QUEMAR
UNA HOJA CON UNA LUPA
(Libro inédito, 2020)
OBSERVAR
Me senté, la luz
del ocaso se hacía blanda.
Voces lejanas, el
ruido de un motor
entre eucaliptos
con pies de gigantes.
Nada para hacer,
salvo escribir el tiempo
inútil y su marcha.
Miraba al oeste
entornando los ojos
mientras la dalia
y el gorrión daban sus adioses.
LA CASA
La humedad pudrió
las paredes. Hace tanto que no recuerdo
cuál fue el
último gesto al trasponer el umbral.
Luego, las voces
huyeron de la memoria.
Cada uno supuso que
sería curado por el olvido.
Las ventanas
fueron removidas. Las tejas cayeron.
El olor dulce de
la cocina es, hoy, la acritud
del abandono, tan
ajeno a la vida.
TRAFICANTE
En el asfalto,
tirado, es un atado de ropa,
capucha, rodillas
huesudas, malos dientes,
duerme su nada en
el charco de sangre:
aureola del
hereje.
Vivió para saltar
tapias, tocar un güiro de aire,
cantar obscenas
coplas de venganza.
Niño viejo. Niño
caído en la mesa de disección.
La mano azul, los
pies de fugitivo.
DÍAS
Habrá que recoger
las hojas que impiden el paso del agua;
sólo estar de las
cosas.
Habrá que
disolver la tierra que atascó los drenajes,
lavar las
rejillas que el óxido va poniendo viejas.
Con un palo,
habrá que enderezar esa planta que el viento
tuvo a su merced.
Vendrán días
donde mirar atrás será el futuro.
Días con una
clave, una llave o un mirador.
Vendrán días
abiertos en estuario.
Habrá que volcar
el pasado en el agua fluyente.
Nunca estuvimos
pendientes de la esperanza.
Es hora de hablar
con serenidad
de la alegría.
NINGUNA HORA
Bajo la puntilla
de su camiseta negra, las pecas.
Confiamos en la
rosa eterna que aún no fue dibujada.
La vista fija en
una oscuridad mayor, los ojos bellamente ciegos.
Confiamos en la
cadencia respiratoria y en sus ahogos.
El lento trabajo
del placer es aturdirse, curiosear.
LO INMATERIAL DEL AMOR
Si sólo fuese
piso de pétalos o un olor
insistente,
adormecedor. Si sólo fuera
una razón que se
escribe en el cuerpo.
De mí, de esos
huesos reales que soy,
de los músculos
saldría una niebla.
Pero, hay motivos
donde lo concreto
no es el hilo del
laberinto.
Donde lo concreto
no cuenta.
ÍBAMOS
Cambiábamos
revistas y tabaco.
Podíamos
estropear los pulmones y reír.
Los que quemaban
ramas de otoño
en las esquinas
nos tenían por
idiotas o zánganos.
No éramos buenos
con los puños.
Apedreamos un
gato.
Las luces
pintadas de los clubes
ardían en
nuestros pómulos.
No soñábamos.
Soñar
fue después de
actuar.
Íbamos rotos
antes del
alba.
REGRESAR
Era una cuestión
de tiempo. Los árboles
callaban como
suelen callar los absueltos.
Ajenos a todo
estímulo, con cicatrices
y manos en vez de
ramas y espacios libres
por donde la luz
hace dibujos.
Era cuestión de
regresar para escapar.
Así, regresé a
los tiempos líquidos
cuando no era
niño, ni joven, ni viejo,
aquel momento en
que los motores,
los alambres, las
chimeneas, los muros
estaban dentro de
las palabras
como divinidades.
Regresé, tras los
árboles y la luz:
la ciencia avara
de las cosas
atrapadas por la
disolución .
Yo que amé
ocultarme
iba desnudo como
los culpables
a buscar el
perdón.
Iba sobre tierra
convulsa.
