NADAR DE NOCHE
Era demasiado tarde para estar
despierto, especialmente en una casa prestada y a oscuras. Afuera, en el
jardín, los grillos convocaban empecinados y furiosos la lluvia, y él se
preguntó cómo podían dormir en los cuartos de arriba su mujer y su hijita con
ese murmullo ensordecedor.
Tenía insomnio, estaba en
pantalones cortos, sentado frente al ventanal abierto que daba a la terraza y
al jardín. Las únicas luces prendidas eran los focos adentro de la pileta, pero
la luz ondulada por el agua no conseguía matar del todo la sensación de estar
en una casa ajena, el malestar indefinible con aquel simulacro de vacaciones. Porque,
en realidad, no estaba ahí descansando sino trabajando. Aunque el trabajo no
implicase ningún esfuerzo en particular, aunque no tuviese que hacer nada,
salvo vivir en esa casa con su mujer y su hija y disfrutar las posesiones de su
amigo Félix, mientras éste y Ruth remontaban el Nilo y gastaban fortunas en
rollos de fotos y guías egipcios sin dientes, a cuenta de una revista de viajes
italiana.
Para calmarse, para atraer el
sueño, pensó que no Iba a pisar Buenos Aires en todo el mes. Viviría en
pantalones cortos y sin afeitarse, cortaría el pasto, cuidaría la pileta, vería
videos y escucharía música mientras su hija crecía delante de sus ojos y su
mujer inventaba postres raros en la cocina. Y en todo ese tiempo quizá le
dejaran algún mensaje mínimamente estimulante, o al menos catastrófico, en el
contestador automático de su departamento.
Mientras tanto, a lo mejor Félix
y Ruth decidían prolongar su viaje un mes más, o tenían un accidente, o se
enamoraban los dos de un mismo Efebo andrógino y analfabeto en Alejandría. Un
mes podía ser mucho tiempo en algunos lugares; un mes podía ser casi una vida.
Para su hijita, por ejemplo. Tenía que empezar a vivir al ritmo de ella, como
le había dicho su mujer. Día por día, hora por hora, lentamente. Tenía que
asumir la paternidad de una vez, como dirían Félix y Ruth, si es que no lo
habían dicho.
Entonces oyó la puerta. No el
timbre sino dos golpecitos suaves, corteses, casi conscientes de la hora que
era. Cada casa tiene su lógica, y sus leyes son más elocuentes de noche, cuando
las cosas ocurren sin paliativos sonoros. Él no miró el reloj, ni se
sorprendió, ni pensó que los golpes eran imaginación suya. Simplemente se
levantó, sin prender ninguna luz a su paso y cuando abrió la puerta se encontró
con su padre parado delante de él. No lo veía desde que había muerto. Y, en ese
momento, supo incongruentemente que ya se había hecho a la idea de no verlo
nunca más.
Su padre tenía puesto un
impermeable cerrado hasta arriba y el pelo tan abundante y bien peinado como
siempre, pero totalmente blanco. Nunca habían sido muy expresivos entre ellos.
Él dijo: “Papá, qué sorpresa”, pero no se movió hasta que su padre preguntó
sonriendo:
–¿Se puede pasar?
–Sí, claro. Por supuesto.
El padre cruzó el living a oscuras
y el ventanal abierto y fue a sentarse en una de las reposeras de la
terraza. Desde allá miró hacia adentro, lo llamó con la mano y tocó la reposera
vacía a su lado. Él salió obedientemente a la terraza. Dijo:
–Dame el impermeable, si querés
¿Te traigo algo para tomar?
El padre negó con la cabeza.
Después se estiró todo lo que pudo y respiró hondo sin perder la sonrisa.
–Va a llover en cualquier momento
–dijo–. Qué maravilla. ¿De día es así, también?
–Mejor. Para Marisa y la beba,
especialmente.
–Marisa, y la beba. Debés tener
un montón de cosas para contarme, ¿no?
Él sintió que se le aflojaba
apenas la mandíbula. En los sueños en que volvía a verlo, su padre siempre
estaba al tanto de todo lo que les había pasado a ellos en su ausencia.
–Sí, claro –dijo–. Supongo que
sí.
