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miércoles, 27 de mayo de 2020

DANIEL PONCE Busco en los libros mi libro


  
QUEMAR UNA HOJA CON UNA LUPA
(Libro inédito, 2020)


         OBSERVAR

Me senté, la luz del ocaso se hacía blanda.
Voces lejanas, el ruido de un motor
entre eucaliptos con pies de gigantes.
Nada para hacer, salvo escribir el tiempo
inútil y su marcha.
Miraba al oeste entornando los ojos
mientras la dalia y el gorrión daban sus adioses.


         LA CASA

La humedad pudrió las paredes. Hace tanto que no recuerdo
cuál fue el último gesto al trasponer el umbral.
Luego, las voces huyeron de la memoria.
Cada uno supuso que sería curado por el olvido.
Las ventanas fueron removidas. Las tejas cayeron.
El olor dulce de la cocina es, hoy, la acritud
del abandono, tan ajeno a la vida.


         TRAFICANTE

En el asfalto, tirado, es un atado de ropa,
capucha, rodillas huesudas, malos dientes,
duerme su nada en el charco de sangre:
aureola del hereje.
Vivió para saltar tapias, tocar un güiro de aire,
cantar obscenas coplas de venganza.
Niño viejo. Niño caído en la mesa de disección.
La mano azul, los pies de fugitivo.


         DÍAS

Habrá que recoger las hojas que impiden el paso del agua;
sólo estar de las cosas.
Habrá que disolver la tierra que atascó los drenajes,
lavar las rejillas que el óxido va poniendo viejas.
Con un palo, habrá que enderezar esa planta que el viento
tuvo a su merced.
Vendrán días donde mirar atrás será el futuro.
Días con una clave, una llave o un mirador.
Vendrán días abiertos en estuario.
Habrá que volcar el pasado en el agua fluyente.
Nunca estuvimos pendientes de la esperanza.
Es hora de hablar con serenidad
de la alegría.


         NINGUNA HORA

Bajo la puntilla de su camiseta negra, las pecas.
Confiamos en la rosa eterna que aún no fue dibujada.
La vista fija en una oscuridad mayor, los ojos bellamente ciegos.
Confiamos en la cadencia respiratoria y en sus ahogos.
El lento trabajo del placer es aturdirse, curiosear.


         LO INMATERIAL DEL AMOR

Si sólo fuese piso de pétalos o un olor
insistente, adormecedor. Si sólo fuera
una razón que se escribe en el cuerpo.
De mí, de esos huesos reales que soy,
de los músculos saldría una niebla.
Pero, hay motivos donde lo concreto
no es el hilo del laberinto.
Donde lo concreto no cuenta.


         ÍBAMOS

Cambiábamos revistas y tabaco.
Podíamos estropear los pulmones y reír.
Los que quemaban ramas de otoño
en las esquinas
nos tenían por idiotas o zánganos.
No éramos buenos con los puños.
Apedreamos un gato.
Las luces pintadas de los clubes
ardían en nuestros pómulos.
No soñábamos. Soñar
fue después de actuar.
Íbamos rotos
antes  del  alba.


         REGRESAR

Era una cuestión de tiempo. Los árboles
callaban como suelen callar los absueltos.
Ajenos a todo estímulo, con cicatrices
y manos en vez de ramas y espacios libres
por donde la luz hace dibujos.
Era cuestión de regresar para escapar.
Así, regresé a los tiempos líquidos
cuando no era niño, ni joven, ni viejo,
aquel momento en que los motores,
los alambres, las chimeneas, los muros
estaban dentro de las palabras
como divinidades.
Regresé, tras los árboles y la luz:
la ciencia avara de las cosas
atrapadas por la disolución .
Yo que amé ocultarme
iba desnudo como los culpables
a buscar el perdón.
Iba sobre tierra convulsa.
Era una cuestión de árboles y relojes
y de tiempo esparcido, no por delante,
sino hacia adentro de los números,
cifras que hacen sus sumas y restas
con total indiferencia.


         QUEMAR UNA HOJA CON UNA LUPA

Hay tantos hombres rotos como peces en el mar.
Tantas mujeres rotas frente al espejo. Tanta silla
desvencijada por la perseverancia.
Hay tanto olvido en un mismo lugar,
tanta trasposición del odio
en piedra y tanta alegría perdida.
He trazado un cuadrado con mal pulso
sobre una hoja cuadriculada,
dentro: el ojo alerta de un ratón
o lo que creo que es el ojo de un ratón
aunque, bien visto,
parece un punto de Malevich
sobre el fondo blanco cuadriculado.
Soy pésimo en mis trazos.
Es atemporal la pasión por los cuadrados.
Todos han dibujado cuadrados
cuando, en verdad, se buscaba
trazar rostros, casas o serpientes.
Dentro del cuadrado,
aun del cuadrado mal dibujado,
hay una mujer rota
dentro de un hombre roto
que anidan en el ojo
de un ratón alerta.
Se sientan sobre una silla desvencijada
a perseverar.
También, hay un reloj enmudecido.
No es de día ni de noche.
Cada vez que el ojo del ratón
se cierra, el cuadrado
dibujado por mi mano
anula al hombre roto
y a la mujer rota
que están, a horcajadas,
en una silla desvencijada.
Poseo una lupa vieja.
Es un ojo sin memoria.
Con la lupa quemaré el papel
que contiene el ojo del ratón
metido en un cuadrado
donde hay una mujer rota
dentro de un hombre roto.


