ROBERTO ARLT
Quiero aclarar desde el principio que estas
páginas se escriben, misteriosamente, porque el editor y el autor
estuvieron de acuerdo respecto a su tono. Yo no podría prologar esta novela de
Arlt haciendo juicios literarios, sino sociológicos; tampoco podría caer en
sentimentalismos fáciles sobre, por ejemplo, el gran escritor prematuramente
desaparecido. No podría hacerlo por gustos e incapacidades personales; pero,
sobre todo, imagino y sé la gran carcajada que le provocaría a Roberto Arlt
cualquier cosa de ese tipo. Oigo su risa desfachatada, repetida en los últimos
años por culpa de exégetas y neodescubridores.
Por ese motivo no
releí a Roberto Arlt, aunque que esta precaución es excesiva porque lo conozco
de memoria, tantos persistentes años pasados. Tampoco quise mirar lo que se
publicó sobre él y tengo en mi biblioteca. Supuse más adecuado un encuentro
cara a cara, sin mentir ni tolerarle trampas. Creo que es una forma indudable
de la amistad, si es que Roberto Arlt tuvo jamás un amigo. Estaba en otra cosa.
En consecuencia, quiero pedir perdón por fechas equivocas, por anécdotas
ignoradas, tal vez ya contadas.
En aquel tiempo,
allá por el 34, yo padecía en Montevideo una soltería o viudez en parte
involuntaria. Había vuelto de mi primera excursión a Buenos Aires fracasado y
pobre. Pero esto no importaba en exceso porque yo tenía veinticinco años, era
austero y casto por pacto de amor, y sobre todo, porque estaba escribiendo una
novela “genial” que bauticé Tiempo de
abrazar y que nunca llegó a publicarse, tal vez por mala, acaso,
simplemente, porque la perdí en alguna mudanza
Además de la
novela yo tenía otras cosas, propias de la edad, entre ellas un amigo, Italo
Constantini, que vivía en Buenos Aires y jugaba por entonces al Stavroguin.
Entre el 30 y 34
yo había leído, en Buenos Aíres, las novelas de Arlt -El juguete rabioso, Los siete
locos, Los lanzallamas, algunos
de sus cuentos-, pero lo que daba al escritor una popularidad incomparable eran
sus crónicas. “Aguafuertes porteñas”, que publicaba semanalmente en el diario
El Mundo.
Los aguafuertes
aparecían, al principio, todos los martes y su éxito fue excesivo para los
intereses del diario. El director, Muzzio Sáenz Peña, comprobó muy pronto que
El Mundo, los martes, casi duplicaba la venta de los demás días. Entonces
resolvió despistar a los lectores y publicar los “Aguafuertes” cualquier día de
la semana. En busca de Arlt no hubo más remedio que comprar El Mundo todos los
días, del mismo modo que se persiste en apostar al mismo número de lotería con
la esperanza de acertar.
El triunfo
periodístico de los “Aguafuertes” es fácil de explicar El hombre común, el
pequeño y pequeñísimo burgués de las calles de Buenos Aires, el oficinista, el
dueño de un negocio raído, el enorme porcentaje de amargos y descreídos podían
leer sus propios pensamientos y tristezas, sus ilusiones pálidas, adivinadas y
dichas en su lenguaje de todos los días. Además, el cinismo que ellos sentían
sin atreverse a confesión: y, más allá, intuían nebulosamente el talento de
quien les estaba contando sus propias vidas, con una sonrisa burlona pero que
podía creerse cómplice.
Hablando de
cinismo el mencionado Muzzio Sáenz Peña -a quien Arlt entregaba normalmente sus
manuscritos para que corrigiera los errores ortográficos- se alarmó porque el
escritor habla estado publicando crónicas en revistas de izquierda. Esta
inquietud o capricho de Arlt preocupaba a la Administración del diario,
temerosa de perder avisos de Ford, Shell, etcétera, encaprichada en
conservarlos,
Muzzio llamó a Arlt
y le dijo, no era pregunta:
-¿Te imaginás en
qué lío me estás metiendo?
-¿Por eso? No te
preocupés que te lo arreglo mañana.
(Jorge Luis Borges, el más importante de
los escritores argentinos de la época, dijo en una entrevista reciente que
Roberto Arlt pronunciaba el español con un fuerte acento germano o prusiano
heredado del padre). Es cierto que el padre era austriaco y un redomado hijo de
perra: pero yo creo que la prosodia arltiana era la sublimación del hablar
porteño: escatimaba las eses finales y las multiplicaba en mitad de las
palabras como un tributo al espíritu de equilibrio que él nunca tuvo
Y al día
siguiente, después de corregir Muzzio los errores gramaticales, las
“Aguafuertes” dijeron algo parecido a esto: “Me acerqué a los problemas obreros
por curiosidad. Lo único que me importaba era conseguir más material literario
y más lectores”.
