Lunes
De pie junto a la cama, Lucía se sacó los
aros y empezó a desnudarse. Rubia, los pechos firmes, los pezones oscuros, el
vello del pubis casi afeitado, como si fuera núbil. Tenía unas manchas blancas
en la piel, un leve tatuaje pálido que le cruzaba el cuerpo. Eran marcas de
nacimiento, rastros de su vida pasada, que la embellecían aún más.
—¿Querés así, pichón? —dijo, y se inclinó
hacia mí.
—No necesito nadie que me enseñe nada…
—Me gustan los hombres que hacen lo que
quieren.
Era como si siempre se estuviera riendo de
mí. Me acerqué y empecé a besarla. Una sensación de intimidad que nunca había
sentido.
Al día siguiente nos desveló la claridad
de la mañana y ya no pudimos dormir. Habíamos estado despiertos toda la noche;
habíamos salido del sueño para hablar, para hacerlo (como decía Lucía). Vamos a
hacerlo ahora.
—Mi hija también tiene estas marcas y no
me lo perdona.
Su cuerpo tenía un destello lunar, parecía
disolverse cuando yo entraba en ella.
—De chica yo también me había acomplejado,
pero ahora estoy orgullosa. Mi madre no lo tiene, pero mi abuela sí.
—Mujeres de piel pálida.
—Mi abuela decía que teníamos un
antepasado esquimal. Imaginate, un esquimal, en la blancura del Ártico… Se
pintan la piel con aceite de ballena, rayas y rayas negras y rojas. Nunca dicen
su nombre, es un secreto, sólo lo revelan cuando sienten que van a morir.
—Porque si no sus almas, no tienen paz
—improvisé…
—Querés fumar —dijo después.
—Estoy fumando
—Un porrito, gil.
Ella tenía el cigarrito ya armado en la
cartera. Cerrado en una punta y con un finísimo filtro de cartón en la otra,
que ella misma había hecho seguramente con mucha paciencia, para que no se
mojara la hierba al fumarla.
—Rovel es simpático. Cuando Vicky se le
durmió en la cara casi se muere.
—Aspira al oído perpetuo… ¿pero cómo sabe
que estás casada?
—Nos vimos un par de veces en Buenos
Aires.
No dije nada. El aire movía las cortinas
blancas, la luz era suave y cálida.
Desde abajo nos llegaba una música
solemne, era Bardi, el noctámbulo que estudiaba Ingeniería y se pasaba las
horas escuchando música. Un estudiante crónico, muy introvertido, cada tanto
mandaba un telegrama a su casa, en el Chaco, diciendo que había aprobado una
materia, pero en años y años no había rendido ninguna. [Mientras se lo
contaba,] Lucía terminó de vestirse. Bajamos a comer; la casa estaba tranquila,
quieta. Ella salió al patio, miró la ropa tendida, las macetas, el cartel del
Club Atenas.
Me acuerdo que cocinó hígado con cebolla.
No teníamos vino, así que almorzamos con ginebra. Ella le ponía soda.
—No tendría que tomar alcohol — dijo—.
Mañana paro.
Bardi se acercó muy ceremonioso y después
de alguna vacilación y varias disculpas se sentó a comer con nosotros porque ya
se le había hecho tarde para ir al comedor, que cerraba a las dos. Se la pasaba
en Bellas Artes colado en las clases de composición musical. Era muy
sistemático y muy apasionado, fue el primero que me hizo escuchar a Olivier
Messiaen y el primero que me habló de Charles Ives. Reconstruía la historia de
la música siguiendo un orden y escuchaba todas las obras de los músicos que le
interesaban, desde el Opus 1 hasta el final. No tocaba ningún instrumento, pero
más de una vez lo sorprendí dirigiendo en el aire la orquesta de la obra que
escuchaba. Ahora había vuelto a Mahler. Sacaba los discos de la sala de música
de la biblioteca de la Universidad, tres discos de larga duración por semana.
Quería olvidarse de todo. Odiaba a su padre, un político del Chaco, un
verdadero canalla, decía Bardi con voz suave.
