AHÍ, ENTRE PALABRAS QUE NO SON DE NADIE
por Daniel Freidemberg
Que existe algo así como un “estado poético"; lo sé
bien, porque alguna que otra vez lo viví, y un eco de esa experiencia insiste, aunque
sea como aspiración, en mi relación con la escritura, aunque no siempre me
animé a darle ese nombre. El que con todas las letras se lo dio fue Juan José
Saer: “El estado poético” se llama un breve poema que encontré en "Papeles
de trabajo". Borradores inéditos, publicado hace poco por Seix Barral.
Está fechado el 21 de noviembre de 1966: “Estás en la ventana y cuando creías/
haber perdido todo olvidado todo/ no ser nadie ni nada/ sin cara o manos para
tocar ninguna cosa/ he aquí que el llamado suena y oyes la voz/ y anochece en
un cielo verde como un árbol.” Algo de pronto pasa, es cierto, algo irrumpe o
se despeja, y uno lo agradece; algo que, aunque parezca milagroso (o lo sea),
nada tiene de sobrenatural: hay ocasiones en que las barreras que nos ponemos
para permanecer encerrados en nosotros mismos se caen y entonces el mundo y las
cosas parecen “decirnos algo. Una suerte de apertura, tal vez comparable a la
del amor.
Que a Saer no le deben haber resultado nada ajenas
situaciones de ese tipo lo sospeché desde que empecé a entrar en su obra
—incluidas, y muy especialmente, sus novelas— y con esa sospecha me bastaba, no
hacía falta confirmarlo, pero haber encontrado ese poema, y con ese título, en
la página 293 de Papeles de trabajo,
tiene que ver con el júbilo que me produce esta primera entrega del heterogéneo
material contenido en las decenas de cuadernos, carpetas y hojas sueltas que el
autor de Glosa dejó en un
armario de su departamento en Montparnasse. No creo exagerar mucho cuando digo
“júbilo”: de un júbilo de leer hablo, de lo que se desata al recorrer esta
colección de apuntes, poemas, aforismos, esbozos de relatos, notas de lectura,
ensayos y algunas cosas más: ninguna sorpresa para quienes venimos siguiendo
desde hace años a Saer, sino una posibilidad más de llevar a cabo un juego o
trabajo como los que nos propusieron antes Nadie nada nunca, El
arte de narrar o El concepto de
ficción. No como quien quiere “más de lo mismo” sino porque el modo en que
entendió Saer la escritura y la reflexión nunca deja de ser una incursión en el
enigma del mundo, siempre abierta al desconcierto ante lo inesperado y
desconfiada de lo que se da habitualmente por aceptado o “corriente”, y una
apuesta a que la elección y disposición de las palabras forme parte, sin
ninguna inocencia, de esa búsqueda, que sea la búsqueda misma.
Impresiona mucho, al respecto, una anotación de 1975, y no
por casualidad Julio Premat debe haberla elegido para encabezar su
“Introducción general”: describe ahí Saer la placentera experiencia de
escribir, solamente por escribir, “victorioso por el hecho de haber comprendido
por fin que el deseo de escribir es un estado independiente de toda razón y de
todo saber, (…) lleno del silencioso clamor de las palabras que no son de
nadie, que nadie puede acumular ni guardar para sí —la voz del mundo y de cada
uno que resuena a través de mí en la noche apacible”. Vaya uno a saber por qué
Saer la dejó inédita, porque, igual que la mayor parte de estos materiales,
para nada desluce en el cotejo con la obra publicada. Puede suponerse que, si
no lo hubiera impedido la muerte, unos cuantos de estos textos habrían llegado
finalmente a la imprenta: no faltan, entre los hallazgos del armario parisino,
algunos que pasaron, mucho después de haber sido escritos, a La mayor o La narración objeto, pero fue el propio
Saer quien los incorporó. ¿Puede otra persona decidir por él? Sobre todo
porque, en un apunte de 1965, un veinteañero Saer anuncia “No permitiré que
nadie penetre mis cuadernos, como han hecho con Kafka o con Pavese. No me
moriré. Ya elegiré con el tiempo cuál es la palabra justa y necesaria que debo
decir y el resto lo echaré al fuego. Sé que tengo madera de escritor de los
grandes y mi deber consiste en no permitir que celebren como verdades mis equivocaciones
o como genialidades mis tropiezos.”
No quemó, sin embargo, ningún papel. Por el contrario, los
guardó ordenadamente, y fue un agradecido lector de los inéditos de Kafka y de
Pavese: son algunos de los argumentos con los que Premat explica la decisión, y
no tengo por qué no aceptarlos, pero eso no diluye la inquietud que siempre
acompaña a publicaciones no dispuestas por su autor. María Kodama dando a
conocer los libros de Borges que Borges había repudiado es el ejemplo que
primero viene a la mente, y no es vano ni ocioso mantener el interrogante
abierto, además de ser inevitable. Pero, inevitable y todo, no tiene mucho que
ver con lo que más me importa a la hora de enfrentarme con estos textos.
Egoísta, seguramente, lo que me importa es el tesoro que tengo entre mis manos,
le haya gustado a Saer o no, así como sigo disfrutando cada vez que puedo la
suerte de contar con lo escrito por un Borges con el que el otro Borges ya no
quería tener que ver nada.
“¿Valía la pena publicarlo?” Esa es la pregunta que
realmente pesa. “¿Merecen estos textos salir a la luz?” Y la respuesta la tiene
solamente uno, la lectura que uno puede hacer. La respuesta que yo, en lo
particular, tengo en este caso, lleva signos de exclamación: “¡Todo lo que me
habría perdido si este libro no se publicaba!” Desde el poemita sobre el estado
poético a las reflexiones sobre el amor a la vida o sobre los vicios, lo que en
Saer suscitan las lecturas de Nathalie Sarraute, Dostoievsky, Robbe-Grillet,
Thomas Mann o Lugones, o la discusión que entabla con Tolstoi, y hasta su
rechazo a David Viñas, por más injusto que ahí me parezca (no más injusto, ya
que estamos, que lo que fue Viñas con Saer). No me pasa lo mismo con los cinco
gruesos volúmenes de la correspondencia de Julio Cortázar, que, no sin felices
excepciones, leo más por curiosidad que por el tipo de interés que me hace ir
hacia la literatura. ¿No había que haberlos publicado entonces? No todas las
necesidades de lectura son iguales, por suerte.
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