“Adiós a todo Führer que nos dé duro con un palo
y también con una soga
creyendo que como él somos apenas sensitivos.
Y buenas noches amigos, buenas noches,
hasta que un día nos volvamos a encontrar
en la hora soberbia y enloquecida de los esqueletos”.
Jorge Teillier
1. “¡Les vendimos papel picado!”. Hace tres o cuatro años, dos poetas de los noventa se abrazaban a la salida de unas jornadas sobre poesía argentina. Se abrazaban efusivamente. Uno, aclamado por la crítica; el otro, fungido de arrabal; los dos, sin embargo, glamorosamente noventistas. El abrazo parecía sincero, caluroso. La tribuna, compuesta mayormente de estudiantes de letras, críticos y poetas (seguramente en ese orden), era la indicada. “¡Les vendimos papel picado!”; la frase festiva fue levemente gritada. El abrazo podía remedar, si se quiere, la mímica de un abrazo histórico, como esos que se han dado los libertadores y los grandes políticos, pero este abrazo tenía el regocijo de quien logró algo grande entregando muy poco o nada. “¡Les vendimos papel picado!”. Luego los poetas se separaron; se sabe: el lugar del triunfador no es fijo, precisa moverse constantemente, como el dinero. El arrabalero (y este arrabalero en particular) se amiga, conversa, llegado el caso acompaña. Además, la tribuna había visto y escuchado perfectamente lo que había para ver y escuchar.
2. No sé dónde leí que Jack Kerouac escribía en grandes rollos de papel, algo así como formularios continuos, circunstancia material que contribuyó a su estilo, inspirador, como dicen, del road-movie. Podía sentarse y escribir por horas, sin necesidad de interrumpir lo suyo para cambiar el papel. Conquistó una dimensión –por el papel– de continente, expansión, río. El papel picado parecería ser otra cosa. Impensable escribir sobre una superficie tan fragmentada. Su utilidad es eminentemente festiva. ¿Por qué esos poetas se regocijaban por haber vendido papel picado? Era como el festejo por un engaño exitoso. Ciertamente no se podía conocer con exactitud el pago obtenido, pero no era imposible inferirlo de las regalías literario-críticas, muy bien ejemplificadas por ese encuentro en un centro cultural dependiente de la Facultad de Buenos Aires. ¿Exitosos por vender papel picado? Por qué no. Los poetas y los críticos, ¿no compran papel picado? Papel picado como estafa, como nada, como qué. Los noventa y el papel picado. ¿Los sesenta podían vender papel picado? Urondo, Santoro, Walsh, ¿vendían papel picado? Los lectores, ¿compraban papel picado? Y el poeta o crítico que compra papel picado, ¿qué hace?, ¿lo devuelve transformado?
Independientemente de otras especulaciones (que se podrían hacer), dos poetas, aclamado uno, arrabalero el otro –aunque clamorosamente noventistas ambos– se abrazaban (se siguen abrazando) a la salida de uno de los “palacios” culturales de nuestro medio mientras vociferaban: “¡Les vendimos papel picado!”. La venta de papel picado en la literatura argentina es un hecho, y merece estudio.
3. Sabemos que la historia de Hamlet es dura. Podría citar el Hamlet parodiado de Jules Laforgue, pero igual sigue siendo dura su historia. Asesinaron a su padre. Los asesinos y los traidores y todos los que ocultan la verdad andan por ahí, sin culpa, funcionando en el reino, pero Hamlet duda. Sabemos que cualquier gran sistema de poder puede funcionar entre asesinos y víctimas, pero Hamlet, siendo parte, pudiendo ser parte, duda. Construye –justicia, verdad, venganza– dudando. Y la memoria le funciona siempre, implacable. Entre el poder y la memoria se inclina por la memoria, por la venganza de la memoria. Una gran declaración de principios, asimismo una gracia suprema. Su verdadera pureza. Y la locura. ¿Locura?
No sé si coincido con el título de este libro, pero a veces, es cierto, hay que arrinconar toda duda, un poco al modo en que los límites de una huella arrinconan la presión, el momento, el destino.
4. Todas las antologías de poesía argentina que me vienen a la memoria funcionan de la misma manera. Desde mediados de los noventa un “cuadro de honor” domina la escena; pueden variar algunos nombres, pero el consenso que se fue armando en torno a un núcleo firme sigue ahí, aunque muchos de los que tuvieron una participación no menor en su conformación (me refiero más que nada a los críticos, aunque también a algunos poetas), hoy se lamenten o se permitan criticar ese estado de cosas casi siempre evadiendo, como avestruces, la autocrítica (1). No entrarían en este cuadro las antologías publicadas fuera del corredor Buenos Aires-Bahía Blanca-Rosario, aunque tampoco todas las antologías publicadas en Buenos Aires, Bahía Blanca o Rosario responden a lo señalado. Me refiero entonces a las selecciones que más aceptación crítica tuvieron (tal vez las únicas que tuvieron aceptación crítica). En fin, los consensos no suelen apelar a muestras representativas (¿existen las muestras representativas?) para su conformación –al menos en el ámbito del arte–, suelen ser la lógica del molde.