Bardi nunca se recibió, y al año siguiente
consiguió trabajo en Casa América, en Buenos Aires, y me acuerdo que una noche,
al bajar del tren, me lo encontré en la estación Constitución en la zona de
levante de los chongos cerca de los baños y se quedó muy inhibido. Dos o tres
meses después se encerró en su departamento y no salió, y dicen que por la
ventana tiraba a la calle unos papeles donde decía «Socorro», pero nadie le
hizo caso ni leyó los pedidos de auxilio y lo encontraron muerto.
Pero ese día estaba tranquilo y parecía
contento de que estuviéramos comiendo con él. Escuchaba la quinta de Mahler,
muy fuerte como era su costumbre. Me parece que ese día yo le estaba
aconsejando que fuera a Mar del Plata en la temporada a trabajar en un bar, en
un restaurante, en un hotel, durante los meses de verano se podía hacer una
diferencia y vivir con eso todo el año. Estaba muy serio y escuchaba con mucha
atención y yo me ofrecí a conseguirle algún lugar donde pudiera quedarse a
vivir durante algunos meses. Lucía también le daba consejos y enseguida se
pusieron de acuerdo en que se podía vivir sin plata, casi sin plata, como los
monjes trapenses o los linyeras. Y estábamos ahí conversando, en la cocina,
tomando café cuando sonó el teléfono. Lucía se puso lívida y se levantó.
Salió al patio. Yo tampoco atendí. Lucía,
en un costado, cerca de la escalera estaba de espaldas y fumaba. Bardi fue al
teléfono y cuando vino no explicó nada… [No era nadie, aclaró, un señor,
equivocado]. Era discreto y había comprendido todo sin hablar. Ella volvió a la
cocina y se apoyó en la pared. ¿Cómo habían sabido que estaba ahí?, pensé yo.
Ella se quedó quieta, como ausente.
Fue un ejemplo de lo que Lucía misma
llamaba el síntoma de la taza cachada. [Una de esas tacitas de porcelana a las
que se le suelta el asa y se las encola y se ve la raya blanca al costado].
—Hay que manejarme con cuidado. —Movió el
codo como si fuera un ala —. Se despega.
Estábamos en La Modelo, amplia y tranquila
a esa hora de la tarde, y fue ahí donde apareció la metáfora de la vajilla
quebrada.
—Era muy chica cuando tuve a mi hija y
ahora ella está más pegada al padre que a mí.
A los cinco años, la hija ya estaba
tomando clases de equitación. Al marido le parecía elegante, según Lucía.
Me dijo que tenía la sensación de que el
tiempo se le iba de las manos, las horas perdidas la abrumaban. No esto, me
dijo, esto es al revés, cuánto hacía que estábamos juntos…, una noche y parecía
que hiciera semanas. Ojalá pudiéramos detener el tiempo, dijo de pronto.
Se tomaba todo en serio, menos su propia
vida. Quería hacer la tesis con Agoglia sobre Simone Weil. Yo pensaba irme a
vivir a Buenos Aires, trabajaba con mi abuelo, pero podía conseguir un puesto
en El Mundo. Estoy escribiendo notas ahora y tengo un amigo en la redacción…
—¿Qué estás escribiendo?
—En el suplemento literario…
—Pornografía de clase media —dijo ella.
Siempre decía la verdad, decía lo que
pensaba. Ya nos habíamos contado nuestras historias personales, las síntesis de
la vida de cada uno, los hechos que uno cree que fueron decisivos. Yo había
empezado a escribir cuentos en esa época, y estaba un poco perdido, casi a
punto de terminar la carrera, sin muchas posibilidades, salvo ese trabajo en el
diario. No es así la historia que me hago ahora de aquel tiempo, pero eso era
lo que pensaba de mi vida en esos días.
—Me hubiera gustado estar con un solo
hombre, para no tener que volver a contar mi vida de nuevo —me había dicho
Lucía. Todo lo que decía me hacía sufrir. Y se daba cuenta. Me agarró la mano.
—Por qué no nos vamos unos días a Punta
Lara…
—Claro, sí, vamos, ahora que está
empezando el verano.
—Al lado del río. Conozco un lugar ahí.
Otra vez sentí el ardor de los celos.
—No, vamos a lo de Dipi, tiene una casa,
me la va a prestar.
