Especial para AROMITO
“Escribir es usar la palabra como carnada,
para pescar lo que no es palabra”
Clarice Lispector
Hostigados por el imperio de la definición, no del concepto, los docentes acostumbramos a peregrinar por los textos en busca de aquella que mejor se acomode a nuestra idea general del tema.
En las disciplinas científicas, dadas sus pretensiones de objetividad, la epistemología suele ser más benevolente; pero en la medida que comenzamos a bordear las fronteras del arte, a querer esquematizar, delimitar, clasificar sus territorios, el riesgo aparece como patrón de nuestra actividad y, a menudo, caemos en simplificaciones que aportan más equívocos que soluciones.
Así, tratándose de la plástica, hallamos que es armonía de color, puntos, líneas y formas; y que la música se reduce en muchos casos al arte de combinar sonidos. Nada más parcial, incierto, insuficiente; aunque, felizmente, estas pretendidas definiciones no tengan más vida que la circunstancial en la presentación de las asignaturas, y que la música y la plástica seguirán siendo sólo experiencias estéticas más allá de las paredes del aula.
Pero si de poesía se trata, es casi herética la idea que por concepto queda de ella cuando los jóvenes dejan la Educación General Básica, momento en que, por otra parte, la mayoría se despide del género de por vida. Para ellos la poesía quedará reducida a una vaga, genérica, expresión de sentimientos. Difícilmente habrá alcanzado el rango de experiencia estética dentro del aula, ya que desde el docente se alimenta la necesidad de comprenderla, invirtiendo así el camino hacia el hecho estético, anteponiendo la reflexión a la experiencia, ignorándose el caudal sonoro para concentrarnos en el análisis morfológico y en el aspecto semántico, objetivos que por otro lado condicionan la misma selección de material cuando se buscan aquellos textos que se entiendan y respondan al paradigma clásico de la poesía.
Desafortunadamente, esta didáctica ha despojado de su identidad al género para convertirlo en un mero contenido curricular, en objeto de estudio. Y habiendo alejado a la poesía del hombre, se alejó éste de una de las más ricas, esenciales, expresiones de su cultura.
¿Se puede estudiar a la poesía? En realidad lo único que podemos hacer es indagar como pobres seres desdichados en los aspectos fonológicos que dan lugar a la melodía, en la acentuación que determina el ritmo, en el escandido de los versos que la colocan en tan buenos términos con la música. Procurar, exigirle más es como pretender asir lo inasible, porque la poesía se expresa fundamentalmente en lo que calla, no en lo que dice; la riqueza de la voz poética está en su silencio, aunque esta aserción suene a paradoja. Busquemos por ejemplo la palabra luna en un diccionario, leamos su significado: lo que no se dice, en el silencio que queda más allá del punto, ahí está la poesía, el aura mítica de la luna lorquiana; o la palabra noche en San Juan de la Cruz. Tampoco es el concepto río ni mar del diccionario el que evoca Jorge Manrique en sus Coplas, es el mismo río de Heráclito y toda una cosmovisión que el poeta silencia lo que da sentido en esos versos a esas palabras. Más acá muro, grieta, hendidura de Hugo Mujica o juncos, pajonal, islas del primer Francisco Urondo. Es esta la marca de la verdadera poesía —tal vez el adjetivo esté de más y debiéramos decir de la poesía, sencillamente—, lo que diferencia a un texto poético de una simple serie de versos rimados, lo que distingue a un poeta de un letrista, lo universal de lo terrenal, lo eterno de lo secular.
