El estudio de Charles Ives
En las gavetas, sobre el
escritorio, subsisten
un caracol, una lata de té
oxidada y una raíz
con forma de garra. Luego, la
cama cerca del escritorio,
detrás del piano. Los libros en
los anaqueles van
torcidos en una marcha inmóvil.
Todos los objetos dan a una
ventana que relata el mundo
de un jardín tan poblado de
insectos y microorganismos
que ilumina y reordena el
interior del estudio.
Lucha la quietud de los objetos
contra el universo cambiante.
El sombrero ajado del dueño y el
metrónomo detenido
dicen que algo ocurrirá aunque
mienten.
El pequeño reino del silencio
posee notas incrustadas
que brillan en los papeles.
Chomsky
Descartes creó al dios geómetra
que, a su vez,
creó las frases.
Y alguien consiguió,
con la serenidad del criptógrafo,
develar la gramática del dios
geómetra
que está en cada cual.
Y la música de las esferas
fue la música de la razón.
Para Denise Levertov
En la cocina, las palabras son
siempre duraderas,
más que en los libros o en los
documentos,
las ollas son cámaras de eco y
las hornallas
pasiones que esperan su
oportunidad
para arder hasta bien entrada la
noche.
Luego, los vasos, que se vacían
a medida que las palabras crecen
en grosor;
los manteles con sus islas de
manchas.
Debe haber un reloj, a cierta
altura,
al que nadie preste atención.
La jarra se colmará de sonidos
huecos.
Así, la cocina es un ágora mínima
pero ágora al fin, la caja de
resonancia
de aquellos acordes que se
repiten.
Lemuel Gulliver
Quizás deba regresar por donde
vine
aunque aventurarme a reencontrar
el mundo astillado
sea alzar un prisma delante de
los ojos.
El náufrago extravió las nociones
y las medidas.
Está vivo de a partes.
¿Volver adonde no se vuelve
será el porvenir?
La noche tiene la mejilla
cortada.
El frío instinto de los gatos
nunca será
parte de mis razones.
Poco reconozco fuera de mi
niebla.
A tientas, ir hacia recuerdos
escondidos y caprichosos.
Retornar al punto irreconocible
de uno mismo, decepcionarse
una vez más ante el otro que fui.
Elegía para Delmer Berg
Se volvió tiempo inexacto tu
aliento
que flota donde se mecen los
sueños.
Ruinas luminosas
en tu historia desmembrada.
Debajo de las galerías,
los escombros.
Bajo el puente, el río
que muda las piedras.
Pero como patriarca sonriente,
herido
por todas las lanzas,
el valor fue tu linterna:
la cruda certeza
de los oprimidos.
Saludaste con tu sombrero
a los compañeros de ceniza
e inclinaste la cabeza, mellada
por cien inviernos.
Dos fotografías de Isaak Babel
Para Petrusov, la tensión entre
la penumbra
y el retratado resuelven la toma.
No se equivocó:
la mirada del escritor sobre el Moleskine,
la estilográfica,
el gesto de orfebre trazando las
letras.
Ninguna biblioteca detrás,
ninguna ventana.
El telón de sombra hace el resto.
Para el NKVD, la fotografía de
Babel
debía ser meramente informativa:
un judío arrestado por
conspirador.
Sin anteojos –los ojos son de
miope fatigado-
sin corbata, el cuello de la
camisa desprolijo,
el aura de interrogatorio.
Suprimida de la iconografía
oficial,
la fotografía de Petrusov se
conservó en un negativo,
el negativo dentro de una
caja
y la caja debajo de otras cajas.
La fotografía del NKDV sobrevivió
en un expediente, con sellos,
huellas dactilares,
ajaduras, firmas, datos en tinta
negra.
El sueño de la razón y sus
monstruos
entre las dos fotografías.
Rimbaud a Ilg, enero de 1885
¿Cuántos negros
vale una mula?
Hay que llevar una pistola
cruzada sobre el pecho
para ganar confianza
durante la noche.
Es una quimera creer
que estos negros
sirvan para algo mejor
que empaparse de recelo.
La brutalidad del sol,
la voracidad de los piojos,
los salteadores.
¿Cuántos quintales de sal
vale un negro?
La vida cabe en la pupila
de una lagartija.
Es ancho el desierto.
El sol es cruel.
Longino
La pica hundida en el pecho
del reo
hizo brotar sangre y agua.
La madre del reo, la hermana de
la madre,
llamada María de Cleofás
y la mujer nacida en Magdala
lloraban de pie.
Un olor agrio inundó
la barraca de los soldados.
El cielo era negro.
Durante la noche,
el soldado de la pica
durmió inquieto.
El vino pobre que apura
siempre que remata un infeliz
no mitigó las pesadillas.
Coleridge
Demasiado ardiente el enigma del
mar
con su náusea y sus cuentas de
sal
para que mi letra narre su
evidencia.
Ha desaparecido la nube terca
que cegaba la arena
mientras yo
buscaba unirla a las ideas
kantianas,
nube alejada, omnisciente e
insomne.
Así, como no hay poema chino con
injurias
el ideograma del mar es intenso
y, a la vez,
amable, persuasivo
por el reto de su misterio.
Yo pienso, en calma,
mientras se despliegan
los rumores, voces de travesías
hundidas, confesiones de duros
marinos
que nunca hallarán consuelo.
Luego de la muerte de Elpénor
Los remeros, de noche, van hacia
un hueco
que acoge a los extenuados,
cantan
o murmuran como si cantaran,
rezan,
tensan los músculos, huelen el
olor
de los remeros muertos.