Fuimos entonces a la casa de Dipi, cerca
de la estación, un largo pasillo y dos piezas [cuartos] altísimas casi sin
muebles pero con libros amontonados en todos lados. Dipi estaba en la cama,
tomando mate y leyendo con su nueva novia, una japonesa que parecía tener trece
años, como todas las novias de Dipi.
—No es japonesa, es euroasiática —dijo
Dipi—. La madre es del Kubán, desierto tártaro, ¿no es cierto, nena?
La muchacha sonreía y afirmaba. Dipi de
vez en cuando, entre mate y mate, tomaba ginebra pero también fumaba y
acariciaba a la chica.
—Lucía, vení, acostate con nosotros —dijo
él, y le hizo lugar en la cama. Una de cada lado—. Podés irte vos, nomás… —se
reía Dipi.
Le dio un mate a Lucía.
—Difícil tomar mate acostada — dijo ella,
y se sentó conmigo en la butaca.
—Trilce se llama, bueno, no se llama, yo
le puse ese nombre porque es bella y hermética. En el desierto, escuchen esto,
en el desierto los tártaros se sientan ante un ojo de agua para charlar, como
los gauchos se sientan frente al fuego.
—¿Qué gauchos? —dijo Lucía.
—Los crotos son los únicos gauchos que
quedan —dijo Dipi, que se reía como si los chistes fueran de otro.
Me acuerdo que esa noche nos hizo escuchar
el primer simple de los Beatles, con “Love Me Do” y “P. S. I Love You”. Se lo
había traído la Lolita euroasiática, que había pasado el verano en Londres con
el padre, como contaba entusiasmado Dipi. Todas sus novias y sus amigos eran
excepcionales, según él, todos tipos de primera, que le traían las últimas
novedades y las últimas noticias y lo tenían al tanto del movimiento del
universo sin que él tuviera que moverse de la cama o salir de su pieza.
De pronto Dipi se levantó desnudo, nos dio
la espalda y se puso el pantalón. Ceremonioso, con un brillo astuto en los
ojos, se acercó a la japonesa y después me dijo, mirando a Lucía:
—Te la cambio.
—Mejor yo me quedo con ella y te lo presto
a Emilio —dijo Lucía.
—Es
muy feo —dijo Dipi.
—A mí me parece muy hermoso — dijo la
japonesa—. Tan hermoso que no puedo mirarlo.
—Graziosissime donne —dijo Dipi —. Estamos
siempre en el Decameron —acentuando la primera é, a la italiana —. Miren lo que
tengo aquí. —Era una guía de Roma—. Acá nació mi abuelo, cerca de la tumba de
Nerón.
—Es hermosa la tumba —dijo la japonesa, y
ahí me di cuenta de que hermosa era una expresión suya, como decir hola o bien.
Lucía parecía contenta de estar ahí,
divertida ante la japonesita con sus expresiones rebuscadas y el «hermoso» en
medio de las frases.
—Qué tumba, si lo enterraron en el campo,
en su villa.
—La hicieron en el siglo III —dijo Dipi—.
Porque el espíritu de Nerón se le aparecía al papa Ludovico III y no lo dejaba
tranquilo. ¿No es genial? Che, pero qué bien que vinieron a visitarnos,
¿quieren comer algo?
—Vengo a pedirte un favor.
—Plata no tengo.
—La casa esa en Punta Lara, ¿se puede
usar?
—Pero claro, viejo, les doy la llave, está
la moto ahí, la moto de Ferreyra, con sidecar y todo. Pueden rajarse a la
Patagonia con esa moto. Lucía se había sentado ahora al lado de la japonesa,
que seguía desnuda en la cama; le hablaba de cerca y le acariciaba el pelo y se
lo acomodaba atrás de la oreja, porque la chica tenía un pelo negro muy
hermoso.
—Viste lo que es eso —dijo Dipi señalando
la música que sonaba en su Winco—. Viste lo que hacen esos tipos, son working
class, otra que Perry Como. Se terminó la clase media musical, queridos,
estamos con el Chango Nieto, con Alberto Castillo, y con los Beatles ragtime de
los barrios obreros de Liverpool.