Cabría preguntarse entonces, por cómo se llega a la comunión con ese silencio; y podría responderse con una analogía que seguramente no arroje demasiada luz sobre ese misterio: de la misma manera que se llega a la comunión con la música. Porque además: ¿de dónde surge el misterioso arrobamiento que produce un pequeño hilo de agua que serpentea por una colina?, ¿qué es lo que hace bella a una forma?, ¿en dónde reside el estímulo de una textura o un color? Cierto es que se podría recurrir a un gran caudal de especulaciones metafísicas para dar respuesta a estos enigmas, entre las cuales tenemos el de la Belleza platónica;[i] pero todo no será más que un acto de fe en la Razón, con lo cual es preferible dejar a la poesía en esa “intemperie sin fin”,[ii] en donde la colocó Juan L. Ortiz, en ese gran misterio que es el mundo del arte, la única Verdad a la que el hombre puede aspirar. Porque la poesía no es ni más ni menos que una de las formas que toma el arte y surge, como todo arte, de la limitación que tiene la palabra para decirlo todo. No existiría si la lengua fuera una herramienta perfecta del pensamiento lógico que permitiera develar la Verdad del Hombre, descifrar a Dios o entender el Universo. El arte —el verdadero arte— es eso: búsqueda. Las obras son testimonios de esa búsqueda y la poesía es el acto mismo de la creación; es por eso que todo arte está iluminado por la poesía. Y será poesía en tanto sea producto de lo espontáneo y no de lo deliberado, de la sensación y no del pensamiento: “el poema no despliega una temática que le precede: va al encuentro de su propia temática y la construye a medida que la busca” dice Santiago Kovadloff.[iii]
Habría que empezar a desterrar entonces, esa idea tan (des)naturalizada dentro del aula, que considera a la poesía una mera expresión de sentimientos. Según Rilke no son simples sentimientos sino que constituyen verdaderas experiencias: el poema (la belleza) es una categorización lingüística de una experiencia extralingüística, explica Katya Mandoky;[iv] pero el misterio de la creación es indescifrable. Se puede decir por la voz de distintos poetas que la poesía es una especie de momento de gracia, que el poema simplemente sucede como dice Juan Gelman, o que se escribe sola según palabras del chileno Gonzalo Rojas, y que se es poeta mientras eso ocurre. Nunca el poeta sobrevivirá al poema sino que —cito otra vez a Kovadloff—, quedará en estado de espera, hasta que un nuevo poema se le manifieste y lo constituya nuevamente en sujeto poético: "El dios se ha ido / Se junta la hojarasca / Reina el vacío” dice un hayku de Matsuo Bashô.
Siendo entonces el poema una experiencia casi fenomenológica para el poeta, porque ningún conocimiento le precede sino que es acto puro, es lógico que el lector acceda a él como pura experiencia estética, que es por otro lado, el sentido primordial de todo texto que se precie de literario. Si la ficción necesita de la suspensión de la incredulidad que reclamaba Coleridge, o del pacto ficcional, la poesía necesitará de una actitud perceptiva, abierta, que propicie un encuentro ingenuo con la palabra; necesitará de un lector en estado de silencio, dispuesto a encontrarse con el otro silencio, el de la palabra.
Es posible que luego de esto se deba revisar qué se evalúa cuando se evalúa poesía, en el supuesto caso que la poesía pueda ser evaluada como un contenido cualquiera, porque está visto que no es así. Si la poesía está ligada principalmente al puro goce del sentido del oído, ¿cómo haremos para medir el placer que nos provoca la musicalidad de la lengua, su ritmo y sus matices, incluso la dimensión lúdica de las palabras? Frente a esto, lo único que podemos hacer es entregarnos a su encanto, dejándonos envolver de la misma manera que lo hacemos ante la ejecución de una partitura musical, porque la poesía es, en principio, una partitura: el verso es como un pentagrama en donde cada letra debe sonar como una nota cuyo timbre es la voz. Lo único que podemos hacer es dejarnos conmover como lo hacemos frente al contacto visual de una pintura, porque la poesía es una disparadora de imágenes (fue Cézanne, un pintor, precisamente, quien comenzó a despojar a la "poesía" de sus oropeles, eliminándole sus datos superficiales para hacerla esencial, quitándole la anécdota y trabajándola con sus propios materiales). Las palabras tienen color, textura, musicalidad. Por eso la poesía debe dejar de ser sólo una expresión de sentimientos del poeta para ser emoción del lector, conmoción, goce de los sentidos. Por otro lado, educar no es sinónimo de intelectualizar sino de conducir, y si de poesía se trata el docente debe ser capaz de conducir al alumno hacia el arte, adonde se llega, por paradójico que parezca, por caminos similares a los de la ciencia: a través de la experiencia. Y si la motivación del acercamiento a la materia científica está dada por la curiosidad, se cuenta en los niños —que es por donde se debe empezar— con el candor, que es el terreno propicio para acercarlos al arte. No debe ser invertido el camino porque se destruirá la condición esencial.
[i] Banquete, Fedro (diálogos)
[ii] Ortiz, Juan L. “Ah, mis queridos amigos, hablais de rimas…”, de Las raíces y el cielo, en Obra Completa, Universidad Nacional del Litoral, p. 533.
[iii] En: Di Marco, Marcelo (1999), Hacer el Verso, Buenos Aires, Sudamericana.
[iv] Mandoky, Katya (1994), Prosaica, introducción a la estética de lo cotidiano, México, Grijalbo.
* Héctor E. Martínez nació en Bahía Blanca en 1954, estudió en La Plata y actualmente es profesor regular de Lengua en el Instituto de Formación Docente Continua de Villa Regina (Río Negro), en donde realiza también tareas de capacitación, extensión e investigación.