La anécdota no
debe escandalizar a deudos, amigos ni admiradores. El problema Arlt persona en
este aspecto es fácil de comprender. Arlt
era un artista (me escucha y se burla) y nada había para él más importante que
su obra. Como debe ser.
Ahora volvemos a
Italo Constantini, a Tiempo de abrazar
y a otra temporada en Buenos Aires. Harto de castidad, nostalgia y planes para
asesinar a un dictador, busqué refugio por tres días de Semana Santa en casa de
Italo (Kostia); me quedé tres años.
Kostia es una de
las personas que he conocido personalmente, hasta el límite de intimidad que él
imponía, más inteligentes y sensibles en cuestión literaria. Desgraciadamente
para él leyó mi novelón en dos días y al tercero me dijo desde la cama
-reiterados gramos de ceniza de Player’s Medium en la solapa.
-Esa novela es
buena. Hay que publicarla. Mañana vamos a ver a Arlt.
Entonces supe que
Kostia era viejo amigo de Arlt, que había crecido con él en Flores, un barrio
bonaerense, que probablemente haya participado en las aventuras primeras de El juguete rabioso.
¿Pero quién y
cómo era Arlt? Lo imaginé como un compadrito porteño, definición que no puede
ser traducida, que llevaría horas para ser explicada y tal vez sin acierto
posible.
Por ahora, en la
víspera de una entrevista que me parecía inverosímil, supe que Kostia, por lo
menos, conocía a muchos protagonistas de Los
siete locos y Los lanzallamas.
Claro que Erdosain continuaba invisible, impalpable, porque era el fantasma
hecho personaje del mismo Arlt.
Siempre en la
víspera, intentaba sondear mi futuro inmediato:
-Pero lo que yo
escribo no tiene nada que ver con lo que hace Arlt. ¿Y si no le gusta? ¿Con qué
derecho, vas a imponerle que lea el libro?
-Claro que no
tiene nada que ver -sonreía Kostia con dulzura. Arlt es un gran novelista. Pero
odia lo que podemos llamar literatura entre comillas, Y tu librito, por lo
menos, está limpio de eso. No te preocupes -vasos de vino y la solapa aceptando
pacientes la misión de cenicero-; lo más probable es que te mande a la mierda.
La entrevista en
El Mundo resultó tan inolvidable como desconcertante. Arlt tenía el privilegio,
tan raro en una redacción, de ocupar una oficina sin compartirla con nadie. Por
lo menos en aquel momento, las cuatro de la tarde. Saludo a Kostia: -Que hacés,
malandra.
Y después de las
presentaciones Kostia se dedicó a divertirse en silencio y aparte. El original
de la novela quedó encima del escritorio. Roberto Arlt se adhirió a la quietud
de su amigo, apenas movió la cabeza para desechar mi paquete de cigarrillos.
Tendría entonces unos treinta y cinco años de edad, una cabeza bien hecha,
pálida y saludable, un mechón de pelo negro duro sobre la frente, una expresión
desafiante que no era deliberada, que le había sido impuesta por la infancia, y
que nunca lo abandonaría.
Me estuvo
mirando, quieto, hasta colocarme en alguno de sus caprichosos casilleros
personales. Comprendí que resultaría inútil, molesto, posiblemente ofensivo
hablar de admiraciones y respetos a un hombre como aquél, un hombre
impredecible que “siempre estaría en otra cosa”
Por fin dijo:
-Assi que usted esscribió una novela y
Kostia dice que está bien y yo tengo que conseguirle un imprentero.
(En aquel tiempo
Buenos Aires no tenía, prácticamente, editoriales. Por desgracia. Hoy, tiene
demasiadas, también por desgracia.)
Arlt abrió el
manuscrito con pereza y leyó fragmentos de páginas, salteando cinco, salteando
diez. De esta manera la lectura fue muy rápida. Yo pensaba: demoré casi un año
en escribirla. Sólo sentí asombro, la sensación absurda de que la escena
hubiera sido planeada.
Finalmente Arlt dejó el manuscrito y se volvió al amigo que
fumaba indolente sentado lejos y a su izquierda, casi ajeno.
