LA DERROTA
(Fragmento)
(…)
Pero
de los bárbaros, qué se puede esperar.
Finalmente
no hemos reemplazado todas nuestras
costumbres por las suyas, una curiosa
falta
de concentración en el modelo
condena
nuestras copias a la dorada medianía;
y, en
cualquier caso, el resto de lo que hemos
convenido en llamar la dignidad nacional,
sería seriamente lesionado en caso de que
resolvieran adoptar el aire de nuestra
derrota
para sumarse a la celebración del
triunfo, en esta lejana factoría,
de la
perpetuación del cáncer de su imperio
en las
entrañas ajenas.
Hace
algunas horas (esta noche y la noche pasada se
confunden; el vocerío triunfante con el
silencio del fracaso)
uno de
ellos, con la mona ardiendo,
venía
disfrutando del carnaval de la calle en el
carnaval de la micro, el gran carajo,
parados
los dedos en la V de la victoria: las trenzas
de una poderosa niñita anglosajona que
montara un potro furioso con una
impasible cara de puñete.
El
hombre-dogo
se
arremolinaba en torno a su eje como la ropa en
la máquina lavadora, codeando a su vecino
de asiento en el pecho y resoplando:
“Me
norteamericano. Me norteamericano.”
Yo
hubiera deseado que se le hundiera el mundo.
Se
dirá: “un caso individual”, y el índice acusador
debe apuntar allí donde se incuban los
factores impersonales que mueven a los
individuos el río a las carpas en la época
del desove;
“de la
sociologie avant toute chose”, pero qué montón
de obviedades en los casos extremos
cuando
la claridad brota de los poros mismos del
cuerpo del delito
arrojado
apresuradamente a los baldíos que exhibe la
luna frente a los grandes edificios
colectivos.
Bastaba
ver a ese sujeto para obtener una visión
panorámica y bien articulada, las cifras
innecesarias en los últimos planos.
La diferencia
que va de un yanqui a otro sólo
representa, para nosotros, un margen de
imprevisible brutalidad en el trato con
las
fuerzas de una ocupación que se dice
pacífica,
y un
margen, también, para el cultivo de las
amistades personales en la tierra de
nadie.
El
culto de la amistad es una afición personal, la
atención con los huéspedes,
la
moderación por parte de moros y cristianos, el
cese de todo antagonismo a la hora del
almuerzo.
En un
pequeño país cargado de tradiciones, la
formalidad ante todo, y el empleo de la
violencia sicológica
sólo
en los casos desacostumbrados.
El
control, a una distancia flagrante, de nuestra vieja
máquina junto con la promesa de su
restauración
a manos
de técnicos especializados sobre la base de
excedentes de la industria pesada.
No se
puede dudar:
de los
sesenta mil agentes de la FBI y de la CIA,
sólo uno que otro ha mostrado la hilacha
en su
intento por trepar a los carros alegóricos y
ocupar un lugar bamboleante
junto
a esas bellezas que lo eclipsaban todo en la
apoteosis del triunfo, menos el sentido de
nuestra derrota.
Todo
estaba claro a pesar de tanto resplandor y el
brillo de las miradas y los fuegos artificiales.
El
invisible ejército de ocupación puede batirse
en una retirada incruenta
y
reconocer sus cuarteles de primavera y verano:
temporadas de pesca en los lagos del sur y
de cosecha en los desiertos metalíferos.
Al
Pacífico, al Atlántico los barcos de guerra: aquí
no se precisa importar la paz
en la
persona de franco tiradores e infantes de marina.
Puede
aflojarse un poco el cinturón de hierro
hacia
el otro lado de los Andes y estrecharlo en los
lugares verdaderamente estratégicos
donde
la sangre escuece, burbujea y grita.
La
lucha entre demócratas y republicanos sólo
parece posible solventarla lejos de casa
mediante
el empleo, en pequeña escala, de la Bomba,
rasando
el vivero, en los pastizales
de
esos pequeños comunistas de ojos oblicuos. Un
arañazo en profundidad,
y
luego el desfile de los harapos humanos en homenaje
a la Libertad y a la Democracia.
(…)
En:
Poesía social del siglo XX: España e Hispanoamérica, Centro Editor de América Latina,
1971.
Enrique
Lihn Carrasco (Santiago, Chile, 3 de septiembre de 1929 – 10 de julio de 1988).
Foto: Jmp
No hay comentarios:
Publicar un comentario