EPIFANÍA
Algunas veces, antes de que anocheciera, se podían distinguir en el pálido
horizonte unos trazos difuminados semejantes a nubes. Pero ya nadie recordaba
la lluvia. La aridez sólo era morigerada por la humedad que en los amaneceres
destilaba el rocío de las escasas plantas.
Para los de aquí, descendientes de adoradores del sol, el sol es el infierno,
que seca la piel antes de que la muerte llegue; estos hombres ya ni siquiera
saben defenderse porque han perdido el concepto del mal.
Hacía mucho tiempo que no nacía una mujer en estos pagos, y por falta de
hembras los varones mozos debían exiliarse; ya sólo quedaban los ancianos; las
mujeres, multíparas, morían, y a los jóvenes se los llevaba el camino.
El día en que las dos comadronas anunciaron la inminencia del nacimiento fue,
para todos, de fiesta.
Por la forma esférica y no ovoidal del abdomen, por el rumor
silencioso como de vientos profundos que las viejas oían al poner sus orejas
sobre el vientre grávido, y por la entrañable suavidad y tibieza de la piel,
estuvieron seguras las parteras del inminente advenimiento.
El hecho se expandió por las comarcas: ahora, otra vez, iba a nacer una hembra;
y esto era como una esperanza y como una flor.
Con el anuncio se preparó el ágape, que sería una comida fraternal y primitiva:
cordero asado con hierbas amargas, y maíz; y música de viento.
El pueblo no era grande, apenas siete casas, con sus corrales circulares de
piedra seca.
Se obstinaba la gente en construir sus casas en esta paramera, sólo apta para
senderos de cabras, cuando a lo sumo podría ser habitada por el viento
polvoroso.
Un cuento inmemorial pretende que aquí, o muy cerca de aquí, alguna vez existió
un lago; nadie lo cree pero nadie lo niega, y todos los pequeños pueblos de
esta región lo reclaman para sí. Algunos hasta han creído ver los rastros o
vestigios de ruinas, de cobijos de pescadores que echaban sus redes a la luz de
la luna.
Los pequeños pueblos no son más de tres, separados entre sí por leguas tan
yermas como las del país de Caín, a quien el Señor había condenado a vagar por
el desierto. De allí salieron dos hombres, impulsados por el rumor del
nacimiento, y estos dos se hallaron en un cruce de senderos con otro más, y los
tres juntos emprendieron el camino. Casi no hablaron entre ellos, puesto que lo
que pudieron haberse dicho ya cada quien lo sabía.
Los tres viajeros pasaron la noche a la intemperie y durmieron encogidos junto
al fuego que se extinguió al amanecer. Sólo dos tenían cada cual una alforja;
uno de ellos llevaba un pequeño pellón, y el otro una ollita del tamaño de una
mano, con su tapadera; el tercero era tan pobre que no llevaba nada.
Al amanecer del quinto día avistaron una delgada columna de humo que se mantenía
erguida porque a esa hora el viento se recata. Apuraron el paso, pero el sol
les ganó en llegar. No tuvieron que hacer ninguna pregunta y, enseguida, los
tres estuvieron junto al jergón donde yacía la criatura recién nacida, que
acababa de morir.
Tampoco en el camino de regreso hablaron entre ellos, tampoco ahora tenían nada
que decirse. Quizá porque todos sabían que vivir ahí era como una extravagante
vanagloria.
En: “Cuentos completos”, Alfaguara, 2006.
Héctor Tizón (21 de octubre de 1929 en Rosario de la
Frontera, Salta – Jujuy, 30 de julio de 2012).
No hay comentarios:
Publicar un comentario