-Dessime vos,
Kostia -preguntó-, ¿yo publiqué una novela este año?
-Ninguna.
Anunciaste. Pero no pasó nada.
-Es por las
“Aguafuertes”, que me tienen loco. Todos los días se me aparece alguno con un
tema que me jura que es genial. Y todos son amigos del diario y ninguno sabe
que los temas de las ‘Aguafuertes” me andan buscando por la calle, o la pensión
o donde menos se imaginan. Entonces, si
estás seguro que no publiqué ningún libro este año, lo que acabo de leer es la
mejor novela que se escribió en Buenos Aires este año. Tenemos que publicarla.
La amnesia fue
fingida tan groseramente que mi única preocupación era desaparecer.
-Te avisé
-dijo Kostia.
-Sos como yo, no
te equivocás nunca con los libros. Por eso no te muestro los originales, porque
no quiero andar dudando.
Suspiró, puso la
mano abierta encima del manuscrito y se acordó de mí.
-Claro, usted
piensa que lo estoy cachando y tiene ganas de putearme. Pero no es así. Vea:
cuando me alcanza el dinero para comprar libros, me voy a cualquier librería de
la calle Corrientes. Y no necesito hacer más que esto, hojear, para estar
seguro de si una novela es buena o no. La suya es buena y ahora vamos a tomar
algo para festejar y divertirnos, hablando de los colegas.
Arlt entró al
café Rivadavia y Río de Janeiro, haciendo cruz con el edificio de El Mundo. Era
un hombre alto y por aquellos días jugaba a la gimnasia y la salud.
Acaso fuera aquél
el mismo cafetín donde la mujer de Erdosain espiara el perfil inmóvil y
melancólico de su marido, a través de los vidrios mugrientos, hundido en el
humo del tabaco y la máquina del café.
Hablamos de
muchas cosas y aquella tarde, hablaba él. Desfilaron casi todos los escritores
argentinos contemporáneos y Arlt los citaba con precisión y carcajadas que
resonaban extrañas en aquel café de barrio, en aquella hora apacible de la
tarde.
-Pero mirá, un
tipo que es capaz de escribir en serio una frase como ésta: Y venían la frase y
la risa.
Pero las burlas de ArIt no tenían relación con las
previsibles y rituales de las peñas o capillas literarias. Se reía francamente,
porque le parecía absurdo que en los años treinta alguien pudiera escribir o
seguir escribiendo con temas y estilos que fueron potables a principios del
siglo. No atacaba a nadie por envidia: estaba seguro de ser superior y
distinto, de moverse en otro plano.
Evocándolo, puedo
imaginar su risa frente al pasajero boom, frente a los que siguen pagando, con
esfuerzo visible, el viaje inútil y grotesco hacia un todo que siempre termina
en nada. Arlt, que solo era genial cuando contaba de personas, situaciones y de
la conciencia del paraíso inalcanzable.
Un recuerdo que
viene al caso, para confundir o aclarar. Alguna vez nos dijo y lo publicó. “Cuando
aparece por la redacción (del diario en que trabajaba), un tipo con su
manuscrito o me piden que lea un libro de un desconocido que tiene talento,
nunca procedo como mis colegas. Estos se asustan y le ponen mil trabas -muy
corteses, muy respetuosos y bien educados- al recién venido. Yo uso otro
procedimiento. Yo me dedico a conseguirle al nuevo genio toda clase de
facilidades para que publique. Nunca falla: un año o dos y el tipo no tiene ya
más nada que decir. Enmudece y regresa a las cosas que fueron su vida antes de
la aventura literaria.”
Como el prólogo amenaza ser más largo que
el libro cuento dos “aguafuertearitianas”
1) Una mañana sus
compañeros de trabajo lo encontraron en la redacción (era otro diario, Crítica,
donde Arlt estaba encargado de la sección “Policiales”) con los pies sin zapatos
sobre la mesa, llorando, los calcetines rotos. Tenía enfrente un vaso con una
rosa mustia. A las preguntas, a las angustias, contestó. “¿Pero no ven la flor?
¿No se dan cuenta que se está muriendo?”
Otra mañana
estaba calzado pero semimuerto, el mechón de pelo en la cara, negándose a
conversar. Acababa de ver el cuerpo de una muchacha, sirvienta, que se había
tirado a la calle desde un quinto o séptimo piso. Fue mudo y grosero durante
varios días. Después escribía su primera y mejor obra de teatro Trescientos
millones o cifra parecida, basado en la supuesta historia de la muchacha
muerta.
