Cuando me enamoré por primera vez ni
siquiera existía el celular. Bueno, no es que nací en 1950, pero el celular era
apenas un aparato molesto para recibir llamados de laburo. De hecho, recién en
1998 conocí internet como esa forma incómoda de conectarse a algo que no tenía
casi contenido un par de minutos ruidosos después de la medianoche.
Cuando me enamoré por segunda vez,
fue totalmente analógico. Luego, mi novio compró celulares idénticos (con sólo
el último dígito de diferencia en el número de línea) con el cual podía mandar
mensajes de texto y jugar a la viborita. También nos chateábamos por MSN.
La tercera vez ya existía Facebook,
WhatsApp estaba en pañales y los fantasmas que me acecharon al principio de la
relación a mí (los de los likes indeseados, los comentarios con doble sentido,
los inbox sospechosos), enfermedad que curé en mi propio cuerpo, luego se
convirtieron en un cáncer que devoró la relación.
En el medio, toda la reflexión sobre
los perfiles sospechosamente cerrados, la falta de hora de conexión, el
"visto" clavado como una daga en el corazón mismo de las propias
inseguridades e incluso los posteos que desnudan identidades reconocibles para
un otro, que de pronto desbloquea verdades incómodas. Sí, me ha pasado de
escribir algo y que otra mujer reconozca al destinatario y así develar toda una
complicada y estúpida trama de engaños absolutamente innecesarios. ¿Por qué
tengo que volver a una adolescencia 2.0, si en mi propia adolescencia el
problema mayor era que no sonara el teléfono de línea o que hayamos equivocado
la esquina donde quedamos vernos, sin posibilidad de avisarnos lo contrario?
¿Por qué a casi 40 años de edad tengo que sufrir por un "me encanta" o
especular si vio o no vio lo que le escribí o sufrir por una respuesta que se
demora media hora porque me acostumbré a que fuera instantánea?
Ahora, aunque el stalkeo está a un
clic de distancia, aunque parece inevitable mirar de reojo el WhatsApp que
llega a las dos de la madrugada, ya todo eso me es indiferente.
Quizás es lo cíclico de transitar la
segunda mitad de la vida y comprender que las cosas suceden a pesar de los
dispositivos y, aunque puedan ser más fácilmente propiciadas por la tecnología
que une a personas con sus fantasías, que favorece el chichoneo virtual y el
ratoneo digital y la trampa algorítmica, las cosas pasan o no pasan a pesar de
todo eso.
Que sea fácil no significa que
queramos hacerlo. Si queremos hacerlo, si queremos traicionar o lastimar o
ignorar u ocultar, no importa el modelo de celular que tengamos ni cómo usemos
el visto, la etiqueta en la foto, la indirecta virtual.
La culpa no es de los medios
digitales, siguen siendo las personalidades las que, siendo analógicas, se
obligan a la dependencia de un apéndice que nos acerca para alejarnos.
Amo la tecnología por sobre muchas
otras cosas, pero odio lo que muchas veces hizo con nosotros. Odio la clase de
monstruo en que nos puede convertir si dejamos que su interfaz se conecte
erróneamente en el peor de nuestros puertos.
Puedo decir "te quiero" en un
mensaje, pero todavía no logré decirlo mirando a los ojos.
Flor Canosa (Buenos Aires, 11 de
octubre de 1978). Escritora.
Foto: Adolfo Rozenfeld.
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