Era una cuestión
de árboles y relojes
y de tiempo
esparcido, no por delante,
sino hacia
adentro de los números,
cifras que hacen
sus sumas y restas
con total
indiferencia.
QUEMAR UNA HOJA CON UNA LUPA
Hay tantos
hombres rotos como peces en el mar.
Tantas mujeres
rotas frente al espejo. Tanta silla
desvencijada por
la perseverancia.
Hay tanto olvido
en un mismo lugar,
tanta
trasposición del odio
en piedra y tanta
alegría perdida.
He trazado un
cuadrado con mal pulso
sobre una hoja
cuadriculada,
dentro: el ojo
alerta de un ratón
o lo que creo que
es el ojo de un ratón
aunque, bien
visto,
parece un punto
de Malevich
sobre el fondo
blanco cuadriculado.
Soy pésimo en mis
trazos.
Es atemporal la
pasión por los cuadrados.
Todos han
dibujado cuadrados
cuando, en
verdad, se buscaba
trazar rostros,
casas o serpientes.
Dentro del
cuadrado,
aun del cuadrado
mal dibujado,
hay una mujer
rota
dentro de un
hombre roto
que anidan en el
ojo
de un ratón
alerta.
Se sientan sobre
una silla desvencijada
a perseverar.
También, hay un
reloj enmudecido.
No es de día ni
de noche.
Cada vez que el
ojo del ratón
se cierra, el
cuadrado
dibujado por mi
mano
anula al hombre
roto
y a la mujer rota
que están, a
horcajadas,
en una silla
desvencijada.
Poseo una lupa
vieja.
Es un ojo sin
memoria.
Con la lupa
quemaré el papel
que contiene el
ojo del ratón
metido en un
cuadrado
donde hay una
mujer rota
dentro de un
hombre roto.
RASTRILLAR
Para reparar la
puerta, clavé un listón irregular
que tiene un nudo
que semeja el ojo de un mongol;
para sujetar los
papeles contra la mesa
un trozo de
botella verde;
esquirlas de
vidrio de la botella servirán, en el muro,
para que nadie
salte hacia adentro, un mensaje:
el dueño no
anhela sorpresas.
La bomba de agua
posee un relieve
con nombre de
ciudad británica.
Los guantes que
usé para enrollar
el alambre de
púas saludan, sucios,
ensartados en el
mango de una pala
y en el mango de
un rastrillo.
Cada día, hay
muertos que llegan
para habitar el
costado izquierdo
del galpón;
ignoro por qué eligen
ese sitio
contencioso
que las palomas
reivindican
para sus
deposiciones.
Llegan para
colorear mi memoria,
ya gris.
La mañana será
con el gato,
el petirrojo y la
oruga.
Las nubes pasarán.
MI PADRE
Mi padre está en
el balcón
como se está en
un púlpito
y, si bien es un
individuo loco,
no deja de tener potestad.
Así lo sueño a
veces:
no ríe ni ironiza
tampoco silba ni
mueve las manos
ni busca en los
bolsillos
esas monedas
inútiles
para entretener
los dedos.
Ya estoy en la
edad
en que murió,
el número
compartido
tiene algo de
pavoroso.
No entiendo qué
dice
en el sueño, su
perfil
es de alguien
absorto,
los pantalones
demasiado
arrugados
para un hombre
meticuloso.
El balcón donde
está mi padre,
donde tiene su
mirador
hacia los techos
y las claraboyas,
posee una baranda
antigua.
No está fumando
su eterna pipa
que lo obligaba
a una mueca.
El tiempo
imparcial
se interpuso
entre el hombre
del balcón
y el sueño.
Él permanece mirando
no se sabe qué o
a quién.
Va a encomendarme
algo.
ÓRDENES
Yo obedezco porque
siempre obedecí.
Obedezco en el
pasado, me veo obedeciendo.
Mi presente es no
saltar las consignas
que escribo y las
que pienso y las otras
aquellas que caen
por sí solas
y se esparcen en
el piso y flotan.
Obedezco llamados
y notas,
curvas de hollín,
papelerío barato.