–Por supuesto, no pretendo que me
pongas al día con las noticias. Obviemos la política, el trabajo, el mundo en
general, si es posible. Las cosas domésticas, me interesan. Tus hermanas, vos,
Marisa, la Beba. Esas cosas.
A él le sorprendió que mencionara
la palabra domésticas. Y mucho más
aún que hubiese nombrado a todos menos a su madre, pero no supo qué decir.
–Voy a servirme un whisky ¿Seguro
que no querés?
–No, no, gracias. A propósito,
qué buena idea, las luces adentro de la pileta.
–No es mía –dijo él antes de
entrar–. La casa, quiero decir.
Cuando volvió a aparecer, con un
vaso bastante lleno, se frenó detrás de la reposera de su padre y de golpe
sintió que todavía no se habían tocado.
–Yo creí –dijo, desde ese lugar– que
vos veías todo lo que pasaba acá, desde donde estabas.
La cabeza de su padre se movió
levemente a uno y otro lado, varias veces.
–Lamentablemente no. Es bastante
distinto de lo que uno se imagina.
Él miró la pileta y tuvo la
sensación de que no controlaba lo que decía ni lo que iba a decir.
–Si supieras la cantidad de cosas
que hice en estos años para vos, pensando que me estabas mirando. –Y se rió un
poco, sin alegría pero sin amargura, para vaciarse los pulmones nomás.
–O sea que no sabés nada de estos
cuatro años. Qué increíble.
El padre se reacomodó en la
reposera y lo miró de costado.
–A lo mejor hay cambios, adonde
nos mandan ahora. Si te sirve de consuelo.
Él lo miró sin entender.
–Hubo un traslado. Voy a estar en
otra parte, a partir de ahora. No sólo yo, muchos más. Las cosas allá no son
tan ordenadas como se supone. A veces pasan estos imprevistos. Digo, que esté
ahora con vos.
–¿Y por qué conmigo? ¿Por qué no
fuiste a ver a mamá?
El padre miró un rato la luz
ondulante de la pileta. Su cara cambió muy levemente, hubo un ínfimo matiz de
tristeza en su inexpresividad.
–Con tu madre hubiera sido más
difícil. Una noche no es tanto tiempo, y yo necesito que me cuentes todo lo que
puedas. Con tu madre hablaríamos de otros temas. Del pasado, especialmente, de
ella y yo, de muchas cosas buenas que vivimos los dos juntos. Y eso hubiera
sido injusto de mi parte.
Hizo una pausa.
–Hay ciertas cosas que son
técnicamente imposibles en mi estado actual: sentir, por ejemplo. ¿Entendés? En
cierta medida, lo que soy esta noche es algo que no tendría ningún valor para
tu madre. Con vos, en cambio, es más sencillo, para decirlo de alguna manera.
Siempre te ubicaste en una posición panorámica en cuanto a las emociones. Con
tu madre, con tus hermanas, con vos mismo. En fin.
Hizo otra pausa.
–También pensé que podrías
arreglártelas mejor con los sentimientos que te provocará esta visita. A fin de
cuentas, yo nunca fui tan importante para vos, ¿no es cierto?
Él sintió algo que hacía mucho
tiempo que no sentía. Una especie de sumisión y de necesidad de oponerse a
esa sumisión. Supo de pronto que en los últimos cuatro años no había sido esto
que ahora era, nuevamente: hijo de su padre. Fue hasta el borde de la pileta,
se sacó los mocasines y se sentó con las piernas dentro del agua.
–Si no hubieras sido tan
importante para mí, entonces no habría hecho las cosas que hice para vos, por
vos, en estos años. ¿No se te ocurrió pensar eso?
–No.
Él quedó perplejo. La respuesta
le había parecido tan rápida y brutal que sonó sincera. Y justamente por eso
inverosímil. Cobarde. Casi injusta.
–Y ahora qué sabés, qué –atinó a
decir.
–Nada-contestó el padre.
Después se levantó, llevó la
reposera hasta el borde de la pileta y se sentó con las manos en los bolsillos.
–Supongo que no cambia nada. Lo
que hiciste, ya lo hiciste. Y me parece que no tiene sentido que te enojes
ahora, con vos o conmigo, por eso. ¿No?
