Cuando leo,
alguien piensa por mí.
Cuando escribo,
mi mano piensa por mí.
Cuando duermo
no pregunto ¿existo?
Existo y sé que
no soy libre,
no puedo engañarme:
estoy en un sueño.
Eeva-Lisa
Manner
La verdad no
está en un sueño, sino en muchos sueños.
Pier
Paolo Pasolini
Tocaban
el timbre y por la camarita veía el cuerpo de un hombre con un cartel que
decía Paco Urondo; le abrí. Una vez en el departamento, Paco Urondo (era él) me
alcanzaba una araña para que me la pusiera como un aro. Pasé una de las patas
por el agujero de la oreja (no sé si izquierda o derecha) y de inmediato otra
pata se colocó debajo de mi mandíbula; me miré en un espejo, la pata negra
marcaba un ángulo en mi cara, sentí vívida la aprensión firme en la piel.
Después me saqué la araña de la oreja igual que cuando me saco los aros y los
dejo arriba de un mueble o en la caja de madera que uso como alhajero.
El
comedor era el mismo, la mesa, las sillas, la lámpara de pie y el mueble en
donde está el televisor: en la pantalla, un video de la muerte de Lou Reed, el
sepelio y la ceremonia. Él y yo lo mirábamos con atención hasta que terminaba,
después Lou lo volvía a poner como si fuera una canción o un poema al que se le
van haciendo retoques para ajustar la sonoridad o su significado. Fue un
continuo ver y revisar detalles de su propio funeral en un ambiente de
camaradería y buen humor. La puerta que da al patio, abierta; el sol, hasta la
mitad del comedor. Si Lou estaba conmigo (en algún momento hubo gente limpiando
los vidrios de las ventanas de la casa paterna) era porque tenemos algo en
común: un gran amor.
Eran
tantas las personas que entraban y salían de la casa que me pregunté si no
me había equivocado de sueño; no es mío algo tan poblado y tan bullanguero; soy
más silenciosa, menos estridente. Por ahí escuché la disputa por un collar, una
pulsera, una joya artesanal, cualquiera de estas cosas podría ser, pero yo me
la puse y la discusión arreció: “¿Por qué, si tanto te gustaba, no la
tomaste?”, le dije, y hubo un ramalazo de furia en el aire.
Teníamos
que llegar a un lugar ubicado del otro lado de la ruta y era mucho más
aliviado y corto atravesar el campo de unos desconocidos, así que fuimos hasta
la casa para explicarles por qué nos habíamos metido en su propiedad. La señora
nos escuchó a regañadientes, se le veía la desconfianza; entonces redoblé mis
esfuerzos hablándole de mi historia familiar: le conté que a nosotros nos
quedaba un pedacito de tierra en el bajo, pero que de todas maneras lo
disfrutábamos; la mujer, ya relajada, empezó a caminar con nosotros. “Mire”,
señalé, “tenemos que ir hasta allá y si no cortamos camino se hace larguísimo”.
“Claro, claro”, respondió mientras se le hundían los pies en los pastizales. El
potrero había sido sembrado de achicorias, remolachas y zanahoria rallada;
soplaba un viento suave y los cultivos se mecían como en un cuadro de Van Gogh.
“Qué hermoso”, exclamé y la mujer asintió. Ahora se reía de cuerpo entero, tan
contenta estaba que nos acompañó hasta el pueblo para buscar la bicicleta. Nos
quedaba de paso. Después, la invitamos a seguir caminando: era un día radiante,
andaba poca gente y se sentía la felicidad.
Soñé
y después olvidé; soñé y olvidé, soñé y después olvidaba: ése era el sueño.
Me
uní a un grupo para hacer un viaje en crucero; todos estábamos equivocados
en la ropa y el calzado que nos habíamos puesto: las mujeres con zapatos altos
de taco fino; yo, con un vestido ajustado al que de pronto se le reventó el
cierre, los hombres con trajes y nada de bermudas o equipos deportivos... Pero
subíamos muy contentos por la pasarela del barco monumental esperando que la
alegría nos cayera como una bendición divina. Recuerdo estas palabras:" Pueda
ser que esta noche haya tango", y aparecía en la pista de baile adoptando
la espera antes del abrazo. Y con claridad dije entonces: "Los españoles
dicen abrázame y esa “a” separa, nosotros decimos abrazame y esa “a” es una
invitación".
El
artista recién llegado al pueblo trabajaba en piedra; las esculturas y
grabados reproducían la figura humana idealizada: mujeres como ángeles, hombres
como dioses; no me gustaron, demasiado adorno y arrebato en las figuras,
demasiado grito y bondad artificial; entonces me fijé en los animales pequeños,
insectos, moscas, escarabajos, peces. En el interior de una piedra había un pez
incrustado, noté el peso y la ligereza del agua que en algún momento corrió
para que el pez viviera: me quedé con la piedra.
El
artista y su mujer no eran personas agradables, tenían la venta como único
bien, se les notaba en las sonrisas y en el andar al acecho por el atelier.
Hojas
doradas en la tierra (se podía oír el viento); en los árboles, el amarillo
llegaba hasta el bronce bermejo y una luz oscura; las acequias con agua dulce
que sonó fresca y un pasadizo de álamos hacían levantar la vista por el
asombro. Antes había recorrido variadas formas del amor con la curiosidad de
las vírgenes y una sonrisa en los ojos.