Personalmente creo que esta antología desoye ese consenso. Y no tanto por proponer otros nombres –que lo hace– sino por mostrar un estado de cosas diferente. Para muchos de estos poetas la política, por ejemplo, ya no es un paisaje. No es que la política no haya irrumpido en la última poesía argentina, particularmente a partir de la segunda mitad de los noventa, sucede que en casi todos los casos lo hizo de un modo epidérmico. La política y la historia ingresan por la propia experiencia de muchos de los poetas aquí reunidos; no hay estrategias hacia un discurso determinado, abandonado o continuado según las circunstancias (canónicas). No imagino cómo podrían hacerse a un lado algunas indelebles marcas, puestas ahí por el propio pasado, por la historia, por la memoria. En cierto modo, todas esas antologías de las que hablaba, desde Poesía en la fisura (Ediciones del Dock, 1995) hasta la solventada por el actor Viggo Mortensen, de reciente edición, mencionan de un modo enfático lo actual, el presente como espectáculo único. La que nos ocupa ahora tal vez pueda ser tildada de “setentista” (¿el “setentismo” es un tren fantasma o, como Hamlet, se ocupa del lenguaje presente de unos “fantasmas”, de unos ausentes?) porque menciona el tiempo presente de un modo más amplio, extendido, y en esa extensión del presente está la memoria, y seguramente de un modo especial la memoria de los setenta, que encierra la infancia o el tiempo de los padres (propios, políticos, sociales). Incluso algún poeta nacido bastante después de los setenta reivindica para sí ese tiempo, algo de ese tiempo; aunque la crítica es también feroz porque la derrota fue feroz y es actual. Asimismo, desde el discurso poético de muchos de estos textos no falta una extensión, una apertura y una asociación en el decir propias de un momento de la poesía, la literatura o la cultura que se opone, en cierto modo, al “poquitismo” (2) noventista; aun así, no se detectan en este sentido intenciones programáticas (como no es programático el supuesto “setentismo” que señalo), sino necesidades. Para la poesía argentina la dictadura fue un corte; para muchos de los poetas nacidos durante ese período es un recorrido sistemáticamente inicial, sistemáticamente histórico, sistemáticamente crítico. Asimismo, esta antología se diferencia claramente de otras al no estar clausurada por los relatos de belleza y felicidad de los noventa. Me parece que los aquí seleccionados superan con holgura el “mandato” objetivista y la contratapa de Ema la cautiva, en donde Aira, modestamente profético, coronaba a la indiferencia (ninguna indiferencia, parecerían decir muchos poemas, puede venir del menemismo, la cárcel o la incompleta democracia).
(1). Daniel Freidemberg, que a través de sus críticas contribuyó a generar una especial atención sobre la poesía de los noventa, ha tomado distancia del fenómeno, aunque tal vez un poco tarde. Jorge Fondebrider –miembro fundador de Diario de Poesía, como Freidemberg– señala en el prólogo a una reciente antología de poesía argentina publicada en Chile, que el statu quo, defendido desde ciertas revistas y por la cátedra, estaría siendo puesto en duda. Resulta extraña la distancia que Fondebrider asume respecto a la conformación de ese statu quo, que lo tuvo como indudable protagonista en tanto crítico (pensar la relación Diario de Poesía-18 whiskys). Es tanto el “ruido” producido por ese consenso o statu quo, que ciertos críticos deciden detenerse ahí: Jorge Monteleone, encargado de la enorme antología 200 años de poesía argentina (Alfaguara, 2010), evitó incluir autores de los noventa por la gran atención que la crítica –según da a entender– le prestó a dicho período.
(2). Frase que Santiago Sylvester le atribuye a Daniel Freidemberg. Según Sylvester, Freidemberg, refiriéndose a los noventa, habría sustituido “minimalismo” por “poquitismo”.
Me interesaría mucho saber cuál es la fecha en la cual, según E. Bustos, debería haber tomado distancia de la poesía de los 90, para que no fuera "tardíamente". Siempre rencoroso y metido a morder la mano que lo ayudó, siempre buscando hacerse de más enemigos porque no puede entender otro modo de moverse, Bustos se evita de esa manera pensar y ser honesto. Si lo fuera, consignaría, porque lo sabe muy bien y en su tiempo lo celebró, que nadie desmenuzó tan meticulosamente y a fondo como lo hice yo esa gigantesca operación impostora que es "la poesía de los 90".
ResponderEliminarNo creo que esa haya sido tu actitud, querido, y me parece una falta de respeto tildar a alguien de rencoroso porque, en el mejor de los casos, cambie su modo de pensar: eso no es morder la mano que lo ayudó. Y por qué lo ayudaste?
ResponderEliminar