No sólo escribía, también editaba carpetas de poesía. Hugo Ditaranto esperaba ver impresa la suya cuando Santoro fue secuestrado. El autor de esta nota cuenta cómo, 30 años después, se encontró la edición que se creía perdida.
Roberto Santoro (1939) fue poeta, fue hombre de andar con ideales y escritura en su carpeta de vida, hasta que un grupo de tareas de la dictadura se lo llevó, el 1 de junio de 1977, de la escuela donde era preceptor. El poeta, desde 1971, era el hacedor de la editorial Papeles de Buenos Aires, y de su colección “La pluma y la palabra”. Su trabajo consistía en publicar, en carpetas, a distintos poetas. Carpetas simples de librería-papelería, abrochadas las solapas para que contuvieran las doce hojitas sueltas con los poemas e ilustraciones, al frente, título y nombre del autor en letra de molde. Santoro encarpetó en esa colección a poetas como: Raúl González Tuñón, Humberto Costantini, Antonio Requeni, Federico Moreyra, Antonio Aliberti, Néstor Groppa, Luis Franco, Álvaro Yunque, Elías Castelnuovo, Luis Luchi, César López Ocón. El mismo Santoro tuvo la suya. En la declaración jurada de No negociable anotó: “Si mi poesía no ayuda a cambiar la sociedad / no sirve para nada.” Allí incluyó “El gran bonete”: “a mi país se le han perdido muchos habitantes / y dice que algún cuerpo de ejército los tiene / yo señor? / sí señor / no señor / pues entonces quién los tiene? / la policía / yo señor? / sí señor / no señor / pues entonces quién los tiene? / la cámara del terror / yo señor? / sí señor / no señor / pues entonces quién los tiene? / los organismos parapoliciales / yo señor? / sí señor / no señor / pues entonces quién los tiene? / pues entonces quién los tiene? / pues entonces quién los tiene?.” La primera carpeta perteneció al poeta chileno Mahfud Massis y la última, la número 38, a Hugo Ditaranto (1930), autor de libros como: Agropenario, A pesar de todo, Cal y sombra, Los procesos, La mandrágora alucinada.
La carpeta 38 tiene una historia aparte. Ditaranto insistía con sus poemas. Se encontró con Santoro en el Bar Ramos. Le encantaban las carpetas y ofrecía al editor su material: “Decime, turro, cuándo me vas a editar los poemas”, encaró el poeta; Santoro contestó: “Vos siempre con esos poemas de amor”, Ditaranto está casi seguro que respondió de esa manera, dado que siempre le decía lo mismo. El editor tomó los poemas, leyó, y le dijo a Ditaranto que se los dejara. Fue la última vez que se vieron.
Ocurrió que en un día de junio o julio de 2005, Dolores Santoro, la mujer del poeta, llegó hasta el departamento de la calle Formosa donde vivía Ditaranto. El poeta estaba con un amigo, que a partir de ese instante pasó a ser testigo asombrado.
Dolores Santoro recordó la noche en que la hermana del poeta, que trabajaba en el mismo lugar que él, la Escuela Nacional de Educación Técnica Nº 25 Fray Luis Beltrán, llegó tarde en la noche y se encerraron en el baño: “Se lo llevaron”, le dijo a resguardo, para que Paula, de diez años, no se enterara. Dolores recordó que le dijo a Paula que el papá había viajado a Rosario; pasaron dos semanas, hasta que un día, en un café cercano a Callao y Córdoba, la mamá contó la verdad a la hija, y fue la hija la que intentó contener el llanto de la mamá. Dolores recordó que nadie fue a patear la puerta de la casa, que ella no tuvo problemas, y que más de una vez no supo qué hacer. Quemó papeles, no recuerda qué exactamente: sí está segura de los tres cuadernos “Gloria” donde Roberto había anotado comentarios sobre noticias que escuchaba o leía mientras estuvo a resguardo. La biblioteca de Roberto estaba en la casa de la madre, el lugar al que Dolores y Roberto fueron a vivir: “En una piecita que tenían arriba, vivimos ahí hasta que nos mudamos a la vuelta.” Los papeles del poeta quedaron en la casa de la madre, y los papeles de los habeas corpus en los cajones de la casa de Dolores. Santoro había escrito: “pero si un día se llega a volar porque fallamos / si se escapa esta rabia que llamamos esperanza / si un día se va / yo crucifico al amor / y después de enterrar a mis hermanos / me voy con el tranvía de la muerte / a clausurar mi corazón en una plaza”.
Dolores explicó que llevaba un tiempo acomodando papeles, y que en un momento llegó hasta el techo del placard que estaba en la habitación donde había vivido con Roberto en casa de sus padres. Allí encontró una carpeta sin armar, la número 38. Ditaranto miraba azorado. El testigo apuntaba la mirada a la bolsita plástica que temblaba: de ella emergió Una razón suficiente, de Hugo Ditaranto. El poeta fue voz quebrada y llanto, fue memoria viva, nunca volvió a ver a Santoro, y nunca llegó a ver la carpeta. Casi 30 años después, la vida hinchaba pulmones, y quien ahora escribe, el testigo, agradece la oportunidad de contar.
Por
Edgardo Lois. En
“Tiempo Argentino”, Viernes 3 de Junio de 2011.