2) En aquel
tiempo, como ahora, yo vivía apartado de esa consecuente masturbación que se
llama vida literaria. Escribía y escribo y lo demás no importa. Una noche, por
casualidad pura me mezclé con Arlt y otros conocidos en un cafetín. El
monstruo, antónimo de sagrado, recuerdo, no tomaba alcohol.
Tarde, cuatro o
cinco de nosotros aceptamos tomar un taxi para ir a comer. Entre nosotros iba
un escritor, también dramaturgo, al que conviene bautizar Pérez Encina. En el
viaje se habló, claro, de literatura. Arlt miraba en silencio las luces de la
calle Cerca de nuestro destino -una calle torcida, un bodegón que se fingía
italiano- Perez Encina dijo:
-Cuando estrené La casa vendida…
Entonces Arlt resucitó de la sombra y
empezó a reír y siguió riendo hasta que el taxi se detuvo y alguno pagó el
viaje. Continuaba riendo apoyado en la pared del bodegón y, sospecho, todos
pensamos que le había llegado un muy previsible ataque de locura. Por fin se
acabó la risa y dijo calmoso y serio:
-A vos, Pérez
Encina, nadie te da patente de inteligencia. Pero sos el premio Nobel de la
memoria. ¡Sos la única persona en el mundo que se acuerda de La casa vendida!
La numerosa tribu
de los maniqueos puede elegir entre las dos anécdotas. Yo creo en la sinceridad
de una y otra y no doy opinión sobre la persona Roberto Arlt. Que, por otra
parte, me interesa menos que sus libros.
A esta altura
pienso que hay bastantes recuerdos y es, sería, necesario hablar del libro.
Pero siempre he creído, además, que a los lectores, lo único que importa de
verdad -y esto es demostrable- no son niños necesitados de que los ayuden a
atravesar las tinieblas para esquivar las zanjas o llegar al baño. Ellos, los
lectores, son siempre los que dicen la última, definitiva palabra después de la
verborragia-critica que se adhiere a las primeras ediciones.
Esto no es un ensayo crítico -sería
incapaz de hacerlo seriamente-, sino una simple semblanza, muy breve en
realidad si la comparo con lo que recuerdo ahora mismo, esta noche de mayo en
un lugar que ustedes no conocen y se llama Montevideo. Una semblanza de un tipo
llamado Roberto Arlt, destinado a escribir.
Y el destino,
supongo, sabe lo que hace. Porque el pobre hombre se defendió inventando medias
irrompibles, rosas eternas, motores de superexplosión, gases para concluir con
una ciudad.
Pero fracasó
siempre y tal vez de ahí irrumpieran en este libro metáforas industriales,
químicas, geométricas. Me consta que tuvo fe y que trabajó en sus fantasías con
seriedad y métodos germanos.
Pero había nacido
para escribir sus desdichas infantiles, adolescentes, adultas. Lo hizo con
rabia y con genio, cosas que le sobraban.
Todo Buenos Aires, por lo menos, leyó este
libro. Los intelectuales interrumpieron los dry martinis para encoger los
hombros y rezongar piadosamente que Arlt no sabía escribir. No sabía, es
cierto, y desdeñaba el idioma de los mandarines: pero sí dominaba la lengua y
los problemas de millones de argentinos, incapaces de comentarlo en artículos
literarios, capaces de comprenderlo y sentirlo como amigo que acude —hosco,
silencioso o cínico— en la hora de la angustia.
Arlt nació y
soportó la infancia en ese límite fijo que los estadígrafos de todos los
gobiernos de este mundo llaman miseria-pobreza: soportó a un padre de sangre
pura que le decía, a cada travesura mañana a las seis te voy a dar una paliza.
Arlt trató de contarnos, y tal vez pudo hacerlo en su primera novela, los
insomnios en que miraba la negrura de una pequeña ventana, viendo el anuncio de
la mañana implacable
Supe que leyó Dostoyevski en miserables
ediciones argentinas de su época. Humillados y ofendidos, sin duda alguna.
Después descubrió Rocambole y creyó. Era, literariamente, un asombroso
semianalfabeto. Nunca plagió a nadie; robó sin darse cuenta.
Sin embargo, yo
persisto, era un genio. Y, antes del final, una observación: por si todavía
quedan lombrosianos es justo decir que los huesos frontales del genio muestran
una protuberancia en el entrecejo. En Roberto Arlt el rasgo era muy notable; yo
no lo tengo.
