LAS MOSCAS Y LA LECHE
Probablemente se deba a que los domingos requieren de una explicación metafísica. El tiempo ese día cambia su paso, se vuelve horizontal, densamente horizontal.
Estaba yo en ese larguísimo periodo en que la espera a que la leche hierva se convierte en la imagen de una eternidad aterradora. En mi estado de spleen vi revolotear a dos moscas dentro de la no tan higiénica cocina. Eran la intensa contraparte a la inmovilidad del tiempo de la leche, de mi propio tiempo. Buscaban con esos finísimos sentidos suyos. Después de todo, son seres universales, y de la misma manera se arrojan sobre la divina miel cantada por los griegos, como cae sobre lo más sucio que se admite haber llevado dentro.
Hay algo en la terquedad de las moscas que les procura una agresión más allá del zumbido o del casi feérico toque de sus alas. Son insoportables. Insoportables, y si entretanto la leche no hierve, porque su tiempo, mi tiempo y el tiempo de las moscas no puede sincronizarse, el spleen se transforma en infinita melancolía.
Las moscas caminaban sobre un mueble cerca de mi vista inmóvil, mi cuerpo inmóvil. Después de muchos encuentros desafortunados, lograron juntarse y elevarse unidas dejando el tiempo horizontal como una gota de leche cuajada en una mesa, sin fuerza para escurrirse hasta el suelo.
Las moscas volaron juntas y yo les tuve envidia.
FATALIDAD
A José Antonio Alcaraz
No había luna, sólo el brillo punzante de las estrellas. De vez en cuando se escuchaba la voz ronca de algún búho y el suave susurrar de las hojas de los árboles. El cansancio los habia vencido. La respiración del anciano era pesada, regular como el romperse de las olas, cuya constancia hacía las veces de un espejo negro, profundamente negro. Ovillada, la joven también dormía. El trayecto fue largo, y la luz blanquísima del sol, que el hombre no podía ver, su caminar entre las breñas, apoyó en el brazo de la muchacha, el peso del tiempo, lo extenuaron.
Acaso un ruido más estridente de las aves nocturnas, acaso el estrellarse de una ola de mayor tamaño, acaso un rumor del alma hicieron perder al hombre el compás tranquilo de su aliento. El calor de la noche, la humedad de la brisa aposentada en su piel, el perfume intenso de la flora... o acaso sólo porque así tenía que suceder, los pensamientos del hombre se desbocaron, henchidos como las telas de una vela nave .
Ahí tan cerca yacía la joven ajena al mundo, presa de la fatiga. En uno de los movimientos del sueño, su cuerpo se aproximó al otro hasta tocarlo. El anciano, perdido en los pliegues de la noche, sentí la tibieza joven, aspiró su aroma.
La mano se posó con suavidad en los cabellos extendidos. Percibió su tersura, para después dejarse caer sobre los párpados cerrados, sobre la línea recta de la nariz, sobre la humedad carnosa de los labios. Y luego, inevitable, su recorrido por el cuello, por la redondez de paloma de los hombros, por la dureza virgen de los pechos. Condenada a seguir la marcha, descendió hasta las columnas cálidas del pórtico.
Ahí se detuvo, y un movimiento de horror sacudió la carne enjuta de Edipo mientras en el oleaje del sueño volvió a alejarse Antígona, su hija.
En Aline Pettersson, Material de Lectura, Serie el Cuento Contemporáneo, número 100, de la Coordinación de Difusión Cultural de la UNAM (Universidad Nacional Autónoma de México), 2011 / Cuidado de la edición: Sonia Herrera y Claudia Pacheco / Selección y fotos: jmp / Gracias Nieves Viviani /
Aline Pettersson (Ciudad de México, 11 de mayo de 1938) / Narradora y poeta /
Los autores y textos forman parte de estudio en ejercicios de taller, y su destino es solo para este objetivo.-
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