Declaración
Midieron mi cabeza y luego la pesaron.
Estaban observándome por una hendija.
Escrutaron mi camisa.
Pusieron las llaves de mi casa
en un balde con kerosene.
Me revisaron la boca, el fondo de la lengua.
Ordenaron que orinara sobre papel cazamoscas.
Tuve que beber agua de un cactus
que sabía a naufragio.
Me ordenaron escribir esto,
luego firmarlo.
Pena capital
Nacer, morir, renacer ¿de qué está hecha la vida?
¿De arena, de niebla, de espanto, de piedras?
Los últimos mensajes que recibo son órdenes,
órdenes que nadie puede cumplir
ni siquiera yo que me dediqué al orden
sabiendo que no lleva a ninguna parte.
Los primeros mensajes que recibí fueron de alerta
para que me pusiera en guardia y estornudara
ante el polvo de los libros y el moho de las letras.
¿Con qué está tejida la tela que me separa
de aquel que fui y que, hoy, no reconozco?
Oigo gritos, nadie puede quedarse callado.
Me callo a medias, murmuro.
¿Para qué fue hecho el silencio?
Nacer, morir ¿renacer? ¿para qué?
Oigo gotear la canilla; el silencio
quizás fue hecho para tragar la ausencia.
El tiempo es la sombra de una medalla,
sin embargo, pesa más que piedras en un páramo.
El tiempo es cavar una tumba en la esperanza,
es arena, un mendigo sádico.
¿De qué infamia están hechos estos desperdicios?
Vengo del hielo. Mis ropas son pieles de mastodontes.
Tan antiguo como la pregunta.
Tan muerto desde el principio.
Cornisa
Cuando mi padre enfermó
era como si hubiese quedado en una cornisa.
Desde el piso, lo veía vacilar, ajustarse al escueto reborde,
oscilar como un pingüino, aletear.
Ni él ni yo podíamos hacer nada.
Todo quedó supeditado a que se abriera la ventana.
Cada vez que algo oscila delante de mí, una rama,
la hoja que va a desprenderse del árbol,
un cable cortado o una tela al viento,
siento que la perplejidad es la única réplica.
El paraíso de los indiferentes
El paraíso de los indiferentes
está poblado por gente cordial,
atestado de espejos.
Duermen la siesta abrazados
a un ancla oxidada
para experimentar confort
y apego a una causa justa.
La demografía es estable
y si alguien muere
nadie lo toma en cuenta.
Amplios salones color remolacha,
veredas con pozos tapados de esponja,
baños que huelen a excrementos sutiles,
el paraíso de los indiferentes
es un club de filósofos analfabetos.
Nadie es expulsado del paraíso,
nadie intenta parecer bueno.
Todos comen.
Transgresiones
H. posee una estadística de exclamaciones
que obtuvo en un sitio de poetas maduros,
agriados por la edad. Jura conocer Islandia.
Q. es un especialista en haikús aguachentos,
martirizado por un dieta ocultista
en base a zanahoria rallada y alcaparras.
C., por fin, besó a su primo en la boca:
le había dedicado un tomo de sonetos eróticos.
T. salvó de un incendio una estampa japonesa.
O. y L. vaciaron un cenicero en la tumba de Pizarnik.
Ch., prologuista escurridizo,
viaja de incógnito hacia Cacodelphia.
El ejército enterrado
El general que se precie
debe enterrar un ejército.
Además, erigir una muralla,
quemar libros, acorralar poetas.
Un general de generales: yo.
Conduzco espectros.
Soy Quin Shin Huang,
me preceden la pena
y los muertos.
Ruinas móviles
No importa la cantidad de espejos
en los que me buscaste.
Aprendamos a olvidar.
Será más fácil que resucitar.
Las cosas del Universo
cambian de forma.
Mi propia cara
ha escapado
con otro.
Nueva Babel
En la última habitación, la más alta, en la cima
se oye el brusco lenguaje que está por venir,
sobre una nube de lenguas cansadas, derrotadas
que tomaron la forma de un gas verde
como el fosgeno que peinaba las trincheras,
y debajo de la habitación nadie entiende nada
por la sofocación, por el desconcierto.
Luego, bajo la estrellas reina la intemperie.
La habitación será desmantelada.
No habrá espacio para que el musgo
haga su labor memoriosa sobre los ladrillos,
ni para retribuir el esfuerzo de los habladores.
Emigrado
Vengo del país perdido.
De un país del cual se sale
por un ventanuco. Sin zapatos,
emergí entre los ligustros
y pasé un invierno viviendo
con gente de plástico.
Olvidé el origen de mis penas
en una alcantarilla.
Vivo en un círculo trazado
por pezuñas. En un cuenco
metido en una bolsa
que está metida en una caja.
Vengo de un país perdido
donde valen las guadañas,
los espantapájaros, los insectos.
No hay modo de regresar.
En los grandes arenales
está escondida la llave.
Queman las plantas de los pies.
Un síntoma, una plegaria, alrededor
de la ingente necesidad de rabiar.
Hablar
Estás tratando conmigo
que estoy muerto.
Como quien se interna
en una montaña sin luz
oyes voces, sospechas
que algo extraño va a ocurrir,
sin embargo, es más frecuente
hablar con muertos
que con vivos.
Los muertos hablan
hasta el cansancio
y aquello que fue su esplendor
es, ahora, la bruma
que pone un velo enigmático
sobre sus rostros
tornándolos indistintos
y queda la voz en un susurro
de sílabas separadas
como pronunciadas
por un autómata.
Tratar conmigo, con delicadeza,
es encontrar el porvenir.
Y no podrás saber dónde
se originó mi llamado,
ni cuáles fueron los motivos,
sólo que estas pocas palabras
escapan del estándar,
no esperan respuesta
ni poseen enseñanza alguna.
Con hablar, esto es lo seguro,
será suficiente.
De Pena capital, libro inédito de poemas, 2020 / Selección y foto: jmp
Daniel Ponce (Buenos Aires, 1956)