Y ahora, por
desgracia, reaparece la palabra “desconcertante”. Pero, ya que está expuesta,
vamos a mirarla de cerca. Corno viejos admiradores de Arlt, como antiguos
charlatanes y discutidores, hemos comprobado que las objeciones de los más
cultos sobre la obra de Roberto Arlt son difíciles de rebatir Ni siquiera el
afán de ganar una polémica durante algunos minutos me permitió nunca decir que
no a los numerosos cargos que tuve que escuchar y que sin embargo,
curiosamente, nadie se atreve a publicar. Vamos
a elegir los más contundentes, los más definitivos en apariencia:
1) Roberto Arlt
tradujo a Dostoyevski al lunfardo, La novela que integran Los siete /Locos y
Los lanzallamas nació de Los demonios. No sólo el tema, sino también
situaciones y personajes. Maria Timofoyevna Lebiádkikna, “la coja”, es fácil de
reconocer, se llama aquí Hipólita, Stavroguin es reconstruido con el Astrólogo;
y otros; el diablo, puntualmente se le aparece tantas veces a Erdosain como a
Iván Karamázov.
2) La obra de Arlt
puede ser un ejemplo de carencia de autocrítica. De sus nueve cuentos recogidos
en libro, este lector envidia dos: Las fieras, Ester Primavera y desprecia el
resto.
3) Su estilo es
con frecuencia enemigo personal de la gramática.
4) Las
“Aguafuertes porteñas” son, en su mayoría, perfectamente desdeñables.
Las objeciones
siguen pero éstas son las principales y bastan.
Los anteriores cuatro argumentos del
abogado del diablo son, repetimos, irrebatibles. Seguimos profunda,
definitivamente convencidos de que si algún habitante de estas humildes playas
logró acercarse a la genialidad literaria, llevaba por nombre el de Roberto Arlt.
No hemos podido nunca demostrarlo. Nos ha sido imposible abrir un libro suyo y
dar a leer el capítulo o la página o la frase capaces de convencer al
contradictor. Desarmados, hemos preferido creer que la suerte nos había
provisto, por lo menos, de la facultad de la intuición literaria. Y este don no
puede ser transmitido.
Hablo de arte y
de un gran, extraño artista. En este terreno, poco pueden moverse los
gramáticos, los estetas, los profesores. O, mejor dicho, pueden moverse mucho
pero no avanzar. El tema de Arlt era el del hombre desesperado, del hombre que
sabe -o inventa- que sólo una delgada o invencible pared nos está separando a
todos de la felicidad indudable, que comprende que “es inútil que progrese la
ciencia sí continuamos manteniendo duro y agrio el corazón como era el de los
seres humanos hace mil años”.
Hablo de un
escritor que comprendió cómo nadie la ciudad en que le tocó nacer. Más
profundamente, quizá, que los que escribieron música y letra de tangos inmortales.
Hablo de un novelista que será mucho mayor de aquí que pasen los años -a esta
carta se puede apostar- y que, incomprensiblemente, es casi desconocido en el
mundo.
Dedicado a catequizar, distribuí libros de
Roberto Arlt. Alguno fue devuelto después de haber señalado con lápiz, sin
distracciones, todos los errores ortográficos, todos los torbellinos de la
sintaxis. Quien cumplió la tarea tiene razón. Pero siempre hay compensaciones;
no nos escribirá nunca nada equivalente a “La agonía del rufián melancólico”, o
“El humillado” o a “Hafner cae”.
No nos dirá
nunca, de manera torpe, genial y convincente, que nacer significa la aceptación
de un pacto monstruoso y que, sin embargo, estar vivo es la única verdadera
maravilla posible. Y tampoco nos dirá que, absurdamente, más vale persistir.
Y, en otro plano
del arltismo: ¿quién nos va a reproducir la mejilla pensativa, el perfil
desgraciado y cínico de Roberto Arlt en el sucio boliche bonaerense de Rio de
Janeiro y Rivadavia, cuando se llamaba Erdosain?
En: Réquiem por Faulkner y
otros artículos, Arca / Calicanto, 1976. De: Roberto Arlt. Prólogo a la edición
italiana. Reproducido en Marcha, 28 de mayo de 1971. Foto: Jmp
Juan Carlos Onetti (Montevideo,
Uruguay, 1 de julio de 1909 – Madrid, España, 30 de mayo de 1994).
Roberto Arlt (Buenos Aires,
Argentina, 26 de abril de 1900 – 26 de julio de 1942).
Los textos forman parte de
estudio en ejercicios de taller. -