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jueves, 11 de abril de 2013

Marjan Strojan, el tiempo es ese algo allí afuera




EL TIEMPO


Viene hasta nosotros desde las Azores y el Golfo de Vizcaya.
Los cormoranes y los portugueses, de no poder jactarse
de algo mejor, podrían retenerlo para sí, pero el tiempo es
como es, y se alegran de que siga de largo. Nos envían
frentes que se aligeran sobre los Alpes y quedan suspendidos
sobre nuestras cabezas en forma de nube que llora y luna mojada
de mediodía. Se suceden los veranos tórridos,
les siguen monzones de epidemias, las tormentas eléctricas centellean,
silban las sequías, crujen las heladas y la escarcha. Los meses sin “r”
instauran nuevos records de calor y, como lo dicho, los demás
tampoco son gran cosa. Tenemos inundaciones y caen piedras
grandes como huevos, aunque esto no pasa a diario y es poco,
comparado a lo que ocurre en otras partes. En general, nos tocan
estrellas bonancibles e inviernos cortos, aún cuando quisiéramos otra cosa...

El tiempo es ese algo allí afuera, del que sabemos
cómo es y qué pronostica y al que no necesariamente
observamos. Por otro lado, quienes a menudo menos observan
son los meteorólogos; cuando cambia, no son capaces de
adivinar lo que viene, ni de miércoles a viernes. En la sección
estado del tiempo las tormentas son perturbaciones atmosféricas,
el pronóstico presagios; las frases precipitaciones aisladas o
parcialmente nublado pueden significar cualquier cosa.
Los meteorólogos en bonitos trajes cuentan anécdotas,
que la ciencia explica de manera acertada siempre.
Es decir, si yerra, esperas un poco. Pero los frentes son lo que son,
no gustan de bromas, se odian hasta el fondo del alma, se devoran entre sí,
fanáticos, retorcidos, presos del juego superior de los ciclones, blancos y azules
extendidos sobre el Atlántico. Desde las islas de Cabo Verde hasta Groenlandia,

desde Irlanda hasta los Urales, giran según modelos matemáticos,
que son lo más hermoso del mundo pero que, aunque funcionan solo
a largo plazo, lo hacen a conciencia. Tras ellos se arrastran largos períodos
de tedio, una mañana igual a otra, cada día igual a la piedra detrás de la puerta,
noches sin sueños. La gente se cuelga, salta, se encierra en los garajes; las desgracias se suceden
y cada vez nos va peor. No digo que por el tiempo, si bien de alguna manera siempre está presente.
Sospechamos que todo el tiempo está tramando algo y que no tiene buenas intenciones,
pero si no son buenas, cómo son?
Además, imaginaos la laguna de Venecia, que como un mar de medusas
se mece hasta el borde del Carso, sobre la plaza de Tartini y
sobre la plaza de San Marcos, a la que transformaron en acuario y donde
bajo toneladas de agua florecen, sobre el fondo cubierto de algas, 
las mesas y las sillas de las cafeterías, la loggia y la entrada al Campanile...

En una de las mesas está el Hemingway de la novela
Adiós a las armas, en otras Thomas Mann, Wagner,
Mahler, Puccini, Henry James, Ruskin, el romanticismo europeo,
el Balet ruso, Joyce, Nietzsche, Chejov,
Izidor Cankar y otros como ellos. Si parece muy difícil,
adjunto un mapa, en el que la tierra compitiendo con la arena
va perdiendo con la velocidad de un Portugal al año.
Es más fácil imaginar aquello que no es. Lo que es,
ya no es posible de imaginar. Uno esperaría tiendas vacías
y filas ante los bancos, pero esto no sucede;
la oferta en los puestos es igual de maravillosa que
el tiempo sobre ellos. Cerezas navideñas, granadas,
maracuyás, arándanos, fresas, berenjenas, tomates,
frescos todo el año, sin sabor, sin precio, pero más caros...