         RASTRILLAR

Para reparar la puerta, clavé un listón irregular
que tiene un nudo que semeja el ojo de un mongol;
para sujetar los papeles contra la mesa
un trozo de botella verde;
esquirlas de vidrio de la botella servirán, en el muro,
para que nadie salte hacia adentro, un mensaje:
el dueño no anhela sorpresas.
La bomba de agua posee un relieve
con nombre de ciudad británica.
Los guantes que usé para enrollar
el alambre de púas saludan, sucios,
ensartados en el mango de una pala
y en el mango de un rastrillo.
Cada día, hay muertos que llegan
para habitar el costado izquierdo
del galpón; ignoro por qué eligen
ese sitio contencioso
que las palomas reivindican
para sus deposiciones.
Llegan para colorear mi memoria,
ya gris.
La mañana será con el gato,
el petirrojo y la oruga.
Las nubes pasarán.


         MI PADRE

Mi padre está en el balcón
como se está en un púlpito
y, si bien es un individuo loco,
no deja de tener potestad.
Así lo sueño a veces:
no ríe ni ironiza
tampoco silba ni mueve las manos
ni busca en los bolsillos
esas monedas inútiles
para entretener los dedos.
Ya estoy en la edad
en que murió,
el número compartido
tiene algo de pavoroso.
No entiendo qué dice
en el sueño, su perfil
es de alguien absorto,
los pantalones
demasiado arrugados
para un hombre meticuloso.
El balcón donde está mi padre,
donde tiene su mirador
hacia los techos y las claraboyas,
posee una baranda antigua.
No está fumando
su eterna pipa
que lo obligaba
a una mueca.
El tiempo imparcial
se interpuso
entre el hombre del balcón
y el sueño.
Él permanece mirando
no se sabe qué o a quién.
Va a encomendarme algo.


         ÓRDENES

Yo obedezco porque siempre obedecí.
Obedezco en el pasado, me veo obedeciendo.
Mi presente es no saltar las consignas
que escribo y las que pienso y las otras
aquellas que caen por sí solas
y se esparcen en el piso y flotan.
Obedezco llamados y  notas,
curvas de hollín, papelerío barato.
No sé estar sin deber.


         LA PRIMAVERA

Nadie conoce al vecino en mi zona, es inusual
saber algún detalle, recordar un gesto, conversar.
Somos gente sola que cambió de nombre
al esconderse por miedo y por agobio.
Cada tanto, asomamos la nariz
para constatar que nada haya cambiado,
recelosos del olor que flota,
con la esperanza de que no nos ven.
Luego, regresamos a nuestros objetos
para contarlos y meterlos en una caja.
No somos buenos ni malos
porque obramos lateralmente.
La primavera no nos dice nada.
Nunca aporta conocimiento.


         EL DESTINO DE LAS COSAS

Detrás de la ligustrina apareció muerta una laucha.
Era pequeña, de manos rosadas, parecía joven.
Un hombre extraño que conocimos por error
dijo que las lauchas infectaban el barrio,
tapaban con sus cadáveres los caños
y se comían entre ellas por malicia.
No vimos más lauchas que la muerta.
Con una pala, se la recogió, tiesa,
victoriosa en su espanto.
La pala fue prestada y nunca regresó.
La ligustrina fue reemplazada
por herrería barata.
El hombre extraño que sabía de lauchas
emigró o se fugó.
De sus cosas, quedó una azada brillante
y una linterna
en manos ajenas.



         EL PUEBLO INÚTIL

En este pueblo se cosechan polillas.
Se las seca en un secadero y se las vende.
Pero nadie las compra. Carecen de finalidad.
En este pueblo se alimentan demonios
de rostro espeluznante y modos sutiles.
Todo está suspendido aquí,
incluso nadie consigue morir.
A alguien se le ocurrió desbarrancar
una vieja escalera de madera tosca
por el placer de ver las astillas
moviendo un poco el aire.
Otro se dedica a rumiar.


         LA INTEMPERIE

Dios ha venido a vivir conmigo
a la intemperie como uno más,
sus costumbres son atávicas
dada la dignidad que adquirió
a lo largo de los siglos
aunque no puede disimular
que es un pordiosero,
alguien que come sobras
y duerme.

Los muertos por crueldad
han venido
a multiplicar la arena.

El hombre que fui vino de lejos.


