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domingo, 6 de mayo de 2018

Alfonso Sola González, Un pájaro duerme sobre la gran ceniza del mar



EL SOÑADOR

Errante, más allá de las fronteras
que los jardines ponen al olvido;
más allá de los mares que embellecen
las delicadas orlas de la muerte,
el soñador, el huésped del delirio
bebe su lenta luna envenenada.

Coronados los ojos por la noche
labrada como un himno;
laceradas las sienes por la música
que las piedras arrancan del amor,
el soñador contempla la batalla,
el polvo azul de las espadas
cubriendo la memoria y los palacios.

Su canto más antiguo que estas piedras
pulidas por la muerte;
más hondos que estas pálidas cisternas
donde el olvido entierra sus estatuas;
su canto circular como la noche,
como el cuervo lunar,
regresa a las terrazas donde brillan
los pórfidos del viejo paraíso.

Retorna como un río
largamente quejoso de la dicha,
murmurando en la luz apasionada
de una ribera portentosa
donde las ruinas del amor levantan
sus ónices cubiertos por la hiedra del sueño
y las batallas.

Retorna como el paso
de un gran mendigo pródigo
viajero en la carreta morada del otoño
que trae la melodía de otra fiesta.

Con los ojos quemados por el polvo nocturno,
por la celeste sal de las estrellas,
el soñador contempla el luminoso
ciervo del cielo y en sus párpados
una herrumbre de plata se endurece.

El soñador descifra el bello rostro
de la amada dormida bajo el alucinado hierro azul de la luna
y el ruiseñor del mundo
mueve una fuente oscura y un granado.

Más allá del desierto que devora
las lámparas y el rostro de los sueños;
más allá de los muros que levantan
la cal y la saliva de la muerte;
más allá de las rocas donde embisten
con sus hocicos de espumosa hiedra
los caballos del mar, donde se hunde
el trono majestuoso de la noche,
alguien sueña
y la antigua nostalgia de un granado
llena de ruiseñor le quema el pecho,
para que el ruido oscuro de una rosa
ate un río de pájaros al mundo
y una perdida música
cruzando el paraíso
que el mar arrasó con luz pesada,
descifre otro jardín, otro relámpago.

La corona desciende
como un imperio calcinado y bello
sobre la cabellera del que duerme
y la quemada piedra de la noche
vuelca sobre su río iluminado
una copa de brasas amarillas.


PARA UNA TUMBA DE FRANCISCO DE QUEVEDO

Este tambor, oh muerte, esta esmeralda oscura
quemándose en el polvo
terrenal,
insignias son de un reino.

Y si no es el gran resplandor del ángel
y si la codiciada arena
el espejo que brilla
sobre el pecho de un hombre
devastado por las rosas, por la memoria
de la tierra,
alguien sabrá decir el honor de ese día;
la palidez de tus venas en la postrera sombre.

Amor, tú que quemaste el palacio y la hiedra,
que derramaste su médula de plata en el olvido;
tú que elegiste delicadamente
la niebla matinal de los amantes,
los abanicos de la tarde, el tiempo;
amor, amor tú que dormiste
en sus sagradas sienes
como un pájaro duerme sobre la gran ceniza del mar;

amor, amor,
escucha el tambor y el arpa del día
cayendo
sobre el polvo.


POR LOS QUE EN LA NOCHE ESPERAN…

Por los que en la noche esperan en las terminales
el ómnibus que no saldrá nunca,
por los que duermen en las Salas de Espera
de las Terminales abrazados a sus muletas,
por el amante que se va en el de las 2.05,
por el amante que se queda,
por el que golpea en la puerta del bar
y el bar está cerrado,
por los que no pueden pagar un taxi
y caminan bajo las estrellas hasta el amanecer,
te pedimos, oh Sol, padre de las diligencias
que parten al alba,
que no salgas nunca más.


MÚSICA ENTRE PÉRGOLAS

¿Qué son las pérgolas esdrújulas?
¿Jardines sin señoras, avellanas
en la mano de los pobres,
o sombreros flotando en un río de aire?
¿O solamente eso, las palabras, las pérgolas?


LOS COMPLOTADOS

No hablaron por teléfono, no dejaron la urna en la ventana,
sólo un dedal calzaba el dedo al inocente.
Ahora duermen un poco más abajo.
Sobre ellos caminan
las señoras, los jueces
y el luto y la copa de flores.
Ellos abajo con tierra entre los dientes
discuten en los pasillos del motín,
la explosión grande,
la lepra clara sobre el mundo.


HIJOS DEL PUEBLO 
(Fragmento)

Tal vez nos pongamos de acuerdo
Si usted conoce algo eternamente calcinado,
Algo de Gog y Magog,
Algo del trono sepultado en el fondo del mar,
Si usted cree, como yo, que la poesía ha muerto
(rajá, turrito, rajá)
En la mierda sagrada de los citaristas.
Si usted cree que arremangándose y llorando
Puede aún rescatar en los pantanos de la belleza
Los huesos adorables de un soneto
Y con ellos levantar una casa escondida,
Un quilombo fantástico de ángeles.
Si usted cree, yo creo.
Y eso sí, compañero, hay que pisar las flores
Y sacarse la cera de Ulises, el de sucias orejas;
Porque ya las sirenas duermen en los castillos de los ojos del mar
Y el canto es, ahora, el aullido sin tregua de los hijos del pueblo.





 
Los dos primeros poemas en 40 años de poesía argentina, Tomo segundo 1930/1950, Editorial Aldaba, Buenos Aires, pie de imprenta 10 de mayo de 1963. (“El soñador” de Tres poemas, 1958; “Para una tumba de Francisco de Quevedo”, de revista Azor, Mendoza, 1961). Los cuatro poemas restantes, no fechados e inéditos, en Radar Libros, Página / 12, domingo 15 de mayo de 2016. Fotos: Jmp y Página/12. Años 40, posiblemente en casa de Oliverio Girondo. Primero de fila de arriba, poeta no identificado. Sentado en el brazo del sillón, J. R. Wilcock. Arriba de izquierda a derecha: Miguel Domingo Etchebarne, a su lado José María Castiñeira de Dios y José María Fernández Unsain. Abajo de izquierda a derecha: Alfonso Sola González, César Fernández Moreno, su pareja y Alberto Ponce de León.
Alfonso Sola González (Entre Ríos, 1917 – Mendoza, 1975). 

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