Eran casi las seis de la tarde, había
empezado a oscurecer, yo quería que nos fuéramos directamente a Punta Lara pero
Lucía insistió en que pasáramos por la pensión.
—Me dejé unas cosas allá, unos libros.
—Compramos todo de nuevo.
Miró en la cartera.
—Me deje el porro y unas pastillas.
Así que fuimos.
La casa estaba en silencio. Bardi parecía
dormir con la puerta cerrada, no había movimiento en ningún lado. En cuanto
entramos, Lucía se puso rara, parecía nerviosa, de pronto no la vi y me di
cuenta de que había bajado y estaba hablando por teléfono en la cocina. [Había
llamado ella y no quise escuchar]. Me pareció que discutía con alguien.
Al rato vino a la pieza, parecía cortada,
medio ausente mientras buscaba sus cosas.
—Tengo que irme —dijo.
—¿Cómo sabía él que estabas en casa?
—Le avisé que iba a estar con vos —dijo ella—.
Quiero que la nena sepa siempre dónde estoy…
—La gente débil hace ver la debilidad de
los demás —dije.
Ella me contestó con una frase precisa y
seca, no la voy a repetir. Tenía el infalible instinto de las mujeres
inteligentes para calar la comedia masculina. Pienso eso ahora. En ese momento
me quedé inmóvil. No quise preguntarle nada, no quería que se justificara.
—Lástima —dije.
La terminal era un playón, con los grandes
ómnibus estacionados a los costados, sobre la calle. El Río de la Plata a City
Bell salía en un rato. Nos sentamos en un banco de madera. Compré una botella
de cerveza en un quiosco. Ella prendió un porro y lo fumó bajo la luz. Una
música estridente bajaba de los altoparlantes por los que también anunciaban la
salida de los ómnibus. Estuvimos ahí, quietos, casi sin hablar.
—Nunca puedo descansar…
¿Dijo eso? No estoy seguro, no era su
estilo. Lo único que me falta es escuchar voces, pensé, me acuerdo.
Parecíamos dos muertos vivos. ¿Qué había pasado?
Ya estaba en el pasado. El presente no había durado nada. Ella y su marido
hacían destrozos y después volvían a estar juntos. Basta un gesto y el mundo
entero se transforma.
De pronto, de la nada, apareció un
mendigo, alto, joven, vestido con sobretodo, sin camisa, los zapatos rotos, las
canillas al aire.
—¿No le sobra una moneda, don? — me dijo.
Ella lo miró. Era rubio, la piel lívida,
una especie de Raskólnikov buscando plata para comprar un hacha.
—Necesito tomarme un vino.
Lucía abrió la cartera y sacó un fajo de
billetes. Pareció darle toda la plata que tenía. El mendigo se quedó quieto un
rato, moviéndose en su lugar y murmurando frases inconexas en una especie de
canturreo suave. Después buscó en el saco y le alcanzó una moneda a Lucía, como
si quisiera darle también él una limosna.
—La encontré en un barco hundido —dijo—.
Es un dracma. Trae suerte. — La miró serio—. Ando siempre por acá, por
cualquier cosa que precise…
Se alejó, murmurando, con las dos manos en
los bolsillos del abrigo y se perdió en la oscuridad de la noche.
En ese momento llegó el ómnibus, Lucía se
levantó y se acercó al conductor, que recibía los boletos parado junto a la
puerta abierta. Ella esperó un momento y antes de subir me dio un beso.
—Las cosas son así, pichón —dijo.
Después me abrió la mano y me dio la
moneda griega. El ómnibus arrancó y empezó a alejarse y yo me quede ahí.
El mendigo volvió a entrar a la estación y
dio unas vueltas antes de acercarse a otra pareja sentada en el fondo y
pedirles algo.
Todavía tengo la moneda conmigo. La moneda
de la suerte según Raskólnikov. La tiro al aire, a veces, todavía, cuando tengo
que tomar una decisión difícil.
En
Los diarios de Emilio Renzi. Años de formación, Anagrama 2015.
Ricardo
Emilio Piglia Renzi (Adrogué, Buenos Aires, 24 de noviembre de 1941 – Buenos
Aires, 6 de enero de 2017).
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