“Escribir es usar la palabra como carnada,
para pescar lo que no es palabra”
Clarice Lispector
Hostigados por el imperio de la definición, no del concepto, los docentes acostumbramos a peregrinar por los textos en busca de aquella que mejor se acomode a nuestra idea general del tema.
En las disciplinas científicas, dadas sus pretensiones de objetividad, la epistemología suele ser más benevolente; pero en la medida que comenzamos a bordear las fronteras del arte, a querer esquematizar, delimitar, clasificar sus territorios, el riesgo aparece como patrón de nuestra actividad y, a menudo, caemos en simplificaciones que aportan más equívocos que soluciones.
Así, tratándose de la plástica, hallamos que es armonía de color, puntos, líneas y formas; y que la música se reduce en muchos casos al arte de combinar sonidos. Nada más parcial, incierto, insuficiente; aunque, felizmente, estas pretendidas definiciones no tengan más vida que la circunstancial en la presentación de las asignaturas, y que la música y la plástica seguirán siendo sólo experiencias estéticas más allá de las paredes del aula.
Pero si de poesía se trata, es casi herética la idea que por concepto queda de ella cuando los jóvenes dejan la Educación General Básica, momento en que, por otra parte, la mayoría se despide del género de por vida. Para ellos la poesía quedará reducida a una vaga, genérica, expresión de sentimientos. Difícilmente habrá alcanzado el rango de experiencia estética dentro del aula, ya que desde el docente se alimenta la necesidad de comprenderla, invirtiendo así el camino hacia el hecho estético, anteponiendo la reflexión a la experiencia, ignorándose el caudal sonoro para concentrarnos en el análisis morfológico y en el aspecto semántico, objetivos que por otro lado condicionan la misma selección de material cuando se buscan aquellos textos que se entiendan y respondan al paradigma clásico de la poesía.
Desafortunadamente, esta didáctica ha despojado de su identidad al género para convertirlo en un mero contenido curricular, en objeto de estudio. Y habiendo alejado a la poesía del hombre, se alejó éste de una de las más ricas, esenciales, expresiones de su cultura.
¿Se puede estudiar a la poesía? En realidad lo único que podemos hacer es indagar como pobres seres desdichados en los aspectos fonológicos que dan lugar a la melodía, en la acentuación que determina el ritmo, en el escandido de los versos que la colocan en tan buenos términos con la música. Procurar, exigirle más es como pretender asir lo inasible, porque la poesía se expresa fundamentalmente en lo que calla, no en lo que dice; la riqueza de la voz poética está en su silencio, aunque esta aserción suene a paradoja. Busquemos por ejemplo la palabra luna en un diccionario, leamos su significado: lo que no se dice, en el silencio que queda más allá del punto, ahí está la poesía, el aura mítica de la luna lorquiana; o la palabra noche en San Juan de la Cruz. Tampoco es el concepto río ni mar del diccionario el que evoca Jorge Manrique en sus Coplas, es el mismo río de Heráclito y toda una cosmovisión que el poeta silencia lo que da sentido en esos versos a esas palabras. Más acá muro, grieta, hendidura de Hugo Mujica o juncos, pajonal, islas del primer Francisco Urondo. Es esta la marca de la verdadera poesía —tal vez el adjetivo esté de más y debiéramos decir de la poesía, sencillamente—, lo que diferencia a un texto poético de una simple serie de versos rimados, lo que distingue a un poeta de un letrista, lo universal de lo terrenal, lo eterno de lo secular.