         TRABAJO

Trabajé sin descanso en una gruta
con hombres rudos.
Cada día, frunciendo el ceño y callando
para evitar las preguntas.
Por afán de desaparecer concentraba mis fuerzas
en ser meticuloso y eludir el sarcasmo de los otros:
algo de autómata descubrí en mis gestos.
Iba vestido con mi chaleco invariable,
fumaba con pasión, murmuraba una melodía
que nadie había escrito, de armonía ficticia.
Los feriados eran de espera y autoacusación.
A veces, los hombres de la gruta
tomaban mi silencio para patearlo,
escondían mi taza de lata en un hueco
o rimaban mi apellido.
Yo sonreía como el que traga una llave.
Los maldecía sin hablar.
Desdoblarme fue otro trabajo.
De mí mismo, aprendí un código rabioso
y poco más.


         INCUMPLIDO

Dije que vendrías a rezar con tu mano abierta.
Éramos gente bella que se palmeaba los hombros.
Gente con anhelo de sudar las sábanas.
Parecíamos felices, irritábamos con nuestras frases.
Dije que volverías para enseñarme tu cicatriz.
Recemos
para descubrir algún sentido:
vientre sobre vientre, dedo sobre piedra,
pie sobre brasa y sobre polvo.
Dije que vendrías a mi país de fatiga.


         MIRARME

Los ojos eran pardos con un anillo negro
en el límite del iris. Yo me miraba allí:
anillo, iris, pupila. Y me miraban los dos ojos.
Luego, el rostro, la cabeza, el cabello.
Me quedaba dormido en esos ojos.
Suelo dormir en la tormenta,
en las discusiones.
Pero dormir en esos ojos
era volver a ver.


         MUERTOS

Los muertos atrapan a los vivos en sus guaridas.
Los muertos llenan las valijas de escombros.
Los muertos insisten en tener razón.
Los muertos avanzan más rápido que las orugas.
Los muertos son piadosos con los moribundos.
Los muertos son tercos con los vivos.


         LILIUM

El tallo se sitúa en el centro de la maceta,
luego la cápsula amarilla.

Cuánto esperé para conocer, olfatear,
acurrucar el cuerpo, disolverme
para ir en ese amarillo hasta mí.

Ahora, que la flor crece violenta
y soy viejo y joven a la vez,
cansado y vigoroso, quieto,
veo aquello que quise ver
en los sueños y las tormentas:
el don del misterio remediado.


         VOLVER AL RÍO

Miro al río donde nada se puede ver.
Quiero que el río se lleve al que fui.
Son estas soledades la música.
Estos parajes: el niño pertrechado
con su reloj flamante.
Quiero que el río deje de estar.


         EL NIÑO DEL CORO

El niño tropezaba cantando para Luther King.
Debía mencionar a Santiago y el Eclesiastés.
El pastor regía el armonio y levantaba las cejas.
El rostro del hombre negro
con sus mejillas redondas y su aire de enojo,
el rostro en la pantalla de televisión.
El pastor acentuaba la palabra misericordia.
Una mujer cantaba con voz chillona
la palabra sueño.
El niño nervioso, el pastor levantaba las cejas
y el niño decía Santiago y decía Eclesiastés.


         CRIOLLOS VIEJOS

Al crepúsculo, llegaban los hombres.
Fumaban tabaco recio.
Mi madre me prohibía verlos.
Tomaban de unos vasitos. Alguno escupía.
Mi madre me preguntaba por los murciélagos,
las focas y los búhos. Yo tenía un único libro.
Tenía un tintero y una pluma gótica.
Mi abuelo era de la partida, el más duro,
el que trataba de usted al niño.
Mi madre murmuraba: “la política, la política”.


         LO MISMO

Yo busco en los libros mi libro.
Busco en tus sienes mi razón.
Busco el olvido en lo que se disipa.
Repito lo de otros repitieron:
la rueca milenaria o la voz.
Yo escribo la música ajena.


         EL TIEMPO DE LA ESTACIÓN INGLESA

La estación inglesa y sus ventanas clausuradas
sobre el arco de paso y las tejas planas.

La pampa dormía dentro de un furgón.
Cada crepúsculo, los rieles eran de mercurio.
Las zanjas se espesaban como la venganza.

Así, hubo años, ortigas creciendo, plenilunios,
llamas que agitaron sombras
sobre un piso de greda.
También, noches, ladridos.
Hubo un tiempo de amasar y otro de llorar.


         LIBRO DE LAS HORAS

En homenaje a los días en que aquí estuvo tu libro
creciendo, durante un duro invierno azul, al calor
de una estufa alargada con forma de valija,
escribiré algunos detalles para no renunciar
a la resurrección por el amor. Escribiré sin plan,
para que la lengua no vacile en lamer ese líquido
que dejaste en mis solapas, para adentrarme
en la noche muerta y mirarle los dientes
tan blancos como sílabas que contienen una “a”,
porque vine al sitio donde te sentabas
después de estirar los dedos y mecerte el cabello
vine a saber de mí, hoy, no a encontrarme
sino a deslucir la soledad mirando tu sitio.
Mientras pueda, esperaré. El olor de esta vereda
y sus azahares son parte del envés de mi frente.


 
     De Quemar una hoja con una lupa, libro inédito, 2020
     Daniel Ponce (Buenos Aires, 1956). Fotos: Jmp

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