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lunes, 7 de junio de 2021

INÉS LEGARRETA Los sueños se han convertido en mi vida

 
 

Cuando leo, alguien piensa por mí.

Cuando escribo, mi mano piensa por mí.

Cuando duermo no pregunto ¿existo?

Existo y sé que no soy libre,

no puedo engañarme: estoy en un sueño.

Eeva-Lisa Manner

 

La verdad no está en un sueño, sino en muchos sueños.

Pier Paolo Pasolini

 

 

 

         Tocaban el timbre y por la camarita veía el cuerpo de un hombre con un cartel que decía Paco Urondo; le abrí. Una vez en el departamento, Paco Urondo (era él) me alcanzaba una araña para que me la pusiera como un aro. Pasé una de las patas por el agujero de la oreja (no sé si izquierda o derecha) y de inmediato otra pata se colocó debajo de mi mandíbula; me miré en un espejo, la pata negra marcaba un ángulo en mi cara, sentí vívida la aprensión firme en la piel. Después me saqué la araña de la oreja igual que cuando me saco los aros y los dejo arriba de un mueble o en la caja de madera que uso como alhajero.

 

 

         El comedor era el mismo, la mesa, las sillas, la lámpara de pie y el mueble en donde está el televisor: en la pantalla, un video de la muerte de Lou Reed, el sepelio y la ceremonia. Él y yo lo mirábamos con atención hasta que terminaba, después Lou lo volvía a poner como si fuera una canción o un poema al que se le van haciendo retoques para ajustar la sonoridad o su significado. Fue un continuo ver y revisar detalles de su propio funeral en un ambiente de camaradería y buen humor. La puerta que da al patio, abierta; el sol, hasta la mitad del comedor. Si Lou estaba conmigo (en algún momento hubo gente limpiando los vidrios de las ventanas de la casa paterna) era porque tenemos algo en común: un gran amor.

 

 

         Eran tantas las personas que entraban y salían de la casa que me pregunté si no me había equivocado de sueño; no es mío algo tan poblado y tan bullanguero; soy más silenciosa, menos estridente. Por ahí escuché la disputa por un collar, una pulsera, una joya artesanal, cualquiera de estas cosas podría ser, pero yo me la puse y la discusión arreció: “¿Por qué, si tanto te gustaba, no la tomaste?”, le dije, y hubo un ramalazo de furia en el aire.

 

 

         Teníamos que llegar a un lugar ubicado del otro lado de la ruta y era mucho más aliviado y corto atravesar el campo de unos desconocidos, así que fuimos hasta la casa para explicarles por qué nos habíamos metido en su propiedad. La señora nos escuchó a regañadientes, se le veía la desconfianza; entonces redoblé mis esfuerzos hablándole de mi historia familiar: le conté que a nosotros nos quedaba un pedacito de tierra en el bajo, pero que de todas maneras lo disfrutábamos; la mujer, ya relajada, empezó a caminar con nosotros. “Mire”, señalé, “tenemos que ir hasta allá y si no cortamos camino se hace larguísimo”. “Claro, claro”, respondió mientras se le hundían los pies en los pastizales. El potrero había sido sembrado de achicorias, remolachas y zanahoria rallada; soplaba un viento suave y los cultivos se mecían como en un cuadro de Van Gogh. “Qué hermoso”, exclamé y la mujer asintió. Ahora se reía de cuerpo entero, tan contenta estaba que nos acompañó hasta el pueblo para buscar la bicicleta. Nos quedaba de paso. Después, la invitamos a seguir caminando: era un día radiante, andaba poca gente y se sentía la felicidad.

 

 

         Soñé y después olvidé; soñé y olvidé, soñé y después olvidaba: ése era el sueño.

 

 

         Me uní a un grupo para hacer un viaje en crucero; todos estábamos equivocados en la ropa y el calzado que nos habíamos puesto: las mujeres con zapatos altos de taco fino; yo, con un vestido ajustado al que de pronto se le reventó el cierre, los hombres con trajes y nada de bermudas o equipos deportivos... Pero subíamos muy contentos por la pasarela del barco monumental esperando que la alegría nos cayera como una bendición divina. Recuerdo estas palabras:" Pueda ser que esta noche haya tango", y aparecía en la pista de baile adoptando la espera antes del abrazo. Y con claridad dije entonces: "Los españoles dicen abrázame y esa “a” separa, nosotros decimos abrazame y esa “a” es una invitación".

 

 

         El artista recién llegado al pueblo trabajaba en piedra; las esculturas y grabados reproducían la figura humana idealizada: mujeres como ángeles, hombres como dioses; no me gustaron, demasiado adorno y arrebato en las figuras, demasiado grito y bondad artificial; entonces me fijé en los animales pequeños, insectos, moscas, escarabajos, peces. En el interior de una piedra había un pez incrustado, noté el peso y la ligereza del agua que en algún momento corrió para que el pez viviera: me quedé con la piedra.

El artista y su mujer no eran personas agradables, tenían la venta como único bien, se les notaba en las sonrisas y en el andar al acecho por el atelier.