No sólo era inútil, además
empezaba a sentir que no le era lícito, frente a la condición de su padre,
cuestionar nada, ni permitirse esa insólita belicosidad. La necesidad de
oponerse se desvaneció y sólo quedó la sumisión, no ya dirigida a su padre sino
a un estado de cosas, a una abstracción obtusa e inabarcable.
–Es cierto –dijo–. Perdón.
Se quedaron callados un rato,
hasta que él dijo:
–De todas maneras, exageré un poco. No
fueron tantas las cosas que hice pensando en vos.
El padre soltó una risita.
–Ya me parecía.
Un relámpago rajó en dos el fondo
del cielo. Cuando sonó el trueno el padre se encogió y su risita volvió a
oírse.
–Ya casi no me acordaba de estas
cosas. Es notable cómo funciona la memoria, lo que conserva y lo que deja de
lado.
–Los grillos –dijo él–. ¿Los oís?
No me dejaban dormir. Por eso estaba despierto cuando llegaste.
Después de decir estas palabras
dudó ¿Los grillos? Pero lo pensó mejor y prefirió quedarse con la duda.
–Bueno –dijo el padre con voz muy
suave–. A lo nuestro.
– ¿Puedo preguntarte algo, antes?
La reposera crujió. Él hizo un
esfuerzo para mantenerle la mirada a su padre.
–Como quieras. Pero ya sabes cómo
es eso: una vez que te enteras, difícil que puedas borrártelo de la cabeza. No
es una amenaza. Lo digo por vos, simplemente.
–Sí, ya sé –dijo él. Y preguntó,
con voz insegura: –¿Todos van al mismo lugar? ¿No importa lo que haya hecho
cada uno?
–Eso es algo que podría haberte
contestado desde los veinte años, más o menos. Siempre sospeché que importaba
más en vida que después. En cuanto a la otra pregunta, no es exactamente un
lugar, adonde van. Pero sí: todos van al mismo, en la medida en que todos somos
relativamente iguales. El modo de vida de tu vecino y el tuyo, por ejemplo, se
diferencian tanto como tu estatura y la de él. Son matices, y los matices no
cuentan. Digamos que hay, básicamente, sólo dos estados: el tuyo y el mío. Es
bastante más complejo, pero no lo entenderías ahora.
–Entonces vos y yo vamos a
encontrarnos de nuevo, en algún momento –dijo él.
El padre no contestó.
– ¿Importa algo estar juntos,
allá?
El padre no contestó.
– ¿Y cómo es? –dijo él.
El padre desvío los ojos y miró
la pileta.
–Como nadar de noche –dijo. Y las
ondulaciones de la luz se reflejaron en su cara. –Como nadar de noche, en una
pileta inmensa, sin cansarse.
Él tomo de un trago el whisky que
le quedaba en el vaso y esperó a que llegase al estómago. Después tiró los
hielos en la pileta y apoyó el vaso vacío en el borde.
–¿Algo más? –dijo el padre.
Él negó con la cabeza. Movió un
poco las piernas en el agua y miró la base de la reposera, el impermeable, la
cara blandamente atemporal de su padre. Pensó en lo reticentes que habían sido
siempre en todo contacto corporal y le parecieron increíblemente ingenuos y
artificiales aquellos abrazos en los sueños en que aparecía su padre. Esto era
la realidad: todo seguía tal como había sido siempre, y recomenzaba casi en el
mismo punto en que quedara interrumpido cuatro años antes. Aunque sólo fuese
por una noche.
-Por dónde querés que empiece –dijo.
–Por donde quieras. No te
preocupes por el tiempo: tenemos toda la noche. Hasta que termines no va a
amanecer.
Él respiró hondo, largó el aire y
supo que había entrado en la noche más larga y secreta de su vida. Empezó, por
supuesto, hablando de su hija.
En Nadar de noche, Emecé cruz del Sur / Página/12, 2011 (1991, Juan Forn)
Juan
Forn (Buenos Aires, 5 de noviembre de 1959 - Mar de las Pampas, 20 de
junio de 2021) / Foto: jmp
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