SENO SOBERBIO
Fulminante.
Mi amiga se baña desnuda en el mar. Se ha quitado la ropa
interior y grita a los peces, a las medusas, a las algas marinas. Llama por su
nombre a Alfonsina y a todos los muertos del amar. Usando sus pies como un
tentáculo siembra pozos en el lecho del océano. No hay motivo para pensar que
es un trabajo superior a sus débiles fuerzas.
La desnudez.
La soledad.
Llama a todos los que han salido de su memoria. El mar la
mira cuando viene, la sigue mirando cuando se va. Por momentos se detiene ante
ella para mirar esa breve esperanza de la desnudez y sigue su camino de mar
para no detenerla en su caída o en su ascensión.
La mirada.
Los peces.
Mi amiga desnuda en el mar abraza con inmenso amor su seno
soberbio de amazona. La luz del amanecer la cubre y la descubre. El viento la
toca. Grita el nombre de todos los que salieron de su memoria. Sigue entrando
en el mar presintiendo peces, vagando entre medusas hechas de delirios atroces
y miradas obscenas.
La hermosura.
La memoria.
Los médicos pueden curarla. No se arrepiente de nada. En
sueños mató a su amante. Su sangre temerosa apenas quería salir. Tuvo que
hundir los dedos una y otra vez en el pequeño corazón para que deje de latir.
Ella soñó hasta volverse loca. Mientras moría, el amante le sonreía con una
ternura inimaginable. Demasiada sonrisa para quien está muriendo de ese lado
por donde sólo llueve sal.
El amante.
El sueño.
Luego se acercó a su cadáver y le dijo: estás muerto. Y
aunque él ya no podía escucharla lo sabía. Mi amiga le entregó su seno al
amante que moría. El amante muerto lloraba deslizándose como un canto rodado
llevado por la corriente. Las mujeres son sensibles a los coitos deslumbrantes
y terroríficos. Mi amiga exhala un liviano olor a sangre y a menta. El aire la
respira.
El seno.
El aire.
Ella levanta las manos hacia la peluca que es su cabello y
la arranca suavemente. La cabeza desnuda y misteriosa como una runa. La cabeza
apenas cubierta por un bozo de muchacho. Más hermosa que la noche. Más fuerte
que un vendaval. Ríe. Delata. Eros, breve y mucilaginoso cae desprendido del
pedestal.
La runa.
El viento.
Fulminante.
Mira hacia atrás. Aprecia la distancia que la separa de la
costa. El amante quería más explicaciones antes de morir. Un ángel de papel
atravesó el sueño riendo a fuego vivo hasta quemarse. Mi amiga apretó las manos
y fue a mirarse en el espejo. Moriré de amor, pero no de cáncer. El amante
muerto, al escucharla, se puso de pie y lloró. Recordaba la hora de la ambulancia,
el camillero, el cuarto blanco. Cuando otra vez la llamó en sueños, ella
llevaba efímeras flores sobre el pecho. A simple vista uno puede notar que el
amante está muerto.
El ángel.
El espejo.
Los seres de los sueños no hablan entre sí cuando se encuentran
en otros sueños. Las mujeres de dos senos estaban serias. Llevaban vestidos
claros, discretamente floreados. Mi amiga miraba esas mujeres con una especie
de fascinación. Atravesó desnuda toda la extensión del sueño, salvaje y dulce,
aullante y murmurada. Llevaba en su pezón soberbio una cuenta de suspiros
inaudibles. Un primer y un último milagro. Hacia arriba, abajo, a un lado y
otro, atrás, adelante, un oscilar de los niveles de lo cierto y de lo
constante.
La extensión.
Los suspiros.
Quizás en eso consiste la desnudez: sentir que te pertenece
algo hermoso. Hay cosas que en la vigilia se nos escapan pero en sueños no. La
vigilia ignora el vello del pubis, ignora el grito que sale del esternón. Con
el cabello en la mano, mi amiga agita su cabeza de muchacho con pubis de mujer
y llama por su nombre a todos los muertos del mar.
El esternón.
El pubis.
Hay que decirlo: mi amiga es un enjambre de alas frescas
bajo el cielo desplumado. Puñados de sol se derraman sobre la vanidad bien
llevada de su cuerpo. Unas lenguas de sirenas disimulan la emoción a fuerza de
tragarse la espuma. Todos los muertos del mar se sientan sobre una lágrima y la
observan cantar o bailar con ritmo de desnuda estrella. Hay que decirlo: para
llegar a esto fue necesario estirar el miedo hasta el otro lado de la noche y
someterse a las rigurosas leyes de un amor que no muere.
Miriam Cairo (San Nicolás, provincia de Buenos Aires,
21 de diciembre del 1962).
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