 

 

         Hojas doradas en la tierra (se podía oír el viento); en los árboles, el amarillo llegaba hasta el bronce bermejo y una luz oscura; las acequias con agua dulce que sonó fresca y un pasadizo de álamos hacían levantar la vista por el asombro. Antes había recorrido variadas formas del amor con la curiosidad de las vírgenes y una sonrisa en los ojos.

 

 

         Atrapada en su encanto: es mejor abrir los ojos.

 

 

         Me decía que de las ocho formas de clasificación de la mujer yo pertenecía al rubro "redondas"; me miré los brazos, las piernas y demás y comprobé que sí. Además estaba el tema de las curvas y asentamientos que en mí se han magnificado y, también, el tema de los versos que se han multiplicado como los peces de Jesús; entonces dijo que había ganado un certamen en la costa y que la entrega de premios era en la casa donde había vivido Federico García Lorca; pensé y pensé y no recordaba la estadía del poeta en esa ciudad, pero me dije que con tantos vestidos colgados y guardados en fundas de nylon bien podía asistir; le dije que sí y se puso muy contento. Después siguió con la clasificación de las mujeres: las que hablaban demasiado y eran flacas y blancas se parecían a un sachet de leche aguada, dijo. Era un hombre querible pero extraviado desde la juventud, todos le prestaban atención como quien oye llover.

 

 

         La casa mostraba su momento de mayor esplendor (como cuando éramos chicos y no sabíamos de todo lo que somos capaces). Olor a pintura fresca y yo, que salía al porche, envuelta en no sé qué sentimiento; encontré tres cajones de un mueble blanco y pensé en ataúdes; adentro, lamparitas listas para el uso, entonces levanté la vista y vi dos ángeles.

 

 

         Estábamos mi hermana, mamá y yo en el comedor diario sentadas a la mesa; de pronto mi hermana se convertía en la niña de pecas, pelo pelirrojo, moño color azul y boca a la que le faltan dientes; de pronto era la mujer recién casada y yo le decía: "No sabés lo que está pasando, te transformás a cada rato", y entonces me veía parada frente a un espejo, probándome ropa y zapatos; los zapatos eran de cuero beige, con taco y una tira en el medio del empeine, muy parecidos a un modelo que usó mucho mamá; el pantalón azul con patas de elefante como en los 70 y una blusa "net" de seda blanca, con escote bote y mangas cortas que combiné con faldas y otros pantalones en la primeras reuniones y encuentros literarios; yo bailaba y cantaba "Me voy a Buenos Aires, me voy a Buenos Aires", estaba tan feliz, esbelta, joven, el pelo largo y la alegría por las luces universitarias y las del espejo; la casa, la vida, nosotras tres, pero entonces, viéndonos en tal estado de ignorancia me largué a llorar, lloraba apoyada en el marco de una puerta, lloré y lloré.

 

 

         Si fuera un sueño, me dejaría contar.

 

 

         Recorría las instalaciones de una escuela privada, los salones se alineaban a un lado y otro de pasillos con pisos impecables, el lustre transformaba todo el ambiente en vidrios y espejos para mirarse; allí corrían cientos de niñas de distintas edades, una monja supervisaba los juegos y controlaba que no se escaparan por las ventanas, era amable y tenía buena intención pero las chicas se escapaban igual. O se escondían. Como una niñita atrincherada en una pieza de juguetes que se resistía a salir, por una ventana aparecía un cuidador vestido de bombero y jugaba a rescatarla, pero la nena no le hacía caso, gritaba a lo loco, no me pareció raro porque la casita era de cuento infantil: coloreada, prolija y con algún peligro inminente en la puerta. Después yo caminaba por los jardines, extensos y cuidados; a lo lejos, unos canteros con piedras y agua simulando estanques rodeados por junquillos, fresias y rosas. De verdad, la combinación de perfumes y colores quedaba muy bien, solo que al acercarme me topé con un doble alambrado que los cubría completamente; en ese momento, el jardinero-guardián me dijo con amabilidad que así no podían destrozarlos. “Claro, claro”, le contesté. Finalmente visitaba una feria de cachorros, había muchos señores sentados en bancos y, al frente, cajas con los perritos recién nacidos o de meses; al ver tantos animales amontonados para la venta sentí asco, miré el piso y estaba lleno de papeles sucios, gusanos, heces. ¿Cómo fue que había llegado hasta allí?

 

 

         Me desdoblé. Yo y yo estábamos sentadas una al lado de la otra en un pupitre de escuela, de hierro y madera, con tintero de vidrio. Escribíamos. Al mismo tiempo pusimos la palabra fin, o quizás no, pero las dos sabíamos que era el final de la historia. Habíamos escrito por separado y, sin embargo, a la hora de la verdad, no dudamos. Y yo era tal como soy, el espejo de mí.

 

 

         Llueve, estoy despierta y no sé qué hacer: los sueños se han convertido en mi vida.

 

 

 

En La imprecisa voz que me sueña, Nuevo Hacer Grupo Editor Latinoamericano, 2014

Inés Legarreta (Chivilcoy, Buenos Aires, 1951) / Selección de textos y fotos: jmp

2 comentarios:

  1. Muchísimas gracias, José María Pallaoro, por haber incorporado a tu blog estos textos de "La imprecisa voz que me sueña". Un abrazo. Inés.

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