Hoy, alguien mató a una rata, (el país
de las ratas es mi país), le pegó, la ensangrentó; y mi corazón se partía diez
veces, dio en recordar la antigua edad, cuando aún vivíamos en las magnolias
con la Virgen María y con los reyes, y en aire oscuro de la noche, ellas aparecían
solas o en bandadas, por el cielo negro de los techos, por el cielo negro de
los pisos, llenos de galerías y zaguanes. Tímidas y audaces como niñas nos
robaron todos los papeles, nos royeron las cifras y los cantos –y estuvo bien
así-, las cajas de masitas y retratos, las peinetas con coral en las esquinas.
Pero, fueron las únicas que me
enviaron tarjetas en los cumpleaños. Ese es el ejército de mi niñez. La guerra
de los huertos fue su guerra. No sé si triunfaban ellas o las calas, ellas o el
lucero de brillante apio.
Quiero volver a las vigas negras, a la
luna llena, a las magnolias por abrirse, a todo aquello.
No hay nada que hacer.
El pueblo de las ratas
es mi pueblo.
Era una paloma de cara redonda, de
nariz pequeña, de ojos grandes, rodeados de margarita, como una cara de niña,
un poco asustada, un poco afligida, y muy dulce; el cabello lacio y gris, se le
pegaba al cuerpo. El cuerpo era todo plateado y con el borde morado.
Apareció una mañana dibujada en un
papel y, a la vez, de pie, sobre las hojas del malvón.
Me desconcerté:
después ella voló,
se fue, desapareció,
entre
las cosas de la mañana.
En
Papeles salvajes 1, Adriana Hidalgo
editora, Buenos Aires, 2000. De La guerra
de los huertos, 1971 y Clavel y
tenebrario, 1979.
Marosa
di Giorgio (Salto, Uruguay, 17 de junio 1932 - Montevideo, 17 de agosto 2004).
Foto: Jmp
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