No sé estar sin
deber.
LA PRIMAVERA
Nadie conoce al
vecino en mi zona, es inusual
saber algún
detalle, recordar un gesto, conversar.
Somos gente sola
que cambió de nombre
al esconderse por
miedo y por agobio.
Cada tanto,
asomamos la nariz
para constatar
que nada haya cambiado,
recelosos del
olor que flota,
con la esperanza
de que no nos ven.
Luego, regresamos
a nuestros objetos
para contarlos y
meterlos en una caja.
No somos buenos
ni malos
porque obramos
lateralmente.
La primavera no
nos dice nada.
Nunca aporta
conocimiento.
EL DESTINO DE LAS COSAS
Detrás de la ligustrina
apareció muerta una laucha.
Era pequeña, de
manos rosadas, parecía joven.
Un hombre extraño
que conocimos por error
dijo que las
lauchas infectaban el barrio,
tapaban con sus
cadáveres los caños
y se comían entre
ellas por malicia.
No vimos más lauchas
que la muerta.
Con una pala, se
la recogió, tiesa,
victoriosa en su
espanto.
La pala fue
prestada y nunca regresó.
La ligustrina fue
reemplazada
por herrería barata.
El hombre extraño
que sabía de lauchas
emigró o se fugó.
De sus cosas,
quedó una azada brillante
y una linterna
en manos ajenas.
EL PUEBLO INÚTIL
En este pueblo se
cosechan polillas.
Se las seca en un
secadero y se las vende.
Pero nadie las
compra. Carecen de finalidad.
En este pueblo se
alimentan demonios
de rostro
espeluznante y modos sutiles.
Todo está
suspendido aquí,
incluso nadie
consigue morir.
A alguien se le
ocurrió desbarrancar
una vieja
escalera de madera tosca
por el placer de
ver las astillas
moviendo un poco
el aire.
Otro se dedica a rumiar.
LA INTEMPERIE
Dios ha venido a
vivir conmigo
a la intemperie
como uno más,
sus costumbres
son atávicas
dada la dignidad
que adquirió
a lo largo de los
siglos
aunque no puede
disimular
que es un
pordiosero,
alguien que come
sobras
y duerme.
Los muertos por
crueldad
han venido
a multiplicar la
arena.
El hombre que fui
vino de lejos.
TRABAJO
Trabajé sin
descanso en una gruta
con hombres rudos.
Cada día, frunciendo
el ceño y callando
para evitar las preguntas.
Por afán de
desaparecer concentraba mis fuerzas
en ser meticuloso
y eludir el sarcasmo de los otros:
algo de autómata
descubrí en mis gestos.
Iba vestido con
mi chaleco invariable,
fumaba con
pasión, murmuraba una melodía
que nadie había
escrito, de armonía ficticia.
Los feriados eran
de espera y autoacusación.
A veces, los
hombres de la gruta
tomaban mi
silencio para patearlo,
escondían mi taza
de lata en un hueco
o rimaban mi
apellido.
Yo sonreía como
el que traga una llave.
Los maldecía sin
hablar.
Desdoblarme fue
otro trabajo.
De mí mismo,
aprendí un código rabioso
y poco más.
INCUMPLIDO
Dije que vendrías
a rezar con tu mano abierta.
Éramos gente
bella que se palmeaba los hombros.
Gente con anhelo
de sudar las sábanas.
Parecíamos
felices, irritábamos con nuestras frases.
Dije que
volverías para enseñarme tu cicatriz.
Recemos
para descubrir algún
sentido:
vientre sobre
vientre, dedo sobre piedra,
pie sobre brasa y
sobre polvo.
Dije que vendrías
a mi país de fatiga.
MIRARME
Los ojos eran
pardos con un anillo negro
en el límite del
iris. Yo me miraba allí:
anillo, iris,
pupila. Y me miraban los dos ojos.
Luego, el rostro,
la cabeza, el cabello.
Me quedaba
dormido en esos ojos.
Suelo dormir en
la tormenta,
en las
discusiones.
Pero dormir en
esos ojos
era volver a ver.
MUERTOS
Los muertos
atrapan a los vivos en sus guaridas.
Los muertos
llenan las valijas de escombros.
Los muertos
insisten en tener razón.
Los muertos
avanzan más rápido que las orugas.
Los muertos son
piadosos con los moribundos.
Los muertos son
tercos con los vivos.
LILIUM
El tallo se sitúa
en el centro de la maceta,
luego la cápsula
amarilla.
Cuánto esperé
para conocer, olfatear,
acurrucar el
cuerpo, disolverme
para ir en ese
amarillo hasta mí.
Ahora, que la
flor crece violenta
y soy viejo y
joven a la vez,
cansado y
vigoroso, quieto,
veo aquello que
quise ver
en los sueños y
las tormentas:
el don del
misterio remediado.
VOLVER AL RÍO
Miro al río donde
nada se puede ver.
Quiero que el río
se lleve al que fui.
Son estas
soledades la música.
Estos parajes: el
niño pertrechado
con su reloj
flamante.
Quiero que el río
deje de estar.
EL NIÑO DEL CORO
El niño tropezaba
cantando para Luther King.
Debía mencionar a
Santiago y el Eclesiastés.
El pastor regía
el armonio y levantaba las cejas.
El rostro del
hombre negro
con sus mejillas
redondas y su aire de enojo,
el rostro en la
pantalla de televisión.
El pastor
acentuaba la palabra misericordia.
Una mujer cantaba
con voz chillona
la palabra sueño.
El niño nervioso,
el pastor levantaba las cejas
y el niño decía
Santiago y decía Eclesiastés.
CRIOLLOS VIEJOS
Al crepúsculo,
llegaban los hombres.
Fumaban tabaco
recio.
Mi madre me
prohibía verlos.
Tomaban de unos
vasitos. Alguno escupía.
Mi madre me
preguntaba por los murciélagos,
las focas y los
búhos. Yo tenía un único libro.
Tenía un tintero
y una pluma gótica.
Mi abuelo era de
la partida, el más duro,
el que trataba de
usted al niño.
Mi madre
murmuraba: “la política, la política”.
LO MISMO
Yo busco en los
libros mi libro.
Busco en tus
sienes mi razón.
Busco el olvido
en lo que se disipa.
Repito lo de
otros repitieron:
la rueca
milenaria o la voz.
Yo escribo la
música ajena.
EL TIEMPO DE LA ESTACIÓN INGLESA
La estación
inglesa y sus ventanas clausuradas
sobre el arco de
paso y las tejas planas.
La pampa dormía
dentro de un furgón.
Cada crepúsculo,
los rieles eran de mercurio.
Las zanjas se
espesaban como la venganza.
Así, hubo años, ortigas
creciendo, plenilunios,
llamas que
agitaron sombras
sobre un piso de
greda.
También, noches,
ladridos.
Hubo un tiempo de
amasar y otro de llorar.
LIBRO DE LAS HORAS
En homenaje a los
días en que aquí estuvo tu libro
creciendo,
durante un duro invierno azul, al calor
de una estufa
alargada con forma de valija,
escribiré algunos
detalles para no renunciar
a la resurrección
por el amor. Escribiré sin plan,
para que la
lengua no vacile en lamer ese líquido
que dejaste en
mis solapas, para adentrarme
en la noche muerta
y mirarle los dientes
tan blancos como
sílabas que contienen una “a”,
porque vine al
sitio donde te sentabas
después de
estirar los dedos y mecerte el cabello
vine a saber de mí,
hoy, no a encontrarme
sino a deslucir
la soledad mirando tu sitio.
Mientras pueda,
esperaré. El olor de esta vereda
y sus azahares
son parte del envés de mi frente.
De Quemar una hoja con una lupa, libro
inédito, 2020
Daniel Ponce (Buenos
Aires, 1956). Fotos: Jmp
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