Cabría preguntarse entonces, por cómo se llega a la comunión con ese silencio; y podría responderse con una analogía que seguramente no arroje demasiada luz sobre ese misterio: de la misma manera que se llega a la comunión con la música. Porque además: ¿de dónde surge el misterioso arrobamiento que produce un pequeño hilo de agua que serpentea por una colina?, ¿qué es lo que hace bella a una forma?, ¿en dónde reside el estímulo de una textura o un color? Cierto es que se podría recurrir a un gran caudal de especulaciones metafísicas para dar respuesta a estos enigmas, entre las cuales tenemos el de la Belleza platónica;[i] pero todo no será más que un acto de fe en la Razón, con lo cual es preferible dejar a la poesía en esa “intemperie sin fin”,[ii] en donde la colocó Juan L. Ortiz, en ese gran misterio que es el mundo del arte, la única Verdad a la que el hombre puede aspirar. Porque la poesía no es ni más ni menos que una de las formas que toma el arte y surge, como todo arte, de la limitación que tiene la palabra para decirlo todo. No existiría si la lengua fuera una herramienta perfecta del pensamiento lógico que permitiera develar la Verdad del Hombre, descifrar a Dios o entender el Universo. El arte —el verdadero arte— es eso: búsqueda. Las obras son testimonios de esa búsqueda y la poesía es el acto mismo de la creación; es por eso que todo arte está iluminado por la poesía. Y será poesía en tanto sea producto de lo espontáneo y no de lo deliberado, de la sensación y no del pensamiento: “el poema no despliega una temática que le precede: va al encuentro de su propia temática y la construye a medida que la busca” dice Santiago Kovadloff.[iii]
Habría que empezar a desterrar entonces, esa idea tan (des)naturalizada dentro del aula, que considera a la poesía una mera expresión de sentimientos. Según Rilke no son simples sentimientos sino que constituyen verdaderas experiencias: el poema (la belleza) es una categorización lingüística de una experiencia extralingüística, explica Katya Mandoky;[iv] pero el misterio de la creación es indescifrable. Se puede decir por la voz de distintos poetas que la poesía es una especie de momento de gracia, que el poema simplemente sucede como dice Juan Gelman, o que se escribe sola según palabras del chileno Gonzalo Rojas, y que se es poeta mientras eso ocurre. Nunca el poeta sobrevivirá al poema sino que —cito otra vez a Kovadloff—, quedará en estado de espera, hasta que un nuevo poema se le manifieste y lo constituya nuevamente en sujeto poético: "El dios se ha ido / Se junta la hojarasca / Reina el vacío” dice un hayku de Matsuo Bashô.
Siendo entonces el poema una experiencia casi fenomenológica para el poeta, porque ningún conocimiento le precede sino que es acto puro, es lógico que el lector acceda a él como pura experiencia estética, que es por otro lado, el sentido primordial de todo texto que se precie de literario. Si la ficción necesita de la suspensión de la incredulidad que reclamaba Coleridge, o del pacto ficcional, la poesía necesitará de una actitud perceptiva, abierta, que propicie un encuentro ingenuo con la palabra; necesitará de un lector en estado de silencio, dispuesto a encontrarse con el otro silencio, el de la palabra.
Es posible que luego de esto se deba revisar qué se evalúa cuando se evalúa poesía, en el supuesto caso que la poesía pueda ser evaluada como un contenido cualquiera, porque está visto que no es así. Si la poesía está ligada principalmente al puro goce del sentido del oído, ¿cómo haremos para medir el placer que nos provoca la musicalidad de la lengua, su ritmo y sus matices, incluso la dimensión lúdica de las palabras? Frente a esto, lo único que podemos hacer es entregarnos a su encanto, dejándonos envolver de la misma manera que lo hacemos ante la ejecución de una partitura musical, porque la poesía es, en principio, una partitura: el verso es como un pentagrama en donde cada letra debe sonar como una nota cuyo timbre es la voz. Lo único que podemos hacer es dejarnos conmover como lo hacemos frente al contacto visual de una pintura, porque la poesía es una disparadora de imágenes (fue Cézanne, un pintor, precisamente, quien comenzó a despojar a la "poesía" de sus oropeles, eliminándole sus datos superficiales para hacerla esencial, quitándole la anécdota y trabajándola con sus propios materiales). Las palabras tienen color, textura, musicalidad. Por eso la poesía debe dejar de ser sólo una expresión de sentimientos del poeta para ser emoción del lector, conmoción, goce de los sentidos. Por otro lado, educar no es sinónimo de intelectualizar sino de conducir, y si de poesía se trata el docente debe ser capaz de conducir al alumno hacia el arte, adonde se llega, por paradójico que parezca, por caminos similares a los de la ciencia: a través de la experiencia. Y si la motivación del acercamiento a la materia científica está dada por la curiosidad, se cuenta en los niños —que es por donde se debe empezar— con el candor, que es el terreno propicio para acercarlos al arte. No debe ser invertido el camino porque se destruirá la condición esencial.
[i] Banquete, Fedro (diálogos)
[ii] Ortiz, Juan L. “Ah, mis queridos amigos, hablais de rimas…”, de Las raíces y el cielo, en Obra Completa, Universidad Nacional del Litoral, p. 533.
[iii] En: Di Marco, Marcelo (1999), Hacer el Verso, Buenos Aires, Sudamericana.
[iv] Mandoky, Katya (1994), Prosaica, introducción a la estética de lo cotidiano, México, Grijalbo.
* Héctor E. Martínez nació en Bahía Blanca en 1954, estudió en La Plata y actualmente es profesor regular de Lengua en el Instituto de Formación Docente Continua de Villa Regina (Río Negro), en donde realiza también tareas de capacitación, extensión e investigación.
FOTO: Héctor Martínez, José María Pallaoro y Tamara Rafaelli en City Bell. Archivo de la talita dorada.
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