Ya están cerca aunque llegar
no es cobijo ni consuelo.
Persisten, tosen, reman.
El agua es espesa, sin memoria.
Prevalecerán como la copa
de la sed eterna, vacíos,
sin ojos, ni rostros,
en la vaga penumbra
del sacrificio.
Frost
El mundo tenebroso dio los
bosques
como quien amontona ilusiones
sobre el rojo violento de los
días.
Con su brazo de luchador, sus
músculos
tensos, el mundo reposa en la
placidez
de los bosques, esperando
regresar
al sepulcro donde renacer.
Todo será de los bosques o no
será,
aun el palo inerte debajo de la
camisa
de los crueles y la sutil alondra
y los molinos.
El cabello húmedo de los árboles,
la niebla silenciosa, el puñado
de arena,
todo se escribirá, de nuevo, con
una astilla,
unido al perfume de la tierra.
Wittgenstein en las trincheras
La lluvia impregna las cintas de
algodón
de las pantorrillas y ahoga los
piojos.
Una carga de obús creó una
letrina colosal
en el barro, al lado de un muerto
sin piernas.
Se constela el cielo de bengalas
rápidas o demoradas según el
propulsor.
¿Sanguijuelas u hombres?
El alambrado corona los
parapetos.
En la libreta con tapas de hule
las frases a lápiz respiran.
Como un fuego tenue
contra el vendaval.
El copista de
Flavio Josefo
Jacobo o Iacobi o, dicho de otro modo, Santiago,
llamado el Menor, debe ser mencionado
porque María apañó a otros hijos
del primer matrimonio de José.
Murió por lapidación, el buen hermano
de crianza del Señor.
Juan, llamado el Bautista, es prenda
para revelar la ira de Dios
que castigó a Herodes Antipas.
Lo apropiado es parafrasear a Marcos.
De Cristo sólo se dirá que fue delatado
por el Sanedrín, que era hombre sabio,
apegado a la verdad y milagrero.
Conviene que un judío romanizado
hable del Señor. Y de su coetáneos.
Sus palabras espurias se tornarán nobles
con el correr del tiempo.
Cernuda
De la sombra soy las cenizas.
De las cenizas, el cuerpo que
fui, la memoria.
Algo imprevisto hizo de mí un
páramo
de arduas voces perdidas.
Lagos días, inmensos como ciclos
de quebrantos, como grietas
que ganan, pacientes, el muro.
Ahora, en el confín del exilio,
imposible custodiar el verbo.
Palabras sin dueño me llaman
y no acudo, distraído ante el
mar.
Foa en el destierro
Foa podría haber escrito
acerca de molinos perdidos
con una tristeza de fin de mundo
y hasta podría haber aceitado
en una aldea de analfabetos
las ruedas dentadas
con una sola frase.
Podía haber encendido su pipa
mientras una garúa suave
trazaba líneas
sobre el muro antiguo
que luego, en sus palabras,
serían el callar de las mujeres
cuando tejen.
Ciertas líneas en inglés
que transformaría en dialecto
eran el secreto,
labores del hastío.
Podría haber escrito
acerca de las bolsas de grano
que serían pan
con palabras de Isaías.
Era enjuto y prudente.
Rosencrantz
No soy un Judas. Mi vida o
cumplir
el mandato. Carezco de otra
moneda
que la sumisión, indigente entre
ricos,
cortesano decorativo,
tragado en el inventario
de las armas y las mandolinas.
No sé recitar, mi memoria es
frágil,
ignoro la cartografía, neófito en
leyes,
no fabrico artefactos, ni hablo
lenguas.
Mi existencia depende de una
carta.
Debo llevarla a destino y
regresar.
El remordimiento
será la sobrevida.
Edith Sitwell de perfil
Las guadañas incesantes de sus
labios
no permitían que sorbiese ningún
néctar,
antes prodigaban dicterios y
sentencias,
ofertas de hiel, túmulos
antes que cunas, patíbulos.
La larga dama del rodete
escabullido
en el vendaje espeso del turbante
amaba la música, reía con la
ardilla
ladrona de frutos caídos, dormía
en un diván de tapicería, fumaba
una pipa interminable y rústica.
La poesía no es una razón, dijo,
sino un desenterrar lo que se
sabe
para aventurarse.
Laberintos verbales, extravíos.
Los campanas le dejaban una
mirada
de apetito sin límite
en su imperturbable rostro de
pelícano.
La alondra de Larkin
El viento exhala su vida
bajo la caparazón del cielo, una
excavadora
va abriendo las caries del
terreno,
un poste reclina su sombra
sobre el perro dormido.
Por la ventana, escapan las notas
de Lester Young
no sin antes dejar gotas de vapor
en los vidrios. Un saxo es razón
suficiente
para vengarse del olvido.
El bibliotecario miope, calvo,
con gesto irónico
busca una palabra en los
anaqueles
y se dispersa pensando en los
muslos de una mujer.
Atisba los transeúntes que se
inclinan
cuando el viento recrudece su
marcha.
Nuestra vida, piensa, está
cargada de tácticas
inútiles, de funerales y de
farsas. Cargada
con balas de salva y con balas de
plomo.
Ahora, la calle se convirtió en
pantano.
El bibliotecario escéptico ve una
alondra
que será el secreto de sus versos
limpios.
Poemas
inéditos. Del libro La luz, 2018. Capítulo
tres “Tintas”.
Daniel Ponce (Buenos Aires, 1956). Foto: Jmp
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