Atrapada
en su encanto: es mejor abrir los ojos.
Me
decía que de las ocho formas de clasificación de la mujer yo pertenecía al
rubro "redondas"; me miré los brazos, las piernas y demás y comprobé
que sí. Además estaba el tema de las curvas y asentamientos que en mí se han
magnificado y, también, el tema de los versos que se han multiplicado como los
peces de Jesús; entonces dijo que había ganado un certamen en la costa y que la
entrega de premios era en la casa donde había vivido Federico García Lorca;
pensé y pensé y no recordaba la estadía del poeta en esa ciudad, pero me dije
que con tantos vestidos colgados y guardados en fundas de nylon bien podía
asistir; le dije que sí y se puso muy contento. Después siguió con la
clasificación de las mujeres: las que hablaban demasiado y eran flacas y
blancas se parecían a un sachet de leche aguada, dijo. Era un hombre querible
pero extraviado desde la juventud, todos le prestaban atención como quien oye
llover.
La
casa mostraba su momento de mayor esplendor (como cuando éramos chicos y no
sabíamos de todo lo que somos capaces). Olor a pintura fresca y yo, que salía
al porche, envuelta en no sé qué sentimiento; encontré tres cajones de un
mueble blanco y pensé en ataúdes; adentro, lamparitas listas para el uso,
entonces levanté la vista y vi dos ángeles.
Estábamos
mi hermana, mamá y yo en el comedor diario sentadas a la mesa; de pronto mi
hermana se convertía en la niña de pecas, pelo pelirrojo, moño color azul y
boca a la que le faltan dientes; de pronto era la mujer recién casada y yo le
decía: "No sabés lo que está pasando, te transformás a cada rato", y
entonces me veía parada frente a un espejo, probándome ropa y zapatos; los
zapatos eran de cuero beige, con taco y una tira en el medio del empeine, muy
parecidos a un modelo que usó mucho mamá; el pantalón azul con patas de
elefante como en los 70 y una blusa "net" de seda blanca, con escote
bote y mangas cortas que combiné con faldas y otros pantalones en la primeras
reuniones y encuentros literarios; yo bailaba y cantaba "Me voy a Buenos
Aires, me voy a Buenos Aires", estaba tan feliz, esbelta, joven, el pelo
largo y la alegría por las luces universitarias y las del espejo; la casa, la
vida, nosotras tres, pero entonces, viéndonos en tal estado de ignorancia me
largué a llorar, lloraba apoyada en el marco de una puerta, lloré y lloré.
Si
fuera un sueño, me dejaría contar.
Recorría
las instalaciones de una escuela privada, los salones se alineaban a un
lado y otro de pasillos con pisos impecables, el lustre transformaba todo el
ambiente en vidrios y espejos para mirarse; allí corrían cientos de niñas de
distintas edades, una monja supervisaba los juegos y controlaba que no se
escaparan por las ventanas, era amable y tenía buena intención pero las chicas
se escapaban igual. O se escondían. Como una niñita atrincherada en una pieza
de juguetes que se resistía a salir, por una ventana aparecía un cuidador
vestido de bombero y jugaba a rescatarla, pero la nena no le hacía caso,
gritaba a lo loco, no me pareció raro porque la casita era de cuento infantil:
coloreada, prolija y con algún peligro inminente en la puerta. Después yo
caminaba por los jardines, extensos y cuidados; a lo lejos, unos canteros con
piedras y agua simulando estanques rodeados por junquillos, fresias y rosas. De
verdad, la combinación de perfumes y colores quedaba muy bien, solo que al
acercarme me topé con un doble alambrado que los cubría completamente; en ese
momento, el jardinero-guardián me dijo con amabilidad que así no podían
destrozarlos. “Claro, claro”, le contesté. Finalmente visitaba una feria de
cachorros, había muchos señores sentados en bancos y, al frente, cajas con los
perritos recién nacidos o de meses; al ver tantos animales amontonados para la
venta sentí asco, miré el piso y estaba lleno de papeles sucios, gusanos, heces.
¿Cómo fue que había llegado hasta allí?
Me
desdoblé. Yo y yo estábamos sentadas una al lado de la otra en un pupitre
de escuela, de hierro y madera, con tintero de vidrio. Escribíamos. Al mismo
tiempo pusimos la palabra fin, o quizás no, pero las dos sabíamos que era el
final de la historia. Habíamos escrito por separado y, sin embargo, a la hora
de la verdad, no dudamos. Y yo era tal como soy, el espejo de mí.
Llueve,
estoy despierta y no sé qué hacer: los sueños se han convertido en mi vida.
En
La imprecisa voz que me sueña, Nuevo
Hacer Grupo Editor Latinoamericano, 2014
Inés
Legarreta (Chivilcoy, Buenos Aires, 1951) / Selección de textos y fotos: jmp
Muchísimas gracias, José María Pallaoro, por haber incorporado a tu blog estos textos de "La imprecisa voz que me sueña". Un abrazo. Inés.
ResponderEliminarAbrazo grande Inés
ResponderEliminar