JUAN L. ORTIZ, MORDIDO POR
LA PALABRA TIGRE
Entre argentinos, el
tema del exilio es tan folklórico como el tango y tan silencioso como el mate.
Quién no conoce de memoria el catálogo de los proscriptos, de aquellos que,
desde 1810, han elegido o debido (no hay tiempo para polémicas) vivir o morir
en otras tierras.
Pero hay un exilio hacia
adentro: el que comienza en la soledad que tiene el atrevimiento a asumirse y que,
a veces, el olvido y la indiferencia de los otros perfecciona.
Vamos al grano, daré
nombres: Macedonio Fernández, Benito Lynch, Baldomero Fernández Moreno,
Oliverio Girondo, Juan Carlos Paz, Jorge Enrique Ramponi, el chileno Juan Emar,
los uruguayos Horacio Quiroga, Felisberto Hernández y Juan Carlos Onetti. A
todos ellos les debemos algo; a algunos les debo, además, la amistad para el
adolescente desconocedor y desconocido. Hablaré de Juan Ele.
Así me lo nombraron por
primera vez a lo largo de tres jornadas completas sin reposo ni anfetaminas.
Otros tiempos, sí.
Recuerdo un laberinto de
caras queridas y perdidas que me peregrinaba sobre el totémico
Paraná hacia la Poesía
Prometida. Recuerdo que Juan Ele estaba fuera de la ciudad.
Como en el amor, a partir
del segundo recuerdo comienzan los verdaderos.
Paraná: una caminata a
orillas del río.
Juan Ele tiene un estilo
curioso de mostrarme el paisaje, de demostrarme que entre uno y la naturaleza
la distancia es menor de la que suponemos.
Me habla de un sitio
preciso; no lo busca, va directamente a él. De pronto se detiene, se agacha, levanta
una piedra y una flor azul se despierta y una mariposa verdinegra echa a volar.
Me pregunto si no será que el paisaje, el que cuenta, lo llevamos
adentro.
Pero, a partir de ese
momento, de una cosa estoy seguro: Juan Ele inventó esa flor y esa mariposa. En
ese lugar y en ese momento. Siento un tímido espanto. Lo miro y le agradezco
con un silencio.
Pampa Gringa: un
polvoriento viaje de cientos de kilómetros luego de una tarde y una noche entre
sus poemas largos y finos como su corbata, su boquilla, sus costumbres.
Un estilo, en fin.
Juan Ele me pregunta sobre
la vida y la música de Charlie Parker. Juan Ele me escucha tan intensamente
que, por un momento, lo juro, fui Charlie Parker. Para disimular mi turbación,
me cuenta sus días en China entre hombres que le hablaban de Klee y de
Éluard.
Comienzo a sospechar que
Juan Ele, en ese instante, está en todas partes. De una cosa estoy seguro: Juan
Ele es eterno.
Mendoza: un melancólico
congreso de escritores. Juan Ele ausculta las intermitencias de mi corazón. Con
la delicadeza del humo me toma de la palabra y comenzamos a levitar; luego
seguimos remontando hasta llegar a una nube y terminar siendo una nube con
forma de pantalones, un paisaje, un lugar turístico.
Nunca me imaginé que el
Aconcagua fuese tan calvo y tan pequeño y tan rubio el pelo de la niña en
cuestión y tan grandes sus ojos.
Buenos Aires: módico viaje en trolebús
desde plaza Once hasta la Casa Rosada, que, en rigor de verdad, no era nuestro
destino. El mío era Medio Oriente; el de Juan Ele, el Paraná, brazo desarmado
de su poesía. Comienzo a pensar seriamente si alguna vez nos hemos conocido. De
una cosa estoy seguro: desde ese momento nunca nos separamos.
Paul Valéry pensaba como un
racionalista y sentía como un místico. Juan Ele tiene una cicatriz; una vez lo
mordió la palabra tigre. Siempre se le dio por ser más un realista de la
mística que un místico del realismo.
Juan Ele, mucho gusto, me
alegra haberlo conocido.
Ele, Ele, nunca te hemos
abandonado.
(Diciembre 1970)
En:
“El uso de la palabra, antología personal”, Ediciones Colihue, 2004.
Mario Trejo (La
Plata, 13 de enero de 1926 – Buenos Aires, 13 de mayo de 2012).
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