EPÍSTOLA A LOS POETAS QUE VENDRÁN
Tal
vez mañana los poetas pregunten
por qué no celebramos la gracia de las muchachas;
tal vez mañana los poetas pregunten
por qué nuestros poemas
eran largas avenidas por donde venía la ardiente cólera.
Yo
respondo: por todas partes oíamos el llanto,
por todas partes nos cercaba un muro de olas negras.
¿Iba a ser la poesía
una solitaria columna de rocío?
Tenía
que ser un relámpago perpetuo.
Yo os
digo:
mientras
alguien padezca,
la rosa no podrá ser bella;
mientras alguien mire al pan con envidia,
el trigo no podrá dormir;
mientras los mendigos lloren de frío en la noche,
mi corazón no sonreirá.
Matad
a la tristeza, poetas.
Matemos a la tristeza con un palo.
Hay cosas más altas
que llorar el amor de tardes perdidas:
el rumor de un pueblo que despierta
eso es más bello que el rocío.
El metal resplandeciente de su cólera
eso es más bello que la luna.
Un hombre verdaderamente libre,
eso es más bello que el diamante.
Porque
el hombre ha despertado,
y el
fuego ha huido de su cárcel de ceniza
para
quemar el mundo donde estuvo la tristeza.
*
La desconocida siguió avanzando. La
belleza de su rostro como todo lo efímero y bello, me pareció eterna y al mismo
tiempo frágil, irremediable. ¿Por quién venía? ¿A quién buscaba el azul
anheloso de sus miradas? Giró el rostro: la medialluvia de sus cabellos negros
delató, al ocultarlo, un perfil indecible. Su rostro me encegueció. Y así como
por el centro de una ciudad avanza la ira de un motín, hacía mí, sin mirarme
caminó ese enigma que me desesperaba.
Y de pronto la reconocí. Yo la conocía.
No sólo la conocía: la había amado más que a ninguna otra mujer. Y ella me
había amado más que a ninguno. Y luego la había olvidado hasta no reconocerla.
─Me gusta su relato ─dijo
el Editor─, pero en lo que sí coincido
con el doctor Díaz es que esta historia, en un momento en que la guerrilla
sigue activa en América Latina, no será recibida por la crítica, como se
merece, o quizá será silenciada.
Su voz me sonó como desde el fondo de
un precipicio donde eL fastidio había ido arrojando los años usados, inútiles,
definitivamente inservibles.
Yo la había amado. Y la gloria de ese
amor, como el encaje de una tela preciosa que reemplaza la ordinariez de un
tejido desprestigiado por el uso, había cambiado la mediocridad de mi vida por
un imperecedero fulgor. Marie Claire siguió avanzando. ¡Toda ella brillaba: su
rostro, sus ojos, su cabellera, el perfil de sus caderas, el contorno de sus
piernas, la terquedad de sus senos libres, los pliegues del vestido que sus
muslos mordían, caminando! Sentí una quemazón inmemorial. Por entre el pasadizo
de las mesas, la miré bellísima, leal, hipócrita, irremplazable. La amaba
inmortalmente.
El Editor la descubrió y las capas de
aburrimiento de su rostro se fundieron en una cara tierna, desconocida,
infantil. Se levantó sonriendo. Marie Claire le devolvió la sonrisa y avanzó
hacia nuestra mesa. Vaca Sagrada también se levantó.
─No creo que usted conozca a Mlle. Saint Jean,
nuestro ataché de presse ─dijo
el Editor.
Marie CIaire me reconoció
desconcertada. El azul de sus ojos se salpicó de chispas de oro y luego de
chispas de dolor. ¿El hombre es una metáfora provisionalmente vestida de carne
o una carne que se nutre de metáforas?
─¡Santiago!, por fin te vuelvo a ver ─susurró─:
¡Si supieras cuánto te he buscado!
El Editor la miró desconcertado. Vaca
Sagrada, nervioso, trató de sonreír.
─Usted me confunde ─precisé
con dureza─. Yo no me llamo Santiago.
¡Yo había sufrido tanto por ella! No
sólo los dolores, las miserias, las heridas sin cicatriz del abandono. Por ella
había dejado de ser lo que era, había desertado de mi verdadera vida, había
traicionado lo mejor de mi existencia, ¿podía perdonarla?
─Probablemente me confundo ─susurró
Marie Claire─, se parece usted tanto a un
Santiago que yo conocí. Hasta era compatriota suyo.
─Yo también tuve un amigo que se llamaba Santiago.
Quiso suicidarse en París por una mujer.
¡Toda ella brillaba! Y se me sublevó el
deseo, los deseos, el tumulto de mis deseos, me acometió la sed de estrujarla,
besarla, lamerla, acariciarla, soñarla, maltratarla, rozarla, volverla a
amar...
─¿Y qué sucedió con su amigo?
La amaba inmortalmente. La odiaba
inmortalmente.
─No se suicidó. En el instante en que iba a saltar
sobre un puente del Sena, comprendió que ir a luchar por su país y morir por él
era mejor que morir por una mujer que lo había traicionado.
─¿Y usted cree que las Revoluciones no traicionan? ─preguntó
el Editor.
─Los revolucionarios, quizás. Las Revoluciones
nunca.
─¿Y el amor no traiciona? ─preguntó
Marie Claire.
Miré girasoles cerca, lejos, próximos,
ausentes. El destino de los girasoles es rotar alrededor del sol. El destino de
los humanos girar alrededor del amor. ¡Ay del girasol o de los humanos
enloquecidos que se obstinen en girar contra su sol! ¡Pobres girasoles ciegos dando
vueltas y vueltas alrededor de la nada, del no-ser!
─El amor nunca traiciona; algunas mujeres, sí.
─Sólo se traiciona a quienes merecen la traición ─sentenció
Vaca Sagrada.
─¡Santiago! ─repitió Marie Claire.
Y su sonrisa era lago de aguas tristes
por donde se alejaban navegando en sus mesas los cuatrocientos comensales, los
doce maîtres, Monsieur Lafon, los camareros, el Editor, Vaca Sagrada, todos.
Todos menos ella.
─¡Santiago, yo soy Marie Claire!
Miré con rencor su belleza
irremediable.
─Sin duda es usted Marie Claire. Pero yo no soy ese
Santiago.
Me levanté. Y me fui.
Lima, setiembre 1981, abril 1982
Selección
de textos y fotos: jmp, de los libros Poesía
incompleta (Universidad Nacional Autónoma de México, primera edición, 1976)
y el capítulo XXXIII, “Pero también
pudo ocurrir que...”, de la novela La
danza inmóvil, Plaza&Janés, España, 1983
Manuel
Scorza (Lima, Perú, 9 de septiembre de 1928 - Madrid, España, 27
de noviembre de 1983)
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