MI JORGE RIESTRA
Cuándo me avisan
que murió Jorge Riestra, rememoro —sin querer, como algo casi inevitable—, lo
joven que era él cuando yo lo conocí, en la casa de Arroyito donde vivía con su
familia.
Sammy Wolpin, quien
fuera su alumno de Literatura en el Politécnico, le había hecho un reportaje
telegráfico. Demasiado telegráfico, en realidad. Era para una revista que
sacábamos, a los dieciséis años, una revista que quería ser literaria. La
entrevista era tan, pero tan escueta, que no me quedó más remedio —yo era el
director— que ir hasta la casa de Riestra y ampliarla.
Yo siempre había
encontrado a los escritores de Rosario en bares. Llegar hasta su domicilio y/o
sus familias era muy difícil en una ciudad que preservaba su individualismo en
todos los campos que hubiera. Me extrañó que él me citara en su casa.
Pero Jorge no usaba
los bares como lugares de trabajo. Los bares eran la vida, su fuente de
inspiración; en casa, trabajaba, y hablaba de trabajo. En una habitación que
daba al Bulevar Avellaneda, que yo creí que era su lugar de escritura, me
recibió y rehicimos la nota. En aquel momento, no había muchos en Rosario que
se ocuparan de su obra. Acercarse a un escritor, de hecho, significaba siempre
tener a alguien conocido que hiciera el contacto: no había ningún aparato
crítico, ninguna instancia de análisis, se dejaba que la tradición —como ahora,
todo caso— se evaporara.
Entonces, lo que
más me sorprendió en él, fue que me hablara de Rosario, de escribir en Rosario,
como algo perfectamente posible, como algo natural. ¿Por qué este hombre que,
como yo me enteraría después, había viajado por Europa intensamente, y había
podido quedarse allí o, lo que era más habitual, en Buenos Aires, había
decidido desarrollar su carrera de escritor aquí, desde esa casa de barrio?
¿Por qué había hecho una apuesta tan difícil?
Posiblemente era
porque Jorge, sencillamente, no podía inspirarse en otra parte. Y, deduzco,
tampoco podía utilizar el recuerdo o la imaginación para suplir la cercanía de
su ciudad. Necesitaba renovar permanentemente ese espectáculo extraño del habla
de una ciudad ni demasiado grande ni demasiado chica, que no existía en ningún
otro lado.
Así que él escribía
aquí, y cuando tenía listo un trabajo, lo metía en una carpeta, y se iba a
Buenos Aires a publicarlo. Llegaba hasta una editorial, hablaba con el dueño,
que era en ese entonces también el que aceptaba o rechazaba los originales, y
lo dejaba, hasta que conseguía que alguien lo aceptara.
¿Cómo consiguió esa
seguridad? Como él me lo contaría alguna vez, no fue, desde luego, de una sola
vez. Hicieron falta muchos reveses para conseguirla. Pero un día, después de
concluir su primera novela, subió al altillo donde escribía (sí, no escribía en
la salita ésa que daba a la calle), la leyó concienzudamente, bajó, abrazó a su
mujer y le dijo: “Es bueno, Dolly, es bueno”.
Y esa fe nunca lo
abandonó.
Jorge
Riestra (Rosario, 4 de enero de 1926 – 3 de febrero de 2016).
Eduardo
D'Anna (Rosario, 1948).
Foto: Sebastián
Suárez Meccia / diario La Capital, Rosario.
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