada,
mirábamos hacia adelante;
la tarde se alzaba.


APARIENCIAS

El que vio las apariencias
va hacia la cosa,
pisa el suelo clavado a la tierra
y la tierra firme sobre la piedra
 y la piedra sobre el magma;
pisa una sorpresa sin verla,
cada día, perdido en el aire,
visita la ciudad de ceniza
bordeada por árboles secos,
hacia el nombre de las cosas
con el ímpetu del converso,
en un hoyo anegado
ve su rostro incompleto.


OBSERVAR

Me senté donde la luz del crepúsculo se hacía blanda
con los ojos perdidos en un sendero vigilado por cañas.
Había oído voces lejanas, el ruido de un motor, el silbido del viento
entre portentosos eucaliptos que se aferraban
a la tierra con sus pies de mastodontes.
Los montes eran lomos de animales dormidos.
Las parvas exhalan su rancia humedad de establo.
No tenía nada para hacer, salvo presentir el tiempo
inexorable y su marcha hacia una encerrona
donde todo se hará púrpura y humo.
Como salido de un batallón extraviado,
centinela en un hueco enrojecido,
miraba hacia el oeste achinando los ojos,
mientras el trigo y el girasol daban sus adioses.


LA CASA

La humedad pudrió las paredes. Hace tanto, que no recuerdo
cuál fue el último gesto antes de trasponer el umbral.
Luego, las voces huyeron del oído como huye
una melodía por el hueco de una chimenea.
Cada uno pensó que iba a ser curado por el olvido
aunque el olvido encarga su potestad a la lentitud.
Las ventanas fueron removidas. Las tejas cayeron.
El olor dulce de la cocina fue relevado por la acritud
del abandono, tan reacio al visitante.
Sólo se tropieza con aquello que no está.


LA FATIGOSA LUZ DEL MUNDO

Todos los objetos agraviados por esta claridad que regresa
como regresan todos los olores y los matices, las plantas vuelven
en su estar desnudo y bamboleante, todo vuelve a ser.
Es el amanecer y no hay nadie disponible para comunicar
una idea ni para hablar del tránsito hacia el acto.

Espío el cuaderno donde una multitud de correcciones
torna difícil continuar las frases y pienso en pinturas japonesas
tan lineales y certeras. Inevitablemente, voy por otro camino.
La duda me hace avanzar de a centímetros y me confina
 a un espacio diminuto que puede ser controlado
luego de un largo proceso.

Preferible la oscuridad insomne, cuando todo parece neutro.
Lirios podridos van en una línea de óleo trazada sobre una tela:
la oscuridad permite asociar objetos
en una música improvisada.

Ciertos ruidos avisan que el día acontece.
Sólo las plantas respiran apacibles.


Poesía inédita, poesía vital.
Daniel Ponce (Buenos Aires, 1956). Foto: Jmp

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