Una siempre regresa a la oscuridad donde fue niña,
a la
diminuta cama donde se reducían a sí mismas la tarde y sus promesas:
un trozo
de carne con ojos-anzuelo,
cautiva,
coloreando a pulmón el nombre de las muñecas.
La vida
pasó como un telegrama:
tu padre
ha muerto (punto)
no habrá
paz que lo contenga (punto)
Desde el
olvido la casa parece más pequeña;
solía
quedarme quieta en la azotea
esperando
ver caer heridas a las golondrinas
con los
pequeños dardos del vecino del cuarto piso.
Una tarde
de agosto decidí perseguirlas,
caí en el
árbol de mandarinas con la clavícula fuera y mis ojos en el vuelo.
La
suicida fue mi madre desatándose las venas en la tina,
el
asesino fue mi padre con su crueldad como ejercicio.
(no
aprendí a amar sin desmembrarme hasta que murió).
A la
memoria, al agujero de tierra oscura donde fui niña
suelen
tragársela las hormigas peatoneras.
Siempre
regreso a preguntarle:
¿hace
cuánto que estoy viva?
¿estoy
viva?
Seguro te
dolió toda la vida no morirte a tiempo
deberías
estar tranquilo;
un muerto
siempre ha sido lo que ha querido:
un
fantasma, una pesadilla, un epitafio,
una fila
interminable de nostalgias,
el canto
de un grillo que no nos deja dormir.
¿Hace cuánto que estoy viva?
¿Hace cuánto que estoy viva?
A la oscuridad donde fui niña, siempre vuelvo.
A la nada
en que escribiste la promesa de cuidarme.
La ausencia lo cambia todo,
el modo de sentarse frente a la
mesa,
la luz de la lámpara que viene
de noche,
el aliento y la memoria.
La ausencia enloda el reloj de
arena
somos la misma imagen diciendo
adiós inagotablemente,
y el corazón se vuelve una
azotea
y la azotea un insomnio.
La casa isla sin
presentimientos,
nos cambia de sitio la ternura y
la extraviamos.
Lo cambia toda la ausencia,
enfurecidos prendemos fuego a las
últimas flores de la esperanza,
a las letras que el amor guardó,
al cuerpo inasible arrullando
vacío.
Todo lo cambia la ausencia,
esa pequeña eternidad donde ya
nadie duerme, solo recuerda.
De La
física de la orfandad
II
No sabes
qué has muerto;
vienes cada octubre a repetir el silencio con tu grave mirada.
Es una pena que el polvo no tenga brazos, padre
vienes cada octubre a repetir el silencio con tu grave mirada.
Es una pena que el polvo no tenga brazos, padre
que
intentes regalarme estrellas de besos desdentados.
Acércate,
mira mi vientre de niña;
aún se
sienten tibios los restos de tu furia.
No he
dado a luz porque crecí en lo oscuro;
porque
aprendí a confundir el amor,
con el
rasguño de los demonios nocturnos,
que
esperan quietos el sueño de sus hijas para amanecer de nuevo.
Por cada
cicatriz hay un columpio bailando solo;
un gato
recién nacido en una bolsa de plástico,
un
cementerio infante, la física de la orfandad,
esa pequeña eternidad donde ya nadie duerme solo recuerda.
esa pequeña eternidad donde ya nadie duerme solo recuerda.
De La
invención del silencio
Denisse
Buendía Castañeda (Estado Morelos, México, 1979). Comunicóloga. Ha llevado a
cabo una intensa labor como activista social y productora de radio, colaboradora
en medios escritos nacionales y locales como el diario la Jornada Morelos, la
Revista Resiliencia. Actualmente trabaja en la Coordinación de Atención a
Víctimas de la Universidad Autónoma del Estado de Morelos (UAEM), en
Cuernavaca. Participa en la sección de poesía “Lunámbula” en el programa de
radio local “El txoro matutino” y como productora de “La voz de la tribu” en la
radio universitaria del estado de Morelos. Publicó, entre otros títulos: Días Animales (2009), El Hallazgo de la memoria (2015) y Trisón -poemario a tres voces- con Kenia
Cano y Ricardo Ariza. Ganadora del premio Estatal de la Juventud 2004 por su
trabajo como activista, y mención Honorífica 2007 premio estatal de la
Juventud. En 2016 le ha sido otorgado el Premio Nacional de Poesía Dolores
Castro. Ilustración: Denisse Buendía Castañeda.
Selección de
textos y nota: José Antonio Cedrón.
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