El tiempo sobre el Pacífico es un capítulo aparte.
En algún sitio tengo la foto de un volcán que se asoma entre la tormenta
como una escena de teatro de la oscuridad. Ante una cortina de llovizna
se ve la proa de mi bote, puesto de lado sobre las olas; tras él –sombras de copos de nieve y sol,
que ilumina la distancia entre las cosas y brinda,
por un instante, un espacio al contorno del volcán. Lo terrible
se conjuga con lo bello y quizás en ningún sitio lo cotidiano
esté tan colmado del fondo como en esta foto.
Por otro lado, me gusta caminar por el bosque con cualquier tiempo.
El gusto dulce de la lluvia deja sobre los labios un grano de sal –
símbolo del tiempo, del que me enamoré hace años.
También de las gotas, que por las ramas resinosas resbalan
hacia el brezo y el musgo, sobre las azules piedras en la unión
del bosque y la costa. No importando la estación del año siento,

en estas repeticiones, un hormigueo de verano en las piernas,
aunque los gansos sigan en el mismo sitio o se demoren
preparando la partida hasta la cercana laguna. Desde siempre sé
de una pareja que nadaba tras el molino y que cada verano criaba
tres, cuatro crías (a una se la llevó la tormenta) que en verano
mostraban orondos bajo la cascada. El año pasado los encontraron
en el estanque a una hora a pie tras la montaña. Otros gansos vuelan
tan lejos como no lo hicieron jamás y los osos blancos y los
hombres enamorados, víctimas de calentamientos repentinos, se ahogan
en los sitios más insólitos. Los rompehielos, convertidos en bares,
juntan herrumbre entre los yates de los Grandes lagos y tras cinco mil
años los rusos abrieron el paso del noroeste. Los días también se mudan.
El verano temprano, mi estación preferida del año,
se despide presuroso; le queda solo algún día, y luego otro ninguno.

Nos abalanzamos tras los días, los perseguimos hacia arriba y
abajo del paralelo y tras los límites horarios, que a nuestra locura
responden con locuras de bíblicas magnitudes. Pero los días son
como las codornices, a las que nadie vio entre los pastizales,
hasta que su número decayó al límite crítico.
Simplemente dejaron de anidar en nuestros veranos. Jardines
de flores exóticas crecen bajo la nieve; alfombras de margaritas
brillan en los parques de Europa central a mediados de diciembre;
los turistas, como en Nápoles, en camisas estampadas ocupan 
las mesas de los cafés. Pienso que el azul del cielo será aún más azul
y los crepúsculos más escarlata todavía y que la belleza cada vez
más vehemente de estas escenas está relacionada con la desaparición
de los días; pero Adán y Eva, los únicos testigos humanos de la
declinación magnética y de la creación del tiempo, se quedarían sin palabras.



En: “El libro azul y otros poemas. Antología.” Libros de la talita dorada, 2012.
Traducción: Teresa Kores. Selección: Ana Cecilia Prenz Kopušar. 

Marjan Strojan (1949), poeta esloveno, traductor y periodista, estudió literatura comparada y filosofía en la Facultad de Filosofía en Lubiana. Trabajó como periodista en la sección eslovena de la BBC World Service en Londres y actualmente es redactor en los programas culturales y literarios de Radio Eslovenia. Tradujo al esloveno los Cuentos de Canterbury de Chaucer, Beowulf, poesía de Robert Frost y James Joyce y una Antología de poesía inglesa. Para la traducción de Beowulf y de El paraíso perdido de Milton recibió reconocimientos en su país. El poemario Barcos a vapor en la lluvia (1999) obtuvo el premio “Verónica” que otorga la ciudad de Celje (Eslovenia). Desde el 2009 es presidente de la sección eslovena del Pen Club Internacional. Es miembro honorario de la Universidad de Iowa y de la Baptist University de Hong Kong. Publicó las siguientes colecciones de poemas El tiempo, las piedras, las vacas (2010), Paisajes con sombra (2006), El día que me quieras (2003), Barcos a vapor en la lluvia (1999), Pequeños insomnios (1991), Viaje a la naturaleza (1990). 

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