LA PENA
El
hombre tiene una pena grande, domesticada como un animal, maciza. Es torpe, el
pelo le tapa los ojos, y apenas puede mirar hacia adelante. En las noches de
invierno se sienta con el hombre junto al fuego. Él la protege, la alienta, no
la deja morir porque la pena se le confunde con su vida misma.
Por
las mañanas le abre la puerta hacia el mundo y ella corre por calles
implacables, de cara al viento, extremada y oscura en un deseo que no sabe su
objeto.
MADRES E HIJOS
Algunos
padres serán hijos de sus hijos en el Cielo. Los esperarán, absurdamente
jóvenes, como lo eran cuando los despidieron a la puerta de casa para ir a una
guerra o al viaje que los mataría. O cuando los besaron por última vez, en una
cama de hospital, tragándose las lágrimas, pensando “qué será de ellos cuando
yo me vaya”, mirando ansiosamente hacia el futuro en esos ojos asustados por el
beso demasiado largo y demasiado intenso.
Pero
ellas, sobre todo, no podrán entenderlo. Las que se fueron cuando eran casi
niñas y los parieron con su propia muerte. Esos bebés, pequeños como muñecos, a
los que abrazaron apenas un momento, llegarán con una fotografía, un retrato,
un camafeo, entre las manos incrédulas. Viejos o viejas, encorvados,
renqueantes, con dentaduras postizas, con dedos deformados por la artritis, las
encontrarán por fin entre la multitud de madres muertas y se apretarán contra
su pecho y buscarán el latido remoto de su corazón y el olor inconfundible que
nunca más se repitió sobre la Tierra.
ÉSTE ES EL BOSQUE
Cuando
llego, jadeante, mi padre está esperándome sentado sobre un tronco. El aire se
había puesto oscuro y empañado un instante atrás, pero aquí, bajo los arcos
verdes, la luz tiene un espesor de miel y sólo se respira un oxígeno burbujeante
y diáfano.
Me
siento junto a él. Está tan delgado como cuando murió, pero los ojos vivos
contradicen su cuerpo.
–Papá,
decíamos ayer que la vida es una herida absurda.
–Ésas
son cosas de los tangos, hija. Aquí nadie vive en vano. Éste es el bosque.
–Pero
decíamos que la vida es una pasión inútil.
–Ésas
son cosas de Sartre. Aquí no hay pasiones, aquí nada es inútil, aquí cada vida
sirve a su función. Éste es el bosque.
Y
su brazo –apenas un hueso con las venas tatuadas— agrupa en un solo gesto los
robles y los castañares, los pinos y los eucaliptos, los musgos y los líquenes,
las espinas del toxo.
–Pero
nacemos y morimos y es como si no hubiéramos vivido y somos apenas hojarasca
que se pudre bajo los pies que pasan.
–Aquí
nada se pierde y todo se transforma. Aquí nada muere. Somos la gente de la
tierra, las criaturas del árbol, la semilla que florece sin fin. Éste es el
bosque.
En El
límite de la palabra, antología del microrrelato argentino contemporáneo,
Edición de Laura Pollastri,
Menoscuarto, Buenos Aires, 2007
María Rosa Lojo (Buenos Aires, 1954)
Foto: Jmp
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