UN PAPEL EN BLANCO
Hace varios días
que no te escribo.
Estamos tan cerca,
en la misma casa,
comemos en la misma
mesa,
con los mismos
cubiertos, dormimos
bajo el mismo techo
y en la misma
cama, que a veces,
por la fuerza de
la costumbre,
aparte de mensajes
de texto
utilitarios, me resulta muy
natural, y hasta
gracioso, escribirte
lo que la
convención puede llamar
carta o nota que
dejo sobre la mesa
con algún tema de
la rutina del día,
donde las palabras
se cocinan con otro
hervor. Tal vez por
eso mismo lo hago,
para tentar a los
hechos con la risa y a
la risa con la
versatilidad de las formas.
Pero la escritura
hecha para vos no tiene
obligaciones
formales ni el sentimiento
explícito es su
patrimonio. Se diría
que tampoco los
derechos exclusivos
sobre lo que
hacemos o dejamos de
hacer son hijos de
la premeditación.
Hablar no es
sacarse lastre de encima.
Desoír no es
taparse los oídos.
A veces tomo un
papel en blanco,
lo doblo en dos
mitades y lo dejo
sobre tu almohada
para que,
cuando llegues
rendida de dar clases
a los mocosos
despabilados de la escuela,
puedas leer en él
todo lo que no son
capaces de decirte
mis palabras.
UNA CARTA DE AMOR
Un corte de energía
nos ha dejado mudos
para el mundo desde
la mañana,
y las pocas cuadras
que nos separan
nos han incomunicado
como si estuviéramos
a cien o a mil
kilómetros de distancia.
Si me viera en la
necesidad de hacerte llegar
un mensaje breve o
quisiera tener el gusto
sólo de escribirte
no podría ni sabría hacerlo
del modo
instantáneo en que lo permiten
las maravillas
tecnológicas que ya son
inseparables de la
intimidad de nuestras vidas.
Debería provocar el
momento ahora que todo
se ha detenido y se
puede sentir lo que bombea
y fluye por el
pulso, algo que en otro tiempo
no era la excepción
sino la regla de los días.
Lo haría sólo para
repetir lo que una vez
fue desafiar a la
leyes del sentido común.
Una mañana te
escribí una carta con
mi letra, que
reconocerías al verla.
La escribí en el
sobre. Quiero decir que
escribí la carta
directamente en el sobre,
hasta cubrirlo de
ambos lados y de cabo
a rabo con palabras
que eran para vos.
En un papelito
escribí tu nombre y nuestra
dirección, y lo
puse dentro del sobre.
Le pasé la lengua y
lo pegué, lo mismo
hice con la
estampilla antes de zambullir
la carta en el
buzón siguiendo el rito perdido.
Me pareció un acto
de justicia poética
que los otros, los
empleados del correo,
el cartero, y
todos los vecinos del pueblo
que fueran
consultados para poder llevar
la carta a destino,
leyeran mis palabras
para vos, supieran
de qué estaba hecho
nuestro amor, pero
no les fuera posible
conocer el
remitente ni la destinataria.
EL PUENTE DE MADERA
Vuelvo a recordarte
la noche clara
sobre el puente de
madera, en el río,
donde habíamos
parado el auto y oíamos,
en el silencio, el
chapoteo del agua sobre
la que se veía el
círculo de luz de la luna llena.
Lo que también
vimos fue el caño de un fusil
que un muchacho con
casco camuflado
bailando en su
cabeza hizo llegar temblando
por la ventanilla
hasta nuestras narices,
y otro, el que
estaba a cargo del retén,
nos hizo bajar,
disparó unas preguntas nada
amistosas y con
olfato de perro gregario
requisó el interior
del auto y el baúl.
Tantos años
después, ahora que estoy
viendo desde el
patio de casa un círculo
nítido de luz
alrededor de la luna llena,
no me quiero
olvidar de pedírtelo:
mi amor, siempre
que te sea esquiva la alegría
quiero que
recuerdes aquel momento, aquel
lugar, en una noche
clara, estrellada,
sobre un puente
viejo de madera
que ahora está
abandonado en el río.
En:
“El jugador de fútbol”, Ediciones La Carta de Oliver, 2015.
Juan
Carlos Moisés (Sarmiento, Chubut, 1954).
Foto: En revista de
poesía “El espiniyo”, número 4, otoño – invierno, 2006.
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