EL TIEMPO
Viene hasta nosotros desde las Azores y el Golfo de Vizcaya.
Los cormoranes y los portugueses, de no poder jactarse
de algo mejor, podrían retenerlo para sí, pero el tiempo es
como es, y se alegran de que siga de largo. Nos envían
frentes que se aligeran sobre los Alpes y quedan suspendidos
sobre nuestras cabezas en forma de nube que llora y luna
mojada
de mediodía. Se suceden los veranos tórridos,
les siguen monzones de epidemias, las tormentas eléctricas
centellean,
silban las sequías, crujen las heladas y la escarcha. Los
meses sin “r”
instauran nuevos records de calor y, como lo dicho, los
demás
tampoco son gran cosa. Tenemos inundaciones y caen piedras
grandes como huevos, aunque esto no pasa a diario y es poco,
comparado a lo que ocurre en otras
partes. En general, nos tocan
estrellas bonancibles e inviernos
cortos, aún cuando quisiéramos otra cosa...
El tiempo es ese algo allí afuera,
del que sabemos
cómo es y qué pronostica y al que
no necesariamente
observamos. Por otro lado, quienes
a menudo menos observan
son los meteorólogos; cuando
cambia, no son capaces de
adivinar lo que viene, ni de
miércoles a viernes. En la sección
estado del tiempo las tormentas
son perturbaciones atmosféricas,
el pronóstico presagios; las frases precipitaciones
aisladas o
parcialmente nublado pueden significar cualquier cosa.
Los meteorólogos en bonitos trajes
cuentan anécdotas,
que la ciencia explica de manera
acertada siempre.
Es decir, si yerra, esperas un
poco. Pero los frentes son lo que son,
no gustan de bromas, se odian
hasta el fondo del alma, se devoran entre sí,
fanáticos, retorcidos, presos del
juego superior de los ciclones, blancos y azules
extendidos sobre el Atlántico. Desde
las islas de Cabo Verde hasta Groenlandia,
desde Irlanda hasta los Urales,
giran según modelos matemáticos,
que son lo más hermoso del mundo
pero que, aunque funcionan solo
a largo plazo, lo hacen a
conciencia. Tras ellos se arrastran largos períodos
de tedio, una mañana igual a otra,
cada día igual a la piedra detrás de la puerta,
noches sin sueños. La gente se
cuelga, salta, se encierra en los garajes; las desgracias se suceden
y cada vez nos va peor. No digo
que por el tiempo, si bien de alguna manera siempre está presente.
Sospechamos que todo el tiempo
está tramando algo y que no tiene buenas intenciones,
pero si no son buenas, cómo son?
Además, imaginaos la laguna de
Venecia, que como un mar de medusas
se mece hasta el borde del Carso,
sobre la plaza de Tartini y
sobre la plaza de San Marcos, a la
que transformaron en acuario y donde
bajo toneladas de agua florecen,
sobre el fondo cubierto de algas,
las mesas y las sillas de las
cafeterías, la loggia y la entrada al
Campanile...
En una de las mesas está el
Hemingway de la novela
Adiós a las armas, en otras Thomas Mann, Wagner,
Mahler, Puccini, Henry James,
Ruskin, el romanticismo europeo,
el Balet ruso, Joyce, Nietzsche,
Chejov,
Izidor Cankar y otros como ellos.
Si parece muy difícil,
adjunto un mapa, en el que la
tierra compitiendo con la arena
va perdiendo con la velocidad de
un Portugal al año.
Es más fácil imaginar aquello que
no es. Lo que es,
ya no es posible de imaginar. Uno
esperaría tiendas vacías
y filas ante los bancos, pero esto
no sucede;
la oferta en los puestos es igual
de maravillosa que
el tiempo sobre ellos. Cerezas
navideñas, granadas,
maracuyás, arándanos, fresas,
berenjenas, tomates,
frescos todo el año, sin sabor,
sin precio, pero más caros...
El tiempo sobre el Pacífico es un
capítulo aparte.
En algún sitio tengo la foto de un
volcán que se asoma entre la tormenta
como una escena de teatro de la
oscuridad. Ante una cortina de llovizna
se ve la proa de mi bote, puesto
de lado sobre las olas; tras él –sombras de copos de nieve y sol,
que ilumina la distancia entre las
cosas y brinda,
por un instante, un espacio al
contorno del volcán. Lo terrible
se conjuga con lo bello y quizás
en ningún sitio lo cotidiano
esté tan colmado del fondo como en
esta foto.
Por otro lado, me gusta caminar
por el bosque con cualquier tiempo.
El gusto dulce de la lluvia deja sobre
los labios un grano de sal –
símbolo del tiempo, del que me
enamoré hace años.
También de las gotas, que por las
ramas resinosas resbalan
hacia el brezo y el musgo, sobre
las azules piedras en la unión
del bosque y la costa. No
importando la estación del año siento,
en estas repeticiones, un
hormigueo de verano en las piernas,
aunque los gansos sigan en el
mismo sitio o se demoren
preparando la partida hasta la
cercana laguna. Desde siempre sé
de una pareja que nadaba tras el
molino y que cada verano criaba
tres, cuatro crías (a una se la
llevó la tormenta) que en verano
mostraban orondos bajo la cascada.
El año pasado los encontraron
en el estanque a una hora a pie
tras la montaña. Otros gansos vuelan
tan lejos como no lo hicieron
jamás y los osos blancos y los
hombres enamorados, víctimas de
calentamientos repentinos, se ahogan
en los sitios más insólitos. Los
rompehielos, convertidos en bares,
juntan herrumbre entre los yates
de los Grandes lagos y tras cinco mil
años los rusos abrieron el paso
del noroeste. Los días también se mudan.
El verano temprano, mi estación
preferida del año,
se despide presuroso; le queda solo
algún día, y luego otro ninguno.
Nos abalanzamos
tras los días, los perseguimos hacia arriba y
abajo del paralelo
y tras los límites horarios, que a nuestra locura
responden con
locuras de bíblicas magnitudes. Pero los días son
como las
codornices, a las que nadie vio entre los pastizales,
hasta que su
número decayó al límite crítico.
Simplemente
dejaron de anidar en nuestros veranos. Jardines
de flores exóticas
crecen bajo la nieve; alfombras de margaritas
brillan en los
parques de Europa central a mediados de diciembre;
los turistas, como
en Nápoles, en camisas estampadas ocupan
las mesas de los
cafés. Pienso que el azul del cielo será aún más azul
y los crepúsculos
más escarlata todavía y que la belleza cada vez
más vehemente de
estas escenas está relacionada con la desaparición
de los días; pero
Adán y Eva, los únicos testigos humanos de la
declinación
magnética y de la creación del tiempo, se quedarían sin palabras.
En: “El libro azul y otros poemas. Antología.” Libros
de la talita dorada, 2012.
Traducción: Teresa Kores. Selección: Ana Cecilia Prenz Kopušar.
Marjan Strojan (1949), poeta esloveno, traductor y
periodista, estudió literatura comparada y filosofía en la Facultad de
Filosofía en Lubiana. Trabajó como periodista en la sección eslovena de la BBC
World Service en Londres y actualmente es redactor en los programas culturales
y literarios de Radio Eslovenia. Tradujo al esloveno
los Cuentos de Canterbury de Chaucer, Beowulf,
poesía de Robert Frost y James Joyce y una Antología de poesía inglesa. Para la
traducción de Beowulf y de El paraíso perdido de Milton recibió reconocimientos
en su país. El poemario Barcos a vapor en la lluvia (1999) obtuvo el premio
“Verónica” que otorga la ciudad de Celje (Eslovenia). Desde el 2009 es
presidente de la sección eslovena del Pen Club Internacional. Es miembro
honorario de la Universidad de Iowa y de la Baptist University de Hong Kong.
Publicó las siguientes colecciones de poemas El tiempo, las piedras, las vacas
(2010), Paisajes con sombra (2006), El día que me quieras (2003), Barcos a
vapor en la lluvia (1999), Pequeños insomnios (1991), Viaje a la